Ilustración: Eva Vázquez

Breve historia del futuro europeo

Los fundadores de la Unión Europea habían vivido los efectos catastróficos del nacionalismo y desconfiaban de la capacidad del Estado nación para contener los fanatismos de la identidad. El olvido de esa idea inicial es una de las razones de la parálisis del proyecto europeo.
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Hegel dijo una vez: “también se puede morir por costumbre”.

Por supuesto, no cuestionaba la finitud biológica de la vida humana, sino que se refería a la naturaleza política y social del ser humano. Si uno vive totalmente inmerso en lo cotidiano, y se gana la vida “haciendo un trabajo servil, donde la herramienta se ha vuelto autónoma, en otras palabras una máquina”, esta “muerte por costumbre” se establece, “temblando frente a la muerte social”. Ese temblor es la agitación final de un movimiento histórico que ha encallado porque su intención y necesidad, es decir, el progreso en el espíritu de la libertad, ha caído en el olvido, y su objetivo, aunque provisional, se considera amenazador para lo familiar y por tanto se reprime.

Este fragmento de Elementos de la filosofía del derecho describe muy bien la actual situación moral de la Unión Europea, donde los derechos se vuelven a someter a la costumbre, y donde hay un componente de estatismo: ha detenido el proceso de la unificación europea. Lo único que todavía se mueve es el mero miedo al futuro, que se expresa en forma de resentimiento. Cuando sale a la calle, este resentimiento se denomina movimiento, pero solo es una necrología caricaturizada del ser humano como zoon politikon.

Sin embargo, hace medio siglo el futuro era brillante. La imagen del futuro, dibujada por los fundadores del proyecto europeo, era una obra maestra de la razón práctica en el espíritu de la Ilustración. Era radicalmente atrevida y vanguardista por su elegante claridad y lógica. Sus principios eran los derechos humanos y en concreto la necesidad humana de paz, seguridad social, oportunidades vitales y posibilidades de participación política. Era un proyecto de vida en dignidad.

“La obra de unidad que hemos comenzado, en la que trabajamos cada día, no es una idea esquemática ciegamente proyectada en el futuro, no es un sueño nebuloso. Es mucho más una realidad, porque se orienta hacia las realidades de Europa.” Son palabras de Walter Hallstein, el primer presidente de la Comisión Europea, en un discurso pronunciado en Roma en 1964 que atrajo mucha atención y ahora se ha olvidado.

Al leer el discurso hoy y reconstruir la realidad de la idea de la que hablaba, es imposible no sentirse sorprendido y fascinado. Revela los orígenes del miedo mortal de tantos europeos hacia Europa.

¿Qué eran las “realidades europeas”? Tras una guerra de treinta años (1914-1945) Europa estaba en ruinas. Muchos habían vivido la guerra franco-alemana, la obertura de la autodestrucción europea. Las personas que intentaban reconstruir Europa habían visto que los tratados de paz y las alianzas internacionales no podían garantizar la paz y la justicia. Esta experiencia había sido tan profunda que se podía convencer a la gente de que era posible alcanzar una paz duradera de un modo totalmente nuevo. Pero ¿cómo? Los fundadores del proyecto de la integración europea habían reconocido al agresor que había destruido la infraestructura del continente, que había causado sufrimiento y miseria a generaciones enteras, que era el responsable de los crímenes más horrendos contra la humanidad, hasta llegar a Auschwitz. El agresor era el nacionalismo, la inflamación ideológica de las naciones, la arrogancia que produce de manera inevitable conflictos permanentes con los intereses de otros países. Esos “intereses nacionales –escribía Jean Monnet– no son sino los miopes intereses económicos de las élites nacionales, cuya satisfacción, en términos económicos, entraña definir la población nacional, y las poblaciones de otras naciones, como pérdidas y convertirlas en víctimas”.

Crear paz en Europa era una ambición moral que todos podían compartir, pero Jean Monnet era consciente de que los llamamientos éticos y la confianza en el hartazgo de la guerra que sentía la gente no aportarían una seguridad más duradera que los tratados internacionales de paz. La idea, formulada como plan junto al ministro de Exteriores de Francia, Robert Schuman, iba a superar poco a poco el nacionalismo animando a las naciones a abandonar sus derechos de soberanía hasta que, igualmente vaciadas y privadas de su núcleo, dejasen de tener un futuro, lo que permitiría debilitar el nacionalismo de manera definitiva. Para que eso funcionara, las instituciones supranacionales tendrían que apoderarse gradualmente de las instituciones nacionales. El proceso empezó con la creación de una alta autoridad que regulaba la producción de carbón y acero en nombre de los Estados miembros. El carbón y el acero eran cruciales no solo para la guerra sino para la reconstrucción y la recuperación económica. Crear una autoridad supranacional que controlase esos productos, asegurando una distribución justa e impidiendo el rearme secreto, era el primer paso en el diseño de una evolución posnacional hacia la integración política y económica de las naciones europeas, que evitaría que se desviaran de ese camino y que finalmente superaría por completo las naciones.

“El nacionalismo ha destruido la cultura y la civilización europeas” (Stefan Zweig).

“Las naciones y sus instituciones políticas han demostrado de forma definitiva que no son aptas para la tarea de crear una paz y un imperio de la ley duraderos” (Jean Monnet).

“Sea lo que sea que decidamos e intentemos llevar a cabo en las nuevas instituciones, el objetivo es y sigue siendo la superación de las naciones y la organización de una Europa posnacional” (Walter Hallstein).

“Cuando pienso que los franceses, los alemanes, los belgas, los holandeses, los italianos y los luxemburgueses seguirán un conjunto común de reglas y por tanto verán sus problemas comunes a la misma luz, y que como resultado el comportamiento que tengan unos con otros cambiará de manera fundamental, me digo que las relaciones entre los europeos habrán hecho un progreso crucial” (Jean Monnet).

Ese progreso es un hecho objetivo, y la dinámica del proceso histórico iniciado entonces condujo, en muchos pasos pequeños pero constantes, a un progreso aún mayor. Por ejemplo, consideremos la eliminación de las fronteras nacionales en el espacio Schengen y la introducción de la primera moneda transnacional en la eurozona. Consideremos el mercado común, que ha producido una economía transnacional y la extinción de las economías nacionales, algo que los economistas nacionales y los políticos a los que asesoran todavía no han comprendido. De hecho, el proceso de la integración europea puede reivindicar el periodo de paz más largo en la historia de los países que participan en el proyecto.

Al mismo tiempo, ha ocurrido algo extraño. Los representantes políticos actuales y grandes partes del público han olvidado la razón histórica del proyecto, sus objetivos originales. ¿Sería capaz François Hollande de repetir la declaración de Mitterrand de que “le nationalisme, c’est la guerre”?* ¿Se atrevería Angela Merkel a deletrear siquiera las palabras de Hallstein: “el objetivo es la superación de las naciones”? Cualquiera puede responder en sueños la pregunta “¿Qué es la Unión Europea?” con “¡Un proyecto de paz!”, antes de bostezar y volverse a dormir. Pero la respuesta es menos de la mitad de la verdad. La verdad completa era y es: “Que garantiza una paz duradera a través de la superación de las naciones y de la creación de una Europa posnacional.”

“Proyecto de paz” es menos de la mitad de la verdad porque no dice cómo se puede garantizar la paz, y por tanto es vulnerable a los engaños ideológicos sobre la necesidad de la identidad nacional y la defensa de los intereses nacionales. La paz se da por sentada, pero lo que se defiende, y lo que se considera amenazado, no es la paz sino la costumbre. Es la costumbre de percibirse como perteneciente a una nación, y de entenderse a uno mismo y su posición en el mundo a partir de eso. Una de las cosas que se consideran amenazadas es la capacidad de los ciudadanos para participar en política, en otras palabras la propia democracia, que se ha enseñado como democracia nacional y como algo que solo puede concebirse de ese modo.

Si no oyes la música, parece que los bailarines están locos.

Gente que nunca ha conocido el significado del proyecto se da cuenta ahora de sus consecuencias y lo considera demente y amenazador. Los representantes políticos responsables de la política europea, elegidos nacionalmente, saben que su supervivencia política depende de que se ofrezcan a proteger intereses nacionales. En otras palabras: deben utilizar todos los medios para preservar la ficción de que los “intereses nacionales” son sinónimos de los intereses del electorado. De ese modo surge un círculo vicioso en Europa que denominamos “renacionalización”. El ímpetu hacia la renacionalización no viene de la extrema derecha, el clásico biotopo del nacionalismo, sino del centro político, inmanente al sistema.

Al reconstruir la idea de los padres fundadores del proyecto resulta claro por qué la mayoría de la gente considera una locura lo que eran conclusiones osadas pero esencialmente lógicas extraídas de la experiencia histórica: una superación de los Estados nación, una Europa que desarrolle una forma de organización política sin naciones. Para la mayoría de la gente de la actualidad, algo así es totalmente inconcebible.

Pero inconcebible… Nadie concebía que fuera a caer el muro de Berlín. El día anterior era inconcebible, y al día siguiente ocurrió. Era totalmente inconcebible que la Unión Soviética colapsara. Y lo hizo. Era deseable, era un elemento permanente de la agenda política del Occidente libre, se invocaba en los sermones de los domingos, pero era inimaginable que ocurriera de verdad. El objetivo se había convertido en un tópico, y el tópico había creado la fantasía política de que existía un mundo en el que gobernaban los tópicos, en vez de la ambición por hacer realidad lo que era posible. Y, sin embargo, lo inconcebible ocurrió. Sí, había sido una dinámica independiente, pero fue el resultado de un movimiento que se había puesto en marcha de forma política y se había invocado de manera reiterada. Una generación política que no aprende de eso es una generación perdida.

Todos los argumentos que defienden lo indispensable de la (auto)organización nacional han sido desmentidos por la historia hace mucho y, para aquellos que no conocen la historia, por la realidad y la experiencia contemporáneas.

La nación, dice un argumento familiar que se presenta de forma cada vez más agresiva, crea identidad, y esa cultura, historia, mentalidad y lengua compartidas son el medio para la solidaridad entre el individuo y el conjunto de la sociedad.

Ese argumento es una ficción. Si un idioma común fuera a constituir una identidad nacional, Austria tendría que ser parte de Alemania. Si la cultura histórica fuera el elemento aglutinador, el norte de Austria y el sur de Alemania serían una sola nación que excluiría el norte de Alemania y el sur de Austria. ¿Historia común? Según eso, Austria está más cerca de Hungría que de Alemania. Los habitantes de la ciudad tienen una mentalidad radicalmente diferente a la de los habitantes de los pueblos alpinos o de las llanuras rurales, al margen de las fronteras nacionales y de los idiomas. Para alguien de Viena, las ciudades de Bratislava, Budapest o Praga están más cerca, en términos de mentalidad histórica y de distancia geográfica, aunque son las capitales de otros países y aunque en ellas se hablan otros idiomas, que, digamos, Gföls en el Tirol o Feldkirch en Vorarlberg, cuyos habitantes tienen el mismo pasaporte que un vienés.

¿Y qué hay del argumento que dice que los Estados nación fueron los responsables de traer la democracia y el imperio de la ley y solo ellos pueden preservar esos logros? Eso no es tanto ficción ingenua como delirio histórico. En 1871, por ejemplo, ¿la gente libre se alegraba de estar unida en la nación alemana? No, fue un baño de sangre. Y, después de que las manos ensangrentadas se hubieran lavado, después de que la cota de malla que apestaba a muerte y putrefacción se hubiera guardado en el armario y los cascos se hubieran limpiado, ¿amaneció una nueva era democrática? ¿Bajo la espada de Bismarck, en medio de la lluvia de balas paramilitares, el terror del asesinato político y las ejecuciones sin justicia? ¿Son las leyes de emergencia el ideal del imperio de la ley? La verdad es que, hasta la fundación de la comunidad europea, la mayoría de los europeos había pasado más tiempo bajo tiranías políticas, totalitarismo, fascismo y guerra que como ciudadanos de naciones libres, democráticas y soberanas.

¿Las naciones alientan la unidad y la comunidad? Por supuesto, uno debe admitirlo… si está ciego. Solo entonces es posible creer en un vínculo común entre, por ejemplo, italianos del norte y el sur, o una unidad firme entre vascos, catalanes y la nación española, por no hablar de los irlandeses, los galeses y los escoceses, a quienes es bien sabido que todos vemos como felices británicos.

¿Y qué hay de la idea de que la base racional para la nación surgió en el desarrollo histórico hacia el Estado y hacia la organización política fundada en un ilustrado patriotismo constitucional? Esto también es una mezcla de ficción y autoengaño. Los movimientos migratorios actuales muestran que las naciones excluyen brutalmente a personas dispuestas a convertirse en patriotas de sus constituciones.

Hoy vemos que es posible movilizar rápidamente los rencores y agresiones nacionales contra, por ejemplo, “los griegos”, incluso en una sociedad como la alemana, que se considera ilustrada y políticamente correcta. Todo es una quimera, una ficción.

Se haga el análisis que se haga, uno encuentra la misma base racional para la construcción nacional: se trata de un paso histórico –acaso necesario– en el camino que el proyecto europeo fue el primero en recorrer pacíficamente. ¿Qué fue la construcción nacional alemana, por ejemplo? Cuarenta pequeños Estados se convirtieron en un mercado común con un conjunto común de reglas e instituciones políticas. ¿Quién respondería con seriedad que esto representa el final de la historia de la organización social y política de la humanidad? Inversamente, ante la experiencia histórica del nacionalsocialismo y las dinámicas que hoy son visibles, ¿quién diría que el nacionalismo se puede domesticar de manera definitiva?

Ya en 1850 Victor Hugo señaló que la construcción nacional francesa no era más que una etapa histórica. “Igual que Normandía, Bretaña, Borgoña y Alsacia, todas nuestras provincias, quedaron absorbidas en Francia, sin por ello renunciar a sus diversas ventajas y cualidades únicas”, todas las regiones y espacios culturales europeos acabarían confluyendo “en una utopía más elevada y formando una fraternidad europea”. Cuando Victor Hugo publicó su utopía, sus contemporáneos, meritorios críticos cuyos nombres hemos olvidado hoy, recomendaron que fuera enviado a la “torre de los locos”. Hoy diríamos el psiquiátrico. El ridículo fue inmenso. Veinte años más tarde llegó la guerra franco-alemana. Eso no fue tan divertido.

“Las divisiones entre los Estados europeos nunca han sido mayores que ahora: cada Estado se encierra en agresivo aislamiento, con leyes, medidas económicas y autarquía. Al mismo tiempo, todos son conscientes de que la economía europea y la política europea son un destino común y de que ningún país puede evitar una crisis mundial cerrándose al exterior […] Las dos cosmovisiones, el nacionalismo y el supranacionalismo, se enfrentan, los problemas ya no pueden esconderse, y pronto quedará claro si los Estados europeos insisten en su actual enemistad política y económica o si desean resolver por fin estos agotadores conflictos que consumen energía a través de una unificación completa en una organización supranacional. ¿Continuará Europa en este proceso de autodestrucción, o se unirá?” Stefan Zweig escribió estas palabras en 1932. Como sabemos, ocurrieron ambas cosas. Destrucción, que se volvió total y condujo a los más terribles crímenes contra la humanidad. Y después, como resultado de esas experiencias, el proceso de unificación.

Uno puede encontrar docenas de citas similares, de Novalis en adelante, que muestran que poetas, filósofos y espíritus libres a menudo estaban por delante de los llamados realistas, que no solo se sentían cómodos en lo familiar, sino que seguían defendiendo lo familiar incluso cuando ya no era cómodo sino letal. Esto muestra que lo que el espíritu de la época consideraba una locura –o, por decirlo de manera cortés, una utopía– obedecía con frecuencia a una racionalidad más permanente, o al menos a un anhelo humano más profundo, mientras que los pragmatistas siempre se hundían, muy pragmáticamente, con el mundo del que no podían imaginar una salida.

Por utópico que pueda parecer, el concepto de la necesaria expiración de las naciones y de una Europa posnacional no se puede describir como una utopía. Algo que ha sucedido a lo largo de sesenta años, en pasos concretos y en un lugar concreto, nuestro continente, no puede ser una utopía. Al contrario, a la luz de la experiencia histórica y de lo que vemos que ocurre hoy, la creencia de que las naciones se pueden rescatar y de que son las únicas capaces de garantizar la libertad, la autonomía, el imperio de la ley, la paz y la seguridad solo se puede describir como una utopía negativa. El mórbido poder de las naciones, la agresividad con la que afrontan su muerte diagnosticada, ha causado la actual crisis de la Unión Europa. Aunque las naciones ya no funcionan, todavía no existe una Europa posnacional desarrollada. Además, ahora nos da miedo imaginar algo así. Al mismo tiempo, es totalmente obvio que los parámetros de nuestras vidas, todos los procesos y cambios que debemos construir para no convertirnos en víctimas pasivas, son transnacionales desde hace tiempo. La cadena de la producción de valor es transnacional, como las inversiones y sus beneficios, la producción de energía, los problemas de seguridad, las comunicaciones, los peligros asociados a las tecnologías modernas de la comunicación –como la vigilancia y el control–, los problemas ecológicos, etc. Ninguno de ellos se detiene en las fronteras nacionales, ni puede gestionarse dentro de las fronteras nacionales ni en independencia soberana.

¿Está claro? No. Cuando uno lee el periódico, los posts y las cartas de ciudadanos preocupados o los resultados de las encuestas de opinión, ve que la ceguera histórica se convierte de forma dramática en una ceguera sobre el mundo contemporáneo. Todo lo que hace el ciudadano preocupado, todo lo que lo excita, todos los problemas sin resolver y los conflictos que arden quedamente y comienzan de nuevo, una y otra vez, con una violencia cada vez mayor, se interpretan como la prueba de que la ue no funciona y tampoco puede hacerlo. Al mismo tiempo, las exigencias de los gobiernos nacionales para que “esta realidad” se reconozca, para que la soberanía nacional y los llamados intereses nacionales se defiendan de manera más efectiva, se vuelven más agresivas y radicales. Y, sin embargo, son precisamente estos bloqueos nacionales de las medidas políticas comunes, la dirección constante del simbolismo político hacia los electorados nacionales, los que llevan hacia el bloqueo de la Unión entera y de cada miembro individual, hacia la impotencia política y el recurso desesperado y absurdo a métodos viejos e ineficaces. Lo que hoy llamamos crisis es exactamente eso: la contradicción improductiva entre el desarrollo posnacional y la renacionalización. Todo aquello de lo que hablamos con una creciente excitación es solo una sucesión de síntomas. O, como escribió Hegel: “Permanecer al borde del abismo es a menudo lo menos adecuado.”

Y sin embargo es razonable.

La evolución posnacional se ha convertido en una realidad objetiva global. Lo que llamamos globalización no es sino la gradual pérdida de poder del Estado nación. Pero Europa es el único continente donde esa pérdida de poder no solo está ocurriendo, sino donde, hace más de sesenta años, se puso en marcha como una decisión política consciente, desarrollada en pasos pequeños y controlados como una comunidad de solidaridad transnacional. Por eso Europa tiene más experiencia que cualquier otro lugar con la globalización. O, al menos, tenía más experiencia. Hoy está atrapada entre el ya no y el todavía no, paralizada en primer lugar por su cobardía para continuar el camino y en segundo por el miedo a la reacción; entre la amnesia por lo que significaba y la ausencia de imaginación con respecto hacia dónde va, entre el desarrollo posnacional y la tosca renacionalización.

Este bloqueo solo puede despejarse, esta crisis solo se puede resolver, reconstruyendo la idea del proyecto europeo. La historia que se necesita contar es ese “relato” ansiosamente buscado del que se supone que Europa carece, pero que en realidad solo ha sido reprimido. La idea de construir el primer continente transnacional, y al hacerlo convertirse en parte de una vanguardia ilustrada, sería lo suficientemente fascinante para aquellos cuyo maltrecho orgullo nacional necesita un remedio racional. Nadie que se atreva a considerarse humano quiere sentirse mejor excluyendo a otros de su grupo de pares; nadie que se atreva a considerarse humano quiere ser políticamente explotado en nombre de la solidaridad ideológica, repetir los errores del pasado, medir su éxito en las estadísticas de su nación. Lo que busca un ser humano no es la felicidad nacional, sino derechos humanos universales.

El compromiso del ciudadano preocupado no se muestra en una batalla fútil y cada vez más agresiva para rescatar la soberanía nacional, que consiste esencialmente en bramar eslóganes nacionalistas y populistas, sino en la ambición por influir en el proceso posnacional de manera democrática, en reforzar su legitimidad democrática, y en ejercer la imaginación con respecto a la formación de una República Europea.

Porque está claro que la conciencia, y la ambición de que los Estados nación soberanos deben morir, provoca una pregunta sobre la constitución europea posterior. Es fascinante analizar lo avanzada que era la visión de los fundadores del proyecto europeo, lo concreta que era su imaginación, lo arraigada que estaba en las “realidades europeas”. Por seguir citando el discurso de Walter Hallstein: “La realidad europea primaria, tal como la ve nuestro trabajo de unidad, son los europeos, los individuos europeos, como miembros de su familia, como miembros de una comunidad, de una región. Por tanto las comunidades europeas, cuyo objeto es ordenar la coexistencia de los europeos de una manera nueva y mejor, también son responsables de una política regional bien entendida.” La política regional pronto se convirtió en el núcleo de los esfuerzos políticos de Hallstein y Monnet. Para ellos, la región era la unidad política local para la administración de una Europa posnacional. La región forma la mentalidad de la gente, confiere identidad. Todo el mundo lo sabe, como un bávaro sabe que no es un prusiano, y que solo se sienten alemanes cuando los dos ven la previsión del tiempo en televisión… o, tras leer el periódico, en el odio común hacia “los” griegos. Es la región la que ha demostrado ser el único continuo social y cultural en una historia de fronteras nacionales que cambian arbitraria y constantemente. Es una característica de las regiones que ninguna nación en la que hayan entrado o donde hayan tenido que integrarse haya logrado romper su mentalidad y su cultura histórica. De manera inversa, a pesar de que se hayan dividido arbitrariamente tras la guerra o de que las fronteras nacionales las hayan escindido y separado, las regiones nunca han dejado de ser espacios culturales comunes. Y cuando las fronteras volvieron a abrirse o la ue las disolvió, han vuelto a aparecer rápida y claramente. Además, todas las regiones europeas tienen aproximadamente el mismo tamaño geográfico y cifras de población similares. Es el tamaño adecuado para hacerse una idea del conjunto, para comprender las realidades inmediatas de la vida, para participar en cuestiones de organización política –en otras palabras el compromiso político deseable de los ciudadanos–, para una democracia subsidiaria. Y eso es crucial para el desarrollo democrático de una república europea. En palabras de Walter Hallstein: “Si nuestra intención, a través de la creación de un mercado común, se limitara a liberar las fuerzas económicas, y trasladar las poblaciones al lugar donde su trabajo se puede convertir de manera más rápida en beneficio económico, estaríamos olvidando que el ser humano no es solo un Homo economicus o un Homo faber. No consideramos que el objetivo de las relaciones humanas resida en la maximización del producto social. Es precisamente aquí donde diferimos de los sistemas sin libertad.”

Ahora quiero repetir muy despacio cuál era la intención, la visión, el plan, el objetivo fundacional y la base razonable para el proyecto europeo. Fue un proyecto que ya no quería europeizar las colonias y derrotar a los competidores europeos, dispuesto a “sacrificar” a millones en el nombre de la ficción de una grandeza nacional. Más bien, “quería una Europa que, por primera vez en la historia, empezase a europeizarse a sí misma”, como dijo Susan Sontag hablando de la Unión Europea. Cuando esta idea entró en el Tratado de Lisboa en forma de la “Europa de las regiones”, los representantes formales la vieron como un tópico en el mejor de los casos. (Aunque ahora sabemos, por la experiencia de 1989, que los tópicos pueden asumir una fuerza histórica. ¡Oh, pobres, agonizantes representantes nacionales!) Sin embargo, cada vez que tenía la posibilidad de desarrollarse, la idea se ha demostrado con claridad. Un ejemplo: Tirol del sur. No hay duda de que la prosperidad y satisfacción de la gran mayoría de la población del Tirol del sur no puede atribuirse a su pertenencia a la nación italiana, sino a que es una región autónoma en una red libre europea. Por supuesto, hay gente en Tirol del sur que tiene razones para criticar la situación. Eso solo demuestra que, mientras no descubramos la puerta que da al paraíso, la democracia subsidiaria es la peor de las formas de gobierno, salvo todas las demás, incluyendo la democracia nacional.

La idea de una Europa de las regiones podría cumplir un principio de la Ilustración que se ha convertido en un gastado lugar común sin llegar nunca a realizarse por completo: el principio de la igualdad (de oportunidades). Libertad, igualdad, fraternidad: este es el tesoro que hemos heredado de la Revolución francesa, y que sigue representando el capital fundamental de nuestros esfuerzos políticos. Ese legado sigue siendo la ambición de una política ilustrada, pese a que los avariciosos herederos de la revolución, gente demasiado estúpida para entender su significado, la han distorsionado para su provecho y nuestra miseria: libertad con respecto a la responsabilidad social, igualdad en la mercantilización de la mano de obra, fraternidad para manipular los precios. Pensemos en las oportunidades de una vida. Mientras represente una diferencia enorme nacer en una nación grande, políticamente influyente y económicamente poderosa, o en una pequeña, política y económicamente irrelevante –en otras palabras, tener que ganarte la vida en Alemania o en una nación pequeña que ocupa media isla como Chipre–, la idea de igualdad es una broma. Como dijo Hallstein, “no debemos limitarnos a levantar anticuadas fronteras y permitir la libertad de movimiento para personas, bienes y capitales. Debemos abordar los desequilibrios tradicionales entre las regiones, no digamos los desequilibrios que se han desarrollado de manera más reciente. De lo contrario, acabaremos contradiciendo los objetivos del Tratado de Roma, que exigía que las diferencias económicas entre regiones individuales disminuyeran y que al mismo tiempo se protegieran las diferencias culturales. La responsabilidad regional y política de las comunidades no solo atañe a las áreas donde existe un peligro de superdesarrollo, sino también a las que están económicamente subdesarrolladas. Eso significa que, cuando llevamos a cabo nuestras medidas económicas o sociales, siempre debe haber un elemento político-regional en nuestras acciones. La política regional debe entrar en todas esas medidas. Sin embargo, lo contrario también es cierto: hacer políticas regionales implica las medidas políticas sociales y económicas del conjunto de Europa.”

No entiendo qué tiene de malo una comunidad transnacional de solidaridad, en una era en la que la globalización, aunque imparable, necesita que se le dé forma activamente. No entiendo por qué, después de todas nuestras experiencias con el nacionalismo, la superación del nacionalismo deba ser una mala idea. No entiendo por qué los líderes actuales se niegan a mencionar las ideas de sus predecesores. ¿Es olvido, malentendido, negación? ¿Por qué, cuando esas ideas indican salidas para una crisis con la que los líderes no han sabido tratar?

Oh, sí. Quieren ser reelegidos. Nacionalmente.

Hay algo claro. El Estado nación se desmorona. Cuanto antes nos acostumbremos, mejor será nuestro futuro democrático y autónomo.

De lo contrario habrá de nuevo hollín y cenizas por todas partes, sufrimiento, ruinas, chivos expiatorios asesinados en masa, los verdaderos pecadores muertos también. Consternados ante las ruinas humeantes, murmuraremos: Esto no debe volver a pasar.

La muerte por costumbre de la que hablaba Hegel. ~

 

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Traducción de Daniel Gascón.

Publicado en The European. A través de Eurozine.

 

 

 

 

 


* El 7 de octubre, después de la redacción de este texto, Hollande repitió las famosas palabras de Mitterrand en un discurso en el Parlamento Europeo. [Nota de la redacción.]

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(Viena, 1954) es escritor. En 2009 Alianza publicó su novela Don Juan de la Mancha. EN 2014 salió Heimat ist die schönse Utopie. Reden (wir) über Europa (Suhrkamp)


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