Dos novelas

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El alma de la catástrofe es lo único que une Un hombre soltero y La carretera, dos novelas de escritores en las antípodas, separados también por la nacionalidad y los años. El británico Christopher Isherwood escribió Un hombre soltero (aparecida en 1964) cuando aún no había cumplido los 60, mientras que La carretera (del 2006) es la obra de un viejo americano, si se me permite la expresión: un autor de 73 años. Ambos libros han ido a caer, sin embargo, en directores relativamente jóvenes y más bien inexpertos, siendo curioso que Tom Ford, el modista tejano, sea quien se ha planteado con mayor libertad y seriedad la expansión del breve texto de Isherwood, enriqueciendo la trama con la obsesión del suicidio del protagonista, la presencia recurrente de Jim, el amante fallecido, y la introducción de la escena del encuentro en el supermercado con el joven buscavidas español, escena un tanto estropeada por el prurito fotográfico que Ford y su iluminador, Eduard Grau, exhiben siempre que pueden en esta opera prima. El australiano John Hillcoat, responsable de vídeos musicales y tres largometrajes anteriores presumiblemente locales, lleva a cabo en La carretera, por el contrario, de la mano de su guionista Joe Penhall, un trabajo de amor servil en la adaptación, que sólo levanta el vuelo cuando algún factor ajeno al relato cobra fuerza: las imágenes de unos grandes árboles desplomándose sobre la tierra, filmadas con sublime ausencia de retórica por el director de fotografía vasco Javier Aguirresarobe, o la voz de Viggo Mortensen narrando pasajes literales del libro sobre el fondo musical de Nick Cave, en un sprechgesang o cantinela elegíaca que recuerda ciertas canciones de Leonard Cohen.

Y no es que las novelas adaptadas sean extraordinarias. Con Cormac McCarthy tengo un problema íntimo, que les expongo en toda su crudeza: empecé a leerle por sus libros más recomendados, Todos los caballos bellos y No es país para viejos, pero como apenas tengo sensibilidad para el western escrito los abandoné pronto. Cuando alguien que me conoce bien me dijo que La carretera me iba a gustar por beckettiana, la leí, y no la abandoné, aunque su desnudez sintáctica la veo más cercana a Gertrude Stein que a Beckett; a ratos su repetitiva salmodia verbal me pareció ungida y ampulosa como una ceremonia por el rito ortodoxo. Lo malo de La carretera, la novela y la película, es que su fábula de descomposición del inmediato mundo futuro ya la hemos visto y leído antes, y a mí me fue difícil sustraerme mientras veía el film al recuerdo de la excelente Hijos de los hombres de Alfonso Cuarón, sin dejar de pensar en lo elocuente que resultaba P.D. James en su libro de base, escrito en un estilo menos portentoso que el de McCarthy.

La catástrofe que irrumpe en la cotidianeidad de George, el hombre soltero y profesor de literatura inglés establecido –como el propio Isherwood la mayor parte de su vida– en los Estados Unidos, no es metafísica ni siquiera atómica; es tan común como un accidente de tráfico, que en su caso le hace perder al hombre que ama, y la vida que ambos llevaban, posiblemente igual de doméstica y feliz que la de los innominados protagonistas de La carretera, el Hombre, la Mujer, el Niño, víctimas de un cataclismo inexplicado y tal vez universal. Los dos directores coinciden en la magnificación estética del sufrimiento. Ford no se está quieto en casi ningún momento, aunque cuando lo está le funciona: por ejemplo en la poderosa escena de la noticia del accidente mortal de su amante, que George, sentado y casi inmóvil, oye por teléfono. El diseñador de moda planifica con sus tijeras, montando, venga o no a cuento, planos de ojos sueltos, de manos, de cuellos, de esquinas y paseantes, a menudo al ralenti. Y también los dos directores disponen de un gran material humano en sus actores, pero la impresión que dejan en el espectador es que les da igual tenerlos ante la cámara. Hillcoat, por ejemplo, no sabe sacar partido de un momento tan potencialmente conmovedor como la reflexión del padre y el hijo frente a la playa sucia, y sólo en un pasaje, el del ladrón negro perseguido y desnudado, consigue el verdadero patetismo.

Respecto a Ford, ha elegido a los actores idóneos y a los chicos más guapos del campus y el locker room, pero al rodar se olvida de ellos, distraído en sus manualidades camarógrafas y juegos de color intervenido. Colin Firth, uno de los galanes más aburridos de expresión que hay en el cine contemporáneo, da aquí lo mejor de sí mismo, que no es, para mi gusto, mucho. El estropicio es ver a los generalmente magníficos Matthew Goode (Jim) y Julianne Moore (Charley) pasar por las manos y la mirada del director de Un hombre soltero sin dejar más huella que el perfil de una silueta en la pasarela. ~

 

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Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).


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