Limitless

Limitless, de Neil Burger, es inverosímil e inmoral, pero también es una película honesta y entretenida.
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Limitless, de Neil Burger, es probablemente la película más inverosímil y más inmoral que he visto en mucho tiempo. Pero ni su inverosimilitud ni su inmoralidad opacan el hecho de que es una cinta particularmente entretenida, cuyas dos horas pasan volando. Quizás me sentiría culpable de haberla disfrutado si no fuera porque da la impresión de estar consciente de lo absurdo de su premisa y sus vueltas de tuerca, y de lo deplorable de su moraleja. Es, en ese sentido, una cinta más honesta que, digamos, Reservoir Dogs, de Tarantino, o la última Tron. Tarantino disfraza de arte a la violencia impune; Tron cree que hay profundidad en la incoherencia de sus ideas. Y, vaya, no es que uno acuda al cine con ánimo de escuchar una fábula de Esopo, pero aprecio que Limitless sepa que es comida chatarra, y que no pretenda venderse como un platillo gourmet.

                Revisemos la premisa. Edward Morra (Bradley Cooper) es un escritor que vive en el barrio chino de Nueva York. Bebe de más, no escribe una sola palabra y es incapaz de resumir la idea de su próxima novela en una oración. De entrada, la cinta no escatima en clichés: Morra tiene los ojos rojizos de un insomne, la vestimenta de alguien que no ha comprado un nuevo par de jeans desde 1998 y el cabello de un hombre que piensa que las peluquerías son un lujo burgués. En suma: tiene pinta de escritor fracasado (o, por lo menos, de la idea que Hollywood tiene de un escritor fracasado). Una tarde, caminando por Midtown, después de haber cortado con su (inexplicablemente) hermosa novia, se topa con su excuñado. Después de unas cervezas, el tipo –la antítesis de Morra: pelo engominado, mejillas rasuradas, ojos pulcros- le ofrece una pastilla transparente que, dice, le permite al usuario acceder a ese elusivo 80% del cerebro que ningún mortal usa. Acto seguido: Morra ingiere la pastilla, se vuelve una mezcla de Einstein y Faulkner, se vuelve adicto a la sustancia, gana una fortuna y, por supuesto, comienza a ser acechado por a) un usurero ucraniano, b) un hombre misterioso (de rigor en este tipo de películas) y, finalmente, c) su nuevo socio (Robert de Niro).

                La película tiene suficientes vueltas de tuerca como para llenar un libro. Pocas –muy pocas- hacen sentido. Baste con decir que involucran dos asesinatos (que jamás se resuelven, ni se explican), otros muchos adictos a la pastilla, un ultimátum final que no tiene ni pies ni cabeza y un efecto secundario de la droga que se toca de refilón, pero que jamás entendemos por completo. Lo que vale la pena –o, más bien, lo que entretiene- es la transformación de Morra, y Cooper es perfecto para el papel. Antes, en The Hangover, lo habíamos visto en un rol similar: un hombre al que le perdonamos su inmoralidad porque tiene el carisma de una estrella de cine. Y aquí basta verlo en las primeras secuencias –y recordar su papel en aquella exitosa comedia- para esperar, con ansias, su transformación de perdedor consumado a Amo del Universo. La transformación podría ser solamente interna (es más: debería de ser), pero la cinta insiste en decirnos que vestirse con trajes italianos es una señal de inteligencia.

Por eso, también, le queda tan bien el papel de Morra a Cooper: se nota, a leguas, que es el tipo de histrión al que le incomoda verse mal (aquí no hay un compromiso con el oficio como el de Brad Pitt en 12 Monkeys); que decidió ser actor para salir en esta especie de películas y después poder ponerse un smoking para acudir a la premier. Es, digamos, una estrella de cine de los ochenta: un Mel Gibson sin sombras. De nueva cuenta, Limitless es honesta: sabe que es un burdo ejercicio que opera en nuestras fantasías; sabe que no estamos en la sala para ver a un actor que se tome el papel demasiado en serio; sabe, pues, que estamos ahí para ver a Morra ser lo que no somos.

                La cinta coquetea con rincones oscuros a los que, finalmente, abandona. El desenlace –inmoral en todos sentidos y desde todas las perspectivas- reafirma lo que el espectador ha sabido a través de toda la cinta: que Burger también prefiere la fantasía, que él, también, cree que un ser humano vestido de Armani es mejor que uno que no tiene un solo traje en su guardarropa. ¿Deleznable? Sí. ¿Clarito? También. Total: ¿alguien se atreve a decir que el final de Limitless es más inmoral que esa gratuita secuencia de la cinta de Tarantino en la que Michael Madsen se toma diez minutos en cortarle la oreja a un policía?   

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Profesor adjunto de Cinema Studies en la Universidad de Edmonton. Autor de Kinesis o no Kinesis: ¡Cinema Verité!


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