Matar cansa

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Como si se tratara de un karma absurdo que tuviera que pagar, año con año incurro en el mismo error: ver la entrega del Oscar, una premiación que se ha vuelto cada vez más anodina y previsible y que, salvo raras excepciones, olvida que el cine no es únicamente un compendio de virtudes técnicas. (“Más que películas bellas, películas necesarias”, reza la máxima de Robert Bresson que desde hace tiempo sigue Clint Eastwood, quien aunque goza de la venia hollywoodense ha renunciado a la liviandad del espectáculo para ahondar justo en la necesidad de contar historias como las de El sustituto y Gran Torino, las dos sólidas cintas que dirigió en 2008.) Año con año me irrita el ninguneo al que los miembros de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas someten a filmes valiosos que pasan casi inadvertidos para el gran público, más atento a la cantidad de recursos desplegados que a la calidad narrativa. Uno de los ejemplos más claros de este ninguneo tuvo lugar hace un lustro, cuando la Academia optó por distinguir con la invisibilidad absoluta a El maquinista (2004), de Brad Anderson. Más allá de que para encarnar a Trevor Reznik, el protagonista similar a un sobreviviente de Auschwitz, Christian Bale soportó una dieta extrema –una lata de atún y una manzana por día– que lo llevó a bajar treinta kilos y por ende a poner en riesgo su salud, riesgo que redundó en una de las mejores interpretaciones masculinas de inicios del nuevo siglo; más allá de que tanto los personajes secundarios como el guión y la atmósfera de angustia expresionista son de una firmeza a prueba de balas, el quinto largometraje de Anderson (Connecticut, 1964) demuestra que las semillas de Hitchcock, Lynch y Polanski –entre otros maestros de la indagación psicológica– han caído en terreno fértil.

Si en Session 9 (2001), su espléndida cinta anterior que nunca llegó a las pantallas de nuestro país, el cansancio era el detonador del asesinato, en El maquinista Anderson invierte los términos: la fatiga como resultado de un homicidio accidental. Ambos filmes integran un díptico que ubica la fuga psicogénica –la cisura esquizoide manejada por Lynch en Lost Highway– en el mundo obrero, ámbito donde las flores del mal parecen crecer de modo imperceptible pero irremediable. Los protagonistas del díptico, Gordon Fleming (Peter Mullan) y Trevor Reznik, padecen crisis que los instalan de lleno en el reino del doppelgänger y la paranoia. Presionado por el exceso de trabajo y el nacimiento de su primera hija, el Gordon de Session 9 empieza a oír las palabras de Simon, un ser perverso que asegura vivir “en los débiles y los heridos” y se revela como la voz del instinto criminal, que cambia de hábitat conforme es convocado; al cabo de un año de insomnio, el Trevor de El maquinista ve que la amenaza que ciñe su integridad física y mental como una tormenta cristaliza en Ivan (John Sharian), un colega de fábrica en el que pulsa el desdoblamiento planteado por David Fincher en El club de la pelea y por David Koepp en La ventana secreta. A diferencia de estas películas, y más próximo a las exploraciones lyncheanas, el díptico de Anderson se interna en los vericuetos de la culpa y el castigo mediante la detallada construcción de ambientes en los que imperan aversiones como la claustrofobia y la nictofobia y que acaban por volverse estados de ánimo. Si en Session 9 el inconsciente de Gordon se altera al reconocerse en el Danvers State Mental Hospital, un enorme manicomio vacío cuya aura perturbadora se extiende a la realidad –en el material adicional del DVD hay testimonios que dan fe de extraños sucesos acaecidos durante la filmación–, en El maquinista la psique fracturada de Trevor es la que moldea el entorno a su antojo: Barcelona, ciudad donde se rodó la cinta y cuyas “señales identificadoras se han eliminado sistemáticamente a fin de subrayar lo genéricamente urbano” –para seguir a Fredric Jameson–, deviene así un espacio interior en deuda con los infiernos de Kafka y Dostoievski. Dicho de otra manera: si en Session 9 enfrentamos la exteriorización de la locura, en El maquinista nos adentramos en sus engranajes.

Cesare Pavese escribió: “Para todos tiene la muerte una mirada./ Vendrá la muerte y tendrá tus ojos./ Será como dejar un vicio,/ como ver en el espejo/ asomar un rostro muerto,/ como escuchar un labio ya cerrado./ Mudos, descenderemos al abismo.” En El maquinista, la muerte y no sólo la demencia posee los ojos de Trevor Reznik: el operario convertido en cadáver viviente merced a un remordimiento que su memoria insiste en bloquear –otro tanto ocurre en Session 9–; el verdugo fortuito que juega consigo mismo a los ahorcados a través de notas pegadas en la puerta de un refrigerador que terminará por ser símbolo de la descomposición mental, y que remite al conejo despellejado que se pudre en medio del delirio de la protagonista de Repulsión (Polanski, 1965). “Del alba a la noche, insomne” –diría Pavese–, Trevor deambula por un universo ya no paralelo sino periférico diseñado por la inquietud: frecuenta una cafetería aeroportuaria donde es atendido por una mesera (Aitana Sánchez-Gijón) que encarna a la madre del niño que un año atrás él arrolló para luego darse a la fuga; es el cliente favorito de una prostituta (Jennifer Jason Leigh) a la que acusa de formar parte del supuesto complot fraguado en su contra a raíz de un error que le cuesta el brazo a un compañero de labores; con el fantasma o la proyección del niño arrollado visita un parque de atracciones donde se topa, en una escena espeluznante, con una versión mecánica del averno. Vueltas de tuerca a la célebre frase de Goya, Session 9 y El maquinista establecen que la vigilia de la razón también produce monstruos y los exhiben como frutos de una culpa no asumida que se intenta sepultar en los sótanos del agotamiento y la manía de persecución. Trabajar cansa, afirmó Pavese, y los obreros de Brad Anderson, prototipos de la extenuación física y moral, coinciden con él. Tienen no obstante un as bajo la manga: saben que matar cansa tanto como afanarse, y por ello descienden mudos al abismo que el asesinato les ha preparado.

– Mauricio Montiel Figueiras

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