Big Bang mudo

El Big Bang sigue contando sus misterios a los científicos.
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En 1977 Leon Lederman, alumno de Albert Einstein, obtuvo el Premio Nobel por el descubrimiento de la partícula subatómica upsilon y uno de los seis quarks fundamentales, el bottom. De hecho, el quark bottom y su antiquark forman algo que se conoce como bottomio. La partícula descubierta en Fermilab por Leon es precisamente un bottomio en su estado de energía más baja.

Pero el camino no estuvo exento de tropiezos. Años antes Lederman y su grupo creían haber dado con algo gordo y su confianza era enorme; hubo revuelo, aunque semanas más tarde se dieron cuenta de que estaban equivocados. Por mucho tiempo entre los cazadores de partículas se usó la frase “oops, Leon!” para recordar el desaguisado. Era una invitación a no bajar la guardia, me dijo él un día, pues tenemos que saber que el problema grave no es caer en el error sino insistir en formular las preguntas inadecuadas e intrascendentes que nos llevaron a ello. “Muchas veces es un asunto de afinar la estrategia”, agregó.

Viene a cuento porque hace unos días los investigadores del experimento BICEP2 anunciaron que sus pruebas destinadas a apuntalar la teoría de la inflación cósmica no son tan sólidas como parecía meses atrás, cuando en marzo pasado dijeron haber detectado ecos del Big Bang. Mediante un telescopio ubicado en el Polo Sur captaron algo de la luz más antigua que es posible observar y confeccionaron su modelo a partir de esos datos. El asunto causó expectación e incluso se les mencionó como candidatos al Nobel.

De acuerdo a la teoría, luego de una trillonésima de una trillonésima de una trillonésima de segundo después del Big Bang, el Universo experimentó una súbita inflación, creando el espacio tridimensional y el tiempo. Es una manera de explicar por qué el espacio profundo se ve igual desde cualquier punto donde se le mire. Tan repentina expansión habría evitado alguna desigualdad.

La teoría inflacionaria se afianzó en la cosmología contemporánea cuando en 1965 Penzias y Wilson descubrieron de manera accidental la radiación de fondo en forma de microondas. No hace mucho la Agencia Espacial Europea publicó una imagen con los datos recabados por el telescopio espacial Planck, en donde puede verse con más detalle esta radiación de fondo permeando el horizonte cósmico. Dicho sea de paso, la novedosa información permitió precisar la edad del Universo, 13,820 mil millones de años, 50 millones más viejo de lo que se calculaba.

Según dicha teoría, semejante radiación electromagnética debería venir acompañada de ondas gravitacionales –“arrugas” en el tejido del espacio tiempo que habrían dejado una huella imborrable en la luz prístina. El grupo BICEP2 afirmó haber detectado una señal de tales ondas, polarización B la llaman, fenómeno en el que se dibuja un remolino característico, similar a como se comporta la radiación de fondo y el cual, afirman los expertos, no debe confundirse con los mismos tipos de polarización y patrones que se forman debido al polvo disperso en nuestra propia galaxia. Pero fue una falsa alarma. El Big Bang no ha revelado aún sus palabras clave.

Lo mismo sucede con la materia oscura, tema candente desde que el astrofísico suizo Stefan Zwicky observara, en 1933, una discrepancia entre la cantidad de luz que emitía un cúmulo galáctico muy lejano con respecto de su masa total, dato que puede deducirse al observar el movimiento relativo de las galaxias en cuestión y aplicando las leyes gravitacionales de Newton. Lo más sorprendente fue notar que casi todo el cúmulo no solo no emitía luz, ni siquiera radiación electromagnética. Y es que si en nuestro sistema el Sol pesa 700 veces más que todos los planetas y objetos que giran en su órbita, no era descabellado suponer que eso mismo sucedería en otras galaxias y estructuras mayores.

No es así, ahora sabemos que toda la materia radiante, desde estrellas, galaxias, hoyos negros, gas y polvo cósmicos, apenas conforma el 5% del Universo, el resto no solo esconde sus frases esenciales, sino que evade las claves de acceso para entender su alfabeto. Sabemos que debe haber algo que explique el comportamiento gravitacional de las galaxias, aunque aún somos incapaces de descubrirlo. Como me dijo alguna vez el astrofísico Carlos S. Frenk, la materia oscura podría estar constituida de huesos de zombies, de arañas fósiles, de tabiques gravitacionales. Bromas aparte, científicos como Lord Martin Rees piensan que podría tratarse de una nueva partícula escurridiza, parecida al neutrino. Los verdaderos fantasmas serían una clase de partícula elemental cuya masa interactúa solo con la gravedad y, quizá, con una de las cuatro fuerzas fundamentales, la fuerza electrodébil, que gobierna procesos como la radiactividad. Dado que dicha fuerza tiene un rango de acción muy estrecho, más pequeño que el de un solo nucleón, parece un buen inicio pues al menos explica, en principio, por qué la materia oscura sigue siendo un absoluto misterio.

Para verla pasar habrá que mirar con detalle el enorme vacío nuclear, discriminando al máximo cualquier otro tipo de partícula y radiación que se halle en las cercanías, lo cual es extremadamente difícil pues se espera que una partícula de materia oscura interactúe cada año o dos, en el mejor de los casos. Solo pensemos que un ser humano, entes radiactivos por excelencia, emitimos miles de rayos gamma cada segundo. Con todo, los detectores de hoy en día pueden aislarse de manera confiable.

El desafío mayor radica en la estrategia de detección. Los experimentos que tengan la osadía de buscar materia oscura deben considerar que su detector tiene que ser el más sereno del Universo, un bicho estable, exento de contaminación. Quienes lo están intentando han montado en SURF (Sanford Underground Research Facility, instalación localizada en Lead, Dakota del Sur) el experimento LUX. Un enorme contenedor con 368 kilogramos de gas xenón licuado y ultra purificado opera como un cintilador. Los átomos del gas que han adoptado el estado de licuefacción son convidados de piedra, día y noche, año tras año. Pero bastará con un parpadeo de alguno de ellos para que los investigadores sepan si por ahí pasó alguna partícula oscura.

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escritor y divulgador científico. Su libro más reciente es Nuevas ventanas al cosmos (loqueleo, 2020).


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