Chesterton vs. Bin Laden

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Se me antoja una fantasía chestertoniana. ¿Por qué, en lugar de misiles balísticos, agentes de la CIA o venablos retóricos, los países buenos no sueltan una de estas noches sobre las cabezas de los malos, Osama Bin Laden y sus soldados islamistas, digamos que en algún punto de la frontera entre Afganistán y Pakistán, un millón de ejemplares del El hombre que fue jueves? El libro fue pensado para ellos hace un siglo. La constatación pudiera derrotarlos antes que la tecnología.
     Chesterton fue acusado de haber elaborado un genial apólogo cristiano. Gran error. Escribió —ello queda por fin muy claro después de las Torres Gemelas— un manifiesto de la ambigüedad. La ambigüedad, única bestia que no embiste de frente, es la deslegitimación última del terrorista. El hombre que fue jueves puede ser el arma que desmoralice de una vez por todas a Osama Bin Laden, hecho para bestias que embisten de frente.
     ¿Qué descubriría el terrorista saudí echando un vistazo a la obra maestra del inglés? Descubriría que, como los anarco-terroristas del “Consejo de los Días”, él y sus secuaces son la ironía del libre albedrío y de la naturaleza, que permiten al individuo odiar y violentar la libertad. El anarquista que arrojaba bombas contra la humanidad cuando el libro fue escrito las sigue arrojando hoy gracias, precisamente, a esa ironía, que en la pluma surrealista, casi fantástica, de Chesterton llega a ser burla insoportable: el enemigo de la libertad prueba, con su mera existencia, la idea de la libertad, del mismo modo que el enemigo de la naturaleza —o de Dios— prueba la existencia y la superioridad del bien porque ejerce la opción que el ser supremo le permite tentadoramente a sabiendas de que le es contraria.
     Los últimos capítulos de la novela son un shock de ambigüedad capaz de electrocutar al más aislado de los cuerpos. Durante su correría laberíntica por Inglaterra y Francia para abortar el atentado contra el zar, Gabriel Syme descubre que los otros miembros del Consejo en el que se ha infiltrado son, como él, detectives encubiertos. Por fin revelados los rostros que velaban las máscaras, todos juntos se abocan a cazar al jefe, el temible Domingo, en quien sorprenden la misma ambigüedad: resulta ser el jefe policial que en su día los reclutó, uno a uno, apareciendo ante ellos como una voz envuelta en la oscuridad de una habitación que no dejaba ver su cuerpo, para que infiltraran el Consejo que ha acabado entera, absurdamente compuesto por detectives encubiertos a órdenes suyas. La angustia de uno de los siete al conocer la verdad —”me gustaría saber por qué he sufrido tanto”— recibe en otro momento, en boca de Syme, una respuesta que, de leer la novela, la conciencia de Osama Bin Laden no soportaría ni un instante: “Para que cada cosa que obedece la ley pueda tener la gloria y la soledad del anarquista”. El enemigo de la libertad no sólo es la ironía de la libertad, que le permite existir para que el libre albedrío se verifique: es también el pretexto de que se vale la libertad para imponerse y ser ella.
     Lo cual no quiere decir que el bien es únicamente el bien y que todo marcha hacia un epifánico desenlace en el que Dios triunfante se nos revela. No: incluso en el momento de la verdad, en el episodio final, cuando Domingo hace saber su identidad, que es una alegoría del universo o la naturaleza, aparece el único anarquista auténtico de la historia, Gregory, diablo mezclado con los ángeles. “Hubo un día”, afirma Bull, uno de los detectives, “en que los hijos de Dios vinieron a presentarse ante el Señor, y Satán vino también entre ellos”. La ambigüedad de Dios, que es el bien pero permite que los hombres hagan el mal si así lo escogen, y de la naturaleza, que, como Domingo, es un rostro angelical por delante y un monstruo por detrás, encierra el enigma del universo. El enigma de la ambigüedad es insoportable para el fanático, que representa exacta, minuciosamente lo contrario y que creyendo encarnar una opción incontaminada en verdad es la extensión paradójica del bien y el precio que el bien —la libertad— exige de sí mismo para existir.
     ¿Cuántas noches podría respirar sin sofocarse Osama Bin Laden soñándose, como los terroristas que resultan ser detectives o el terrorista auténtico que resulta decorando cómica y ominosamente la fiesta de Domingo y los demás detectives, mera coartada del bien? Encontraría, quizá, sensación de revancha en el hecho de que la causa de la libertad, enfrentada al terror, se vuelve ambigüedad también porque, como ha pasado en los Estados Unidos después de las Torres Gemelas, el valor de la libertad cede espacios al valor de la seguridad, esas dos opciones condenadas a reñir. Pero la razón de ser del fanático que mata en nombre de su verdad no busca compensaciones tentativas. Aunque encuentre satisfacción en ellas, su fuerte, su centro de gravedad, está en la verdad que cree poseer. Sólo cuando el terrorista vea su verdad relativizada, difuminada en una ambigüedad de la que resulta que él es su propio enemigo porque sirve a la verdad que cree estar combatiendo, podrá la causa de la libertad derrotar la moral de Osama Bin Laden. Es posible que la ciencia —tan en desventaja frente a los misterios sin resolver del universo como los seis detectives intentando cazar a Domingo en vano— no haya producido un arma más eficaz contra Bin Laden que El hombre que fue jueves.
     Por si fuera poco, Chesterton tiene previsto que usted sea escéptico, que sea un “pesimista”. Para cerrar la brecha que la ciencia humana no es capaz de superar en su afán por comprender el enigma del universo, le propone un acto de fe. De lo contrario, la frustración de no entender el misterio lo hará polvo. Bin Laden es también ese pesimista que llevamos dentro. Para acabar con él, debemos dar un pequeño salto de fe, más allá de las exigencias de la racionalidad, y aceptar que un millón de misiles chestertonianos sobre su cabeza lograrán el ambiguo y policial objetivo de librarnos de él y su especie. ~

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