Lya  Lys y Gaston Modot en La Edad de oro

Buñuel y la aventura surrealista/ y V

¿Acaso un film como La Edad de Oro no es hoy más que una obra obsoleta, desarmada, afantasmada, ya fechada, fichada y digerida por la historia del cine?
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En París y los años sesenta André Breton, nostálgico de los inicios del surrealismo y de sus obras y actos provocadores contra el establishment cultural, social y político de los años treinta, le dijo melancólicamente a su viejo amigo Buñuel: “Querido Luis, en estos tiempos ya nadie se escandaliza”.

En efecto: hoy, cuando sabemos de los campos de concentración y de exterminio que erigieron los dos estados totalitarios, el soviético y el nazi, ¿cómo escandalizarse de una película que blasfemaba, profanaba e incitaba a la revuelta moral desde la ficción? ¿Acaso un film como La Edad de Oro no es hoy más que una obra obsoleta, desarmada, afantasmada, ya fechada, fichada y digerida por la historia del cine?

Pero, ochenta y tantos años después de filmada, La Edad de Oro se mantiene viva pese a su condición histórica y circunstancialmente escandalosa. Si en su momento fue perturbadora, si motivó la cólera de la derecha y los bien pensants, si sus productores/mecenas, los vizcondes de Noaille, debieron ocultarla durante décadas porque estuvieron a unto de de que el Vaticano los excomulgara, si hoy es una obra catalogada en las cinetecas y serenamente visible en cineclubes o en videodiscos como un “clásico del séptimo arte”, continúa viva por su mirada corrosiva y libre, por su “salvaje” canto visual” sobre el conflicto entre lo social y lo individual, entre el orden y la aventura, entre la Realidad y el Deseo.

Se puede ver en La Edad de Oro la manifestación de un joven cineasta iracundo que lanza imágenes de choque hacia un  orden social y un código moral que le resultan odiosos, y es verdad que la provocación a través de la literatura y el arte resulta efímera, y además “en estos tiempos, nadie se escandaliza”, pero la película de Buñuel va más allá de un circunstancial espíritu de provocación. Hay en ella una mirada profunda e intensa que explora la lamentable o celebrable condición humana y que logra, mediante los ácidos poéticos, poner en crisis la imagen narcisista de un mundo social jerárquicamente existente, concebido e impuesto como el único posible. Despojándose de ilusiones celestiales o políticas, el protagonista sin nombre ni apellido (interpretado por Gaston Modot con desmesura gestual  y a veces con una ¿involuntaria? comicidad), abandona las convenciones sociales que lo condicionaban y emprende la revuelta contra todo lo que se opone a su deseo en la sociedad regida desde los altares jerárquicos del dinero, la patria y la religión. Ese hombre ha empezado a embriagarse de furia, a requerir la compañía de la mujer que por la torpeza erótica de ambos y por los prejuicios se había quedado demorada en el jardín, pero si apenas ha comenzado a musitar la glosolalia de la libertad, en él está brotando el salvaje de una mítica edad dorada en la que no había ni un Dios ni un amo servidos por sacerdotes y guerreros y en la que la pareja humana se formaba, no por explícito o implícito contrato social, sino por los poderes del Eros. Ese hombre autoexiliado de un prescrito e ilusorio paraíso social va descubriendo que el tiempo está sucio de la Historia dictada por jefes y mesías, por héroes autoerigidos en redentores, en legisladores de ideologías y credos, en mercaderes y censores de sueños.

Si La Edad de Oro es a la vez un panfleto y un manifiesto ayer provocadores, lo que en ella perdura es su electricidad poética. El genio de Buñuel hubo luego de pasar por una filmografía zigzagueante a causa de los inevitables compromisos con la industria fílmica, esa “fábrica de sueños” que rara vez son liberadores, pero logró crear una obra vibrante entre el delirio y la lucidez. Si en la juventud había dado dos películas enteramente surrealistas, luego, ya en la madurez, dio obras más ceñidas a un discurso de “la realidad” pero surcadas por las vetas de la poesía y del humor negro: Los olvidados, Él, Ensayo de un crimen, Nazarín, Viridiana, El ángel exterminador, El fantasma de la libertad, La vía Láctea, Ese oscuro objeto de deseo…

Con esos y otros títulos el poeta Buñuel traspasó los muros llevando en la mano la Rosa Saxífraga: la flor que quiebra las rocas.  

 

(Versión modificada del texto anteriormente publicado en Milenio Diario).

 

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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