Carlos Fuentes

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Por la dimensión, audacia e influencia de su obra, Carlos Fuentes es un creador monumental: sus novelas y relatos han asimilado, modulado y agotado técnicas; los personajes de su universo narrativo se cuentan por miles; su lenguaje, con sus altas y bajas, es capaz de extenuar diccionarios; sus ideas y posiciones han iluminado, han irritado y han generado polémicas y diálogos fructíferos. Fuentes es uno de los autores mexicanos más conscientes de su papel como modernizador artístico y social, como representante del mundo de la cultura. El perfil de Fuentes es característico de todas las renovaciones del medio siglo mexicano: experimental en literatura, crítico y comprometido en política, anfibio en lo intelectual. El joven narrador, el periodista de ágil pluma, el ensayista ambicioso, el bailarín y explorador nocturno, el refinado viajero, el compañero de ruta de las mejores causas conviven en uno solo y extienden su influencia desde la república de las letras hasta la república de los medios. Desde muy joven, el novelista cumple puntualmente su doble jornada como creador y embajador cultural y oscila entre el aislamiento monacal que requiere la escritura y la agitada vida pública de conferencias en los más distintos foros y países; de entrevistas con reporteros que le preguntan de todos los temas imaginables, menos de literatura, o de almuerzos con políticos y empresarios que aspiran a tener una visión sintética y representativa de México e Hispanoamérica.

Por supuesto, el núcleo de esta actividad pública ha sido la literatura. El Fuentes narrador aspira a ser una figura tan universal como enraizada en lo mexicano. Aunque ha demostrado que puede abarcar un arco temporal y geográfico muy amplio, Fuentes se ha orientado fundamentalmente a establecer un mapa literario, un mosaico histórico y un recuento caracterológico de México. Sus novelas abordan las dualidades y contrastes de la modernidad mexicana, el peso de los arquetipos y la reaparición de los viejos mitos y ciclos con los ropajes de la modernidad o los meandros fascinantes de una política arcaica llena de símbolos y rituales. Porque Fuentes emerge, y a veces parece que se ha quedado estacionado ahí, en el momento climático de la interrogación nacional, en esa mocedad de la conciencia que, a través de la filosofía de lo mexicano, buscó indagar en la psicología colectiva, interrogar la historia y sus atavismos y hacer un exorcismo modernizador de la vida nacional. Por eso, de las más diversas maneras, y a veces con una tenacidad conmovedora, Fuentes ha intentado explorar los cruces entre imaginación literaria y vida pública, ya sea con su conocida predilección por incorporar a su literatura desde símbolos abstractos y personajes legendarios de la historia hasta fantasmagoría kitsch, ya sea con la tendencia a que los dilemas internos de sus personajes desemboquen, casi siempre, en la ilustración de una encrucijada histórica o un problema político. Es natural que una obra tan prolija y, sobre todo, con propósitos a veces contradictorios, muestre porosidades y aun sus piezas maestras lindan entre la genialidad y la desmesura, entre la introspección más aguda y la escena pedagógica, entre la exigencia y la complacencia.

 

Retrato del artista

¿Cómo surge este poderoso creador que pretende armonizar inteligencia e inspiración, vida activa y vida contemplativa, ambiciones artísticas y anhelos cívicos? No hay biografías en forma de Fuentes; sin embargo, en su vivo ensayo autobiográfico “How I started to write”, o en la reconstrucción biográfica que hace Raymond L. Williams en Los escritos de Carlos Fuentes, hay material suficiente para un retrato del artista. Nacido por azar en Panamá, criado en el exterior por la vocación diplomática de su padre, el niño Fuentes vive en Panamá, Quito, Montevideo y Río de Janeiro; pasa una estancia larga y decisiva en Estados Unidos, donde recibe su educación primaria en inglés, aunque es conminado por su padre a conocer la geografía e historia de México. Fuentes evoca su desconcierto con los contrastes entre la historia triunfadora de Estados Unidos y la historia traumática de México y la perplejidad que le genera descubrir que muchas victorias del país que lo acoge son derrotas de su propia patria. De cualquier manera, es un niño sociable e integrado, aunque advierte un signo ominoso cuando en 1938, tras la nacionalización petrolera, la camaradería hacia el compañero mexicano se torna, por un tiempo, en sospecha y desconfianza. Esa sensación de aislamiento, afirma, ratifica sus convicciones de pertenencia y, en una ocasión, cuando exhiben una película en la que el personaje de Sam Houston declara la independencia de Tejas, el niño indignado grita “Viva México” y hace, como dice Williams, una verdadera declaración de ciudadanía. El periplo diplomático de su padre lo conduce después de Estados Unidos a Chile, donde comienza su noviciado literario y comparte su vocación con sus compañeros de escuela, los luego también famosos José Donoso y Jorge Edwards. Sus primeras y ya muy ambiciosas empresas literarias (una saga juvenil de más de cuatrocientas páginas) encuentran un público reacio en un Siqueiros, entonces en su exilio en Chile, que se duerme con la lectura del novel creador. Después de su episodio chileno y una breve estancia en Argentina, Fuentes regresa a México a los dieciséis años. Lo primero que advierte el sagaz viajero en el reencuentro con su país son las modalidades del idioma de sus compatriotas –el formalismo, el miedo a la primera persona, la profusión de diminutivos– que denotan un carácter nacional. Fuentes afirma que halla en México una triple frontera: entre el desarrollo y el subdesarrollo, entre el temperamento latino y anglosajón y entre la cultura protestante y la católica. Su experiencia transcultural y el choque con su país lo hacen consciente de los peligros del aislamiento, pero también de su pertenencia no sólo a una patria sino a un lenguaje.

Fuentes prosigue sus estudios; son los años de las confirmaciones literarias y de los descubrimientos sexuales en la recién liberada noche urbana de México. Encuentra la amistad de Alfonso Reyes y a una pequeña camada de jóvenes educados y cosmopolitas como él; lee con prisa, furia y entusiasmo (sus autoproclamadas y visibles influencias son Cervantes, la novela picaresca, Balzac, Joyce, Faulkner, D.H. Lawrence, la novela de la Revolución, Rulfo y Paz), pasea, disputa, trasnocha, hace periodismo en Siempre!, estudia derecho, parte a Europa a un posgrado y complementa su rito de iniciación literaria, conoce a Octavio Paz en París, y en Zúrich confirma simbólicamente su vocación, cuando en una cena en un flotante tiene un encuentro prodigioso con Thomas Mann. De regreso de su estancia europea, el artista ya seguro de su destino pica piedra, hace pequeñas chambas periodísticas y burocráticas, publica en el 54 su primer libro, Los días enmascarados; impulsa las publicaciones más vivas de la época, como la Revista Mexicana de Literatura; publica en 58 La región más transparente, que confirma, con hechos, la fuerza y profundidad de su escritura. El éxito de la novela lo proyecta definitivamente: Fuentes se casa con la célebre actriz Rita Macedo, viaja a Cuba a saludar a la Revolución, funda El Espectador, publica Las buenas conciencias, excelente novela intimista que, quizá por su aparente conservadurismo estético, no despierta tanto entusiasmo; publica luego La muerte de Artemio Cruz y Aura, que consolidan su papel señero en la literatura de la época; participa en prestigiosos jurados literarios y cinematográficos; firma al calce, junto con celebridades progresistas, en apoyo a las mejores causas; sigue publicando novelas con regularidad; el 68 lo encuentra en París, desde donde escribe crónicas ágiles y emocionadas. Ya durante los setenta se divorcia y se vuelve a casar con la periodista Silvia Lemus, publica sus influyentes libros de ensayos Tiempo mexicano y La nueva novela hispanoamericana y también da a la imprenta su descomunal Terra nostra. Durante esa década, con la llegada de Luis Echeverría al poder, Fuentes juega quizá su papel más activo y polémico, es un intelectual de izquierda que, sin embargo, en un ambiente de polarización, hace suya la dicotomía entre “Echeverría o el fascismo” y toma la controvertida relación de servir a su gobierno como embajador en Francia. Renuncia cuando Gustavo Díaz Ordaz es nombrado embajador en España y recompone su relación con la izquierda.

Con la consagración literaria alcanzada después de Terra nostra, la biografía pública y artística confluyen; Fuentes sigue publicando libros de narrativa con una regularidad asombrosa, pero ya no inciden mayormente (más que por inercia acumulativa) en la fama del literato consolidado y del hombre público que, más allá de su trabajo literario, es noticia por sí mismo. Desde finales de los setenta, Fuentes radica la mayor parte del tiempo fuera del país, en Estados Unidos y luego en Londres. Los títulos se suceden, las novelas y relatos abarcan un espectro cada vez más amplio de la historia y los tipos sociales de México; los ensayos culturales y literarios se orientan a la geografía de la novela, o bien, al ámbito de la cultura hispanoamericana. Por lo demás, Fuentes sigue siendo una voz con gran resonancia que opina sobre los asuntos de actualidad: a finales de los setenta y en los ochenta apoya las revoluciones en Centroamérica, en los noventa se opone por sistema a la política exterior norteamericana y cuestiona la globalización y, en la década que corre, publica un libro contra George Bush.

 

La narrativa circular

En La nueva novela hispanoamericana Fuentes aborda, con la coquetería de la autopromoción, el papel de la novela y el novelista en Hispanoamérica, la evolución de la novela como género y la manera en que la tradición hispanoamericana, merced a una revolución del género, se inserta en el movimiento universal. Este libro no duda en decretar el fin del realismo burgués y del centralismo literario europeo para dar paso al retorno a las raíces poéticas y míticas de la novela y a un descentramiento de los procesos de creación de paradigmas. De esta manera, para Fuentes, la nueva novela (es decir, su boom) responde a una de las grandes carencias de la sociedad burguesa, la incapacidad para “crear mitos renovables”. Con la nueva novela es posible superar las fronteras literarias y crear un nuevo ecumenismo literario, merced a su materia mítica y poética que no responde a los condicionamientos de clase y nacionalidad, sino a las estructuras universales del lenguaje, reivindicadas por el pensamiento estructuralista. Por eso, en la nueva literatura, el centro se desplaza hacia diversos espacios creativos. “Los latinoamericanos –diría ampliando un acierto de Octavio Paz– son hoy contemporáneos de todos los hombres. Y pueden, contradictoria, justa y hasta trágicamente, ser universales escribiendo con el lenguaje de los hombres de Perú, Argentina o México. Porque, vencida la universalidad ficticia de ciertas razas, ciertas banderas, ciertas naciones, el escritor y el hombre advierten su común generación de las estructuras universales del lenguaje.”

Esta aspiración a decretar la universalidad de sus raíces ha regido la obra de Fuentes. Entre La región más transparente y La voluntad y la fortuna median cincuenta años; sin embargo, hay una factura inconfundible en la disposición de las estructuras y los recursos narrativos, en la utilización del lenguaje y en la concepción de la historia. La narrativa de Fuentes interconecta el realismo y el mito, los destinos individuales y la historia, lo local y lo universal, la alta cultura y el registro popular, la factura vanguardista y el guiño al melodrama. Fuentes ejerce su labor de narrador con desplantes literarios, usos y abusos de la llamada intertextualidad, llamadas e incitaciones a la interactividad con el lector, revelación constante de los mecanismos y procedimientos de la escritura y todo eso que algunos estudiosos norteamericanos identifican con el posmodernismo literario (pero que viene de Cervantes). Particularmente la historia, concebida como un discurso sospechoso y una ficción impuesta, es confrontada con los mecanismos de la invención, la desviación y la parodia. La identidad individual se descompone en múltiples voces, la realidad histórica se fragmenta en numerosas versiones, la narración se interrumpe, los personajes se rebelan. Con todo, en la escritura de Fuentes pueden advertirse diferencias de grado y de intención literaria con respecto a los actos de la memoria y la escritura. Como dice Chalene Helmuth, en su Postmodern Fuentes, mientras que en La región más transparente y La muerte de Artemio Cruz Fuentes cuestiona el presente como una traición a las expectativas del pasado, en Terra nostra y las novelas ulteriores el pasado ya no es fijo, no existe una causalidad establecida y es posible jugar con los tiempos, reescribirlos y someterlos a nuevas versiones y especulaciones. De modo que, de la denuncia de una historia traicionada, Fuentes pasa de manera gradual a trabajar con la noción de una historia en proceso de construcción, que puede ser mejor escrita, leída, prevista o curada con los instrumentos de la ficción. Estos matices pueden parecer muy atractivos para un académico, pero sospecho que se soslaya que, a medida que la narrativa de Fuentes se acomoda de maravilla en los esquemas teóricos, la verdadera materia prima de su literatura, el lenguaje y la imaginación, tienden a volverse más pobres.

Una lectura de su novela más reciente confirma mi imagen de un Fuentes autófago, que se alimenta con el saqueo de sus propios hallazgos. La voluntad y la fortuna es el monólogo de un decapitado, Josué Nadal, que, en el tránsito de la agonía, evoca su vida. Josué rememora su infancia solitaria, confiado a una misteriosa y arisca cuidadora, y recuerda cómo esta soledad se aminora con el encuentro con su amigo, cómplice y gemelo espiritual, Jericó, sin apellido. Cuando por alguna misteriosa razón la cuidadora de Josué desaparece, los dos adolescentes viven juntos, comparten mujer y, guiados por el entrañable profesor Filopáter, cultivan expectativas de grandeza y perfección. Terminando la preparatoria, Jericó parte a estudiar al extranjero, Josué elige estudiar derecho y reencuentra, como su profesor, a Antonio Sanginés, quien había sido su elusivo albacea durante su niñez y que ahora es un viejo sabio que influye en el poder político y económico y que asesora tanto al presidente como al enigmático y poderoso magnate de las comunicaciones Max Monroy. A instancias de Sanginés, Josué hace su servicio social en la cárcel de la ciudad, donde conoce a Miguel Aparecido, un preso legendario, medio enloquecido, que ha rehusado la libertad y cuya personalidad le causa una fuerte atracción. Con el regreso de Jericó se renueva la amistad; influidos por Sanginés, ingresan a la empresa y la política. Josué trabaja en las empresas de Max Monroy, donde conoce y se enamora de la administradora Asunta. Jericó ingresa a la política, donde vertiginosamente se convierte en el principal asesor del presidente, quien le encomienda la organización de unas fiestas cívicas conmemorativas. Jericó, en lugar de organizar las fiestas, encabeza una rebelión fallida contra el gobierno, huye, pero es capturado y entregado nada menos que a la gente del omnipotente Max Monroy. En su cautiverio, Jericó es seducido por Asunta y enfrentado a Josué, por el amor de esta. Al conflicto entre los amigos siguen otras revelaciones: Josué, Jericó y Miguel Aparecido son hermanos, todos hijos de Max Monroy, y concebidos truculentamente con una esposa encerrada en un manicomio. Finalmente, la ambiciosa Asunta, ante la vejez y muerte inminente de Max Monroy y buscando heredar al magnate, invita a Josué a un encuentro en Acapulco, donde lo decapita y propicia que la cabeza parlante haga este recuento.

De entrada, esta historia parecería una ofensa a la inteligencia y lo es: la proliferación de personajes desaforados, la manipulación de la trama para que las piezas del rompecabezas embonen de una manera desesperadamente previsible, las grandes parrafadas de lugares comunes y alusiones a la actualidad política arrasan con los pocos vestigios del buen narrador que aparecen intermitentemente. La novela trata de ser una reflexión en torno a las tensiones entre elección y fatalidad pero, debido a la tosquedad y apresuramiento de su factura, lo indefectible de la tragedia tiende convertirse en lo previsible de la telenovela. Y es que, debido a una indistinción, a ratos alarmante, entre su tarea como escritor e intelectual público, Fuentes incurre cada vez más en una literatura didáctica, llena de editoriales políticos ficcionalizados, que sobrevalora el sentido de oportunidad (un ejemplo de este afán, casi patético, de “estar al día” es la escena en que Josué atestigua, en la glorieta de Insurgentes, el ataque del que fue objeto la tribu urbana de los emos y que hace poco tuvo gran cobertura mediática). En fin, no se trata de descalificar un arte ligado al presente, pero huelga decir que la capacidad de generar empatías, de revelar conflictos de valores, de producir sacudimientos de conciencia exige mucho más que una literatura orientada programáticamente a vincularse con la actualidad.

 

Fuentes y la supervivencia literaria

La evaluación literaria es misteriosa: la posición de los artistas en el panteón literario responde a una mezcla azarosa de valores estéticos y morales; circunstancias políticas, económicas y editoriales; preferencias de entretenimiento y prejuicios de todo tipo. Por lo demás, la fama llama a la fama y una reputación inicial puede moldear la opinión crítica, crear blindajes y exigir monumentos culturales. La narrativa y los ensayos de Fuentes, siempre en la frontera entre el lenguaje literario y oratorio, pueden ser irregulares, autorreferentes y repetitivos, pueden generar molestia, pero lo cierto es que no hay en el panorama literario muchas obras que se le aproximen en su magnitud e intenciones. Es indiscutible que Carlos Fuentes se ha consolidado en el canon actual como el representante y el padre de la narrativa moderna mexicana y hay mucho de verdad en esa percepción: obras como La región más transparente, La muerte de Artemio Cruz y la imponente Terra nostra, por mencionar algunas de sus cartas magnas, crean y derrumban paradigmas, significan, a la vez, síntesis de sus ancestros domésticos y radicales parricidios; diálogos de tú a tú con la literatura moderna y cierto sabor local inconfundible; indagación en lo humano y apego a la monumentalidad. Podría decirse, y es verdad, que Yáñez y Rulfo ya habían introducido técnicas modernas en la literatura mexicana y que el proyecto de leer el país y la historia ya estaba prefigurado en Yáñez; sin embargo, la proyección e impulso artístico que le dio Fuentes a su empresa y la creación de un público no se le puede negar. La prominencia de Fuentes, pues, está garantizada por su enorme productividad, por el carácter sistemático y programático de su obra, por sus rasgos sintomáticos de escritor moderno y al mismo tiempo representativo de un territorio todavía exótico, pero, sobre todo, por sus grandes, aunque cada vez más escasos, momentos literarios. Con todo, como en muchas figuras abrigadas en la armadura de la consagración, se extraña una recepción más viva de su obra, que, sin deturpar a un escritor ejemplar en su vocación apasionada, en su capacidad de trabajo y en su pasión cívica, responda con reflejos más ágiles a una obra dinámica, llena de interrogaciones fecundas, pero también de clichés e inexactitudes, e intente dialogar con una figura que exige, para su cabal aprovechamiento, el disenso y la crítica.~

 

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(ciudad de México, 1964) es poeta y ensayista. Su libro más reciente es 'La pequeña tradición. Apuntes sobre literatura mexicana' (DGE|Equilibrista/UNAM, 2011).


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