Cendrars, el gran insomne

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Homero del transiberiano, como lo glorificó John Dos Passos, el suizo y parisiense Blaise Cendrars, heteronimo de Fréderic Sauser Hall (París, 1887-París, 1961), fue uno de los primeros vanguardistas literarios del siglo XX con una enorme obra narrativa y lírica que, dijo su declarado discípulo Henry Miller, es “un centelleante fluir verbal dedicado al archipiélago del insomnio”.

Blaise se inició en la vocación de ciudadano del mundo cuando, escapando del hogar con un poco de dinero, algunos cubiertos de plata, tres cajetillas de cigarrillos del padre, y, para alimentar el espíritu”, tres libros: la Divina Comedia, las Obras de François Villon y las de Walt Withman, se puso a buscar por el mundo paisajes, ciudades, amigos, personajes fuera de serie, color local y grandes bibliotecas que exploraría como otros tantos países. A los dieciocho años y armado de un revólver Browning recorría ferroviariamente Persia, Rusia y Siberia en funciones de asistente y casi guardaespaldas de Rogovin, un itinerante vendedor de alhajas y bisutería. En 1905, año de sobresaltos premonitorios de la revolución rusa, vio desde las ventanillas del histórico y mítico tren Transiberiano, las fugaces y heladas llanuras, las poblaciones incendiadas, los motines de la hambruna, los hinchados cadáveres de hombres y animales arrastrados por el río Amur (que en francés se escribe Amour, o sea amor, ¿quién lo diría?). Aventurero y hombre capaz de ejercer cualquier oficio, fue prestidigitador en un music-hall londinense en el que alternó con un cómico aún desconocido: Charles Chaplin, fue peón agrícola y tractorista y acaso furtivo chicken-thief en los Estados Unidos y en el invierno neoyorquino escribió febrilmente un poema, Las pascuas en Nueva York, que, gracias a la admiración un tanto plagiaria de Guillaume Apollinaire, cambiaría el rumbo de la poesía francesa. Alistado en el ejército francés en 1918, la Guerra que dizque “acabaría con todas las guerras”, lo privó del brazo izquierdo, pero esto no le impediría más adelante conducir un raudo automóvil de carrocería diseñada por el pintor Georges Braque y teclear una obra torrencial que pasa por no menos de sesenta libros: poemas, novelas, crónicas, traducciones, innumerables artículos y algunos guiones de cine que se quedarían en el papel.

En 1913, en un largo e impetuoso poema en verso libre: La prosa del Transiberiano y de la pequeña Juana de Francia, Cendrars contó y cantó su experiencia de la Rusia y la Siberia turbulentas: “En aquel tiempo yo estaba en mi adolescencia/ Sólo tenía dieciséis años y ya no recordaba mi niñez (…)/ Porque mi mocedad era entonces tan ardiente y tan loca/ Que una y otra vez mi corazón ardía como el Templo de Éfeso o la Plaza Roja de Moscú/ Cuando el sol se pone”.

En ése y otros libros, como Diez poemas elásticos, Hojas de ruta, En el corazón del mundo, y otros, Cendrars reunió piezas en verso libre que son instantáneas verbales de sus viajes por el planeta: por Francia o Alemania o Rusia o China o Brasil o los Estados Unidos y por donde sea… para siempre volver a París, su centro del mundo, pero el Cendrars fascinante, al que releo como escuchando música y leyendo caminos, paisajes, ciudades, es el de sus libros en prosa: Moravagine, Las confesiones de Dan Yack, Barloventear, El hombre fulminado, El cielo en lotes, Una noche en la selva, Vuelo a vela, En el ejército inglés, Llévame al fin del mundo, etc. Libros que mezclan los géneros: el reportaje, la crónica, la autobiografía, las memorias, la novela, el comentario bibliográfico y… lo que sea. Su escritura acoge y baraja los testimonios de los cinco sentidos, fluye desatada en bifurcados o confluyentes ríos narrativos, en largos periodos pululantes de incisos, en miles de páginas que excluyen el punto y seguido y el punto y aparte para delegar la respiración sintáctica a la sola coma o al punto y coma en una prosa libre y voraz a la que acuden los datos de la memoria viva. Su desenvuelta y briosa escritura, a la que llamó “madrepórica”, crece hacia las direcciones menos previstas acogiendo un intrincado torrente de recuerdos, de anécdotas, de datos sensoriales, de imágenes, de reflexiones oportunas e inoportunas. Prosa ante todo física, rítmica y a veces arrítmica, de una gran virtud de presentización, escrita como al azar en una lengua francesa viva, culta y callejera, en el largo fraseo que aspira a la infinitud.

Recorredor y voraz lector del mundo, Cendrars, tecleando raudalmente con su sola mano y de espaldas a la ventana para mirar solamente a la hoja en blanco como a una vasta promesa de paisaje, escribía la prosa abierta o el verso libre. En la noche silenciosa del 21 de agosto de 1943, en Aix-en-Provence, después de dos o tres años de abstenerse de ejercer la escritura en protesta íntima y silenciosa contra la ocupación alemana, se asomó al balcón, admiró el titilante cielo provenzal y, sintiendo de nuevo la tentación de la escritura, volvió a su habitación, desempacó la máquina de escribir y tecleó:

“La escritura es un incendio que abarca una gran revuelta de ideas y hace arder asociaciones de imágenes antes de reducirlas a brasas crepitantes y a cenizas. Pero si la llama desata la alerta, la espontaneidad del fuego sigue siendo misteriosa. Escribir es arder vivo y es renacer entre las cenizas.”

Por algo se había sobrenombrado Blaise, que recuerda braise, es decir brasa, fuego, y sobreapellidado Cendrars, que recuerda cendres, cenizas, es decir: memoria del fuego.

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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