Jacques Tati

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En el marco del Festival de cine contemporáneo de la ciudad de México (FICCO), que llega a su sexta edición, se presenta un homenaje a Jacques Tati, cómico francés casi desconocido en nuestro país.

Muy poco o casi nada se conoce de Jacques Tati en México, uno de los cómicos más sutiles y a la vez implacables de la historia del cine, pero en parte este desconocimiento se explica porque Tati ha corrido con mala fortuna y desde hace tiempo ha caído sobre él, así como sobre su gran creación y alter ego, Hulot, la maldición del olvido, uno de los olvidos más injustos y sintomáticos del cinematógrafo, pese a que en su momento obtuvo una buena provisión de galardones en Cannes y mereció el Oscar a la mejor película extranjera en 1959. Acostumbrados cada vez más a comedias inanes y bobas, en que las risas lánguidas que nos arrancan no tienen nada de inquietante o desestabilizador, pues basan la fuerza de su humor en la payasada, en la humillación o la complacencia, cuando no en una burda mezcolanza de todo lo anterior, el cine de Tati se presenta como una minuciosa burla de las neurosis de la vida contemporánea, una denuncia acre y agudísima de la banalidad y miserias de un mundo cada vez más mecanizado y sombrío.

Jacques Tati (1907-1982), de origen franco-ruso-italo-holandés, que fue actor, director, guionista y productor, es considerado uno de los grandes genios del gag visual con reminiscencias del mimo, recurso que quizá como ningún otro supo trasladar del burlesque a la pantalla grande. Pero el gag en Tati debe muy poco al resbalón o a la torpeza física. Es más una composición milimétricamente calculada, una coreografía de equívocos y pequeños malentendidos en la que el enredo, más que una cadena de estropicios sin consecuencias, es el caos que se genera del choque de dos mundos contrapuestos, y que entre otras cosas sirve para poner en evidencia la estulticia humana, las pretensiones y buenos modales con que nos esforzamos en disfrazarla. En lugar de pastelazos, en el cine de Tati prevalece una sátira amarga del pequeñoburgués y sus entretenimientos; en lugar de albures y malas palabras, hay una experimentación sonora en la que los aspectos más maquinales de la vida parecen magnificados hasta el colmo del hiperrealismo, lo cual sitúa a las películas de Tati en un punto intermedio entre el cine mudo y el cine convencional, un punto por cierto poco explotado después de él, en donde los efectos sonoros suplen al chiste y al mismo tiempo subrayan la elegancia hilarante de la pantomima.

Hulot, su personaje más célebre, ese hombre alto y sobrio que siempre gasta sombrero y fuma lentamente su pipa, más que el típico perdedor, es un hombre de otro tiempo, un hombre que aún no se somete a la ética del ajetreo y la prisa. Ajeno a la mecanización del mundo —y al automatismo que exige de nosotros—, sus múltiples peripecias provienen casi siempre de no saberse adaptar a la vulgaridad que lo rodea. Es un claro descendiente de Charlot y Groucho Marx, pero sin la astucia del famélico ni la agudeza del farsante; más bien es un melancólico, un hombre ingenuo que es arrastrado por las circunstancias, y cuyo despiste bienintencionado contrasta con la rapacidad e hipocresía de la gente que lo circunda, obsesionada por lo nuevo, por la apariencia, por el último gadget electrónico, por impresionar a los demás. Tanto en Las vacaciones de M. Hulot —retrato despiadado del ocio contemporáneo y los pasatiempos de las clases acomodadas— como en Mi tío —una denuncia de lo más maquinal del mundo, del comportamiento casi militarizado que asumen sin darse cuenta los hombres en un ambiente lleno de reglas—, Hulot se consagra como un quijote fuera de lugar, extraviado por los llanos de la insulsez omnipresente. Su presencia, a decir de André Bazin, es “la encarnación metafísica de un desorden que se prolonga mucho tiempo después de su paso”.

Playtime (1968), una de sus últimas películas, es un atrevido ejercicio experimental en el que retrata la vida cotidiana cada vez más cuadriculada y absurda de las sociedades contemporáneas, rendidas a la tiranía de la tecnología y el consumo. Con más énfasis que en sus realizaciones anteriores, aquí todo parece una conspiración contra el individuo: máquinas complicadísimas para realizar tareas sencillas, salas de espera que conducen a nuevas salas de espera, incomunicación y desencuentros generalizados. Los edificios en los que tiene lugar la acción son bloques que recuerdan a ratoneras de cristal (¡y eso que está rodada en París!); los movimientos de la gente son tiesos y prefijados, como si condicionados por la arquitectura sólo conocieran los ángulos rectos; los escenarios abundan en líneas geométricas y en la frialdad del cristal, el acero y el neón. Filmada con un ritmo que favorece los tiempos muertos y el vacío (¡nada más poco comercial para los tiempos que corren!), que privilegia lo episódico por encima de la unidad narrativa, y que alcanza cierta atmósfera kafkiana pero en clave aséptica, con ciertos tintes robóticos, Playtime es el la exacerbación de todas las críticas y denuncias ásperas de quien alguna vez describió así los fundamentos de su cine: “Mis películas llevan a cabo una defensa del individuo. No me gusta sentirme militarizado. No me gusta la mecanización. Prefiero vivir en un barrio antiguo y humano que en medio de una red de autopistas, aeropuertos y carreteras y todo el barullo de la vida moderna. La gente no se siente feliz rodeada por todas partes de líneas geométricas.”

– Luigi Amara

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(ciudad de México, 1971) es poeta, ensayista y editor.


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