Bellas y bestias

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1

Cuando bajé del tren que me traía de Harvard y salí de Penn Station a una, sucia, transitada, bajo un mar de ventanas, ruidosa calle de Nueva York casi di gritos de alegría. ¿Quién va a entender, si allá en Harvard había estado tan contento que me apesadumbré al salir? ¿Será el placer de lo diferente, siempre perceptible?

 

2

La hermosa actriz de cine Natalie Wood se mira en el espejo y hace un mohín. Estamos en Zuma Beach, California.

–¿Qué quieres de cumpleaños? –le preguntan.

–Quiero ayer, eso quiero, ayer –responde. Había advertido al contemplar su cara en el espejo, como la madrastra de Blancanieves, que el tiempo pasaba aprisa y no en vano.

Natasha Wood, sí, no era de origen latino, sino ruso (hablaba el idioma); su nombre era Natalia Zacharenko, entraba en el camino fatal de la hermosura: aspirar a detener el tiempo.

No mucho después cayó al agua de un yate, el Splendour, en la noche, y murió ahogada. Nadie sabe qué pasó, pero se documenta que esa noche había bebido mucho, cosa de ningún modo raro en ella por aquellos días.

Un fragmento de novela de Madame de Staël (pronúnciese, dicen los que saben, stáil), titulado “Razones por las que Léontine de Ternan resolvió hacerse monja”, da comienzo con estos sonoros y contundentes acordes: “Fui alguna vez una mujer muy hermosa y ahora tengo cincuenta años de edad. Estos dos hechos por completo ordinarios han sido la causa de todo lo que he sentido en mi vida.”

Y ciertamente no gozar una belleza abrumadora en la juventud hace más sencillo y tranquilo eso que nunca puede ser ni es del todo feliz: envejecer.

 

3

Caminaba el otro día por el Lincoln Center, que es enorme, acababa de comprar unos boletos para una obra de teatro de Ariane Mnouchkine, la del envidiable teatro de la Cartoucherie de París, que se presenta en la Armory de Park Avenue en Nueva York, cuando oí que alguien que caminaba detrás de mí iba haciendo reproches a un acompañante.

–Ándale, no te atrases, tú siempre con tus cosas, eres agresivo pero de la peor especie: agresivo pasivo.

Seguían las recriminaciones a alguien que, silencioso, oía sin responder una palabra, en un admirable ejercicio de humildad, y yo comencé a sentir curiosidad de ver a quién se estaba dirigiendo el de la voz cantante, así que retrasé el paso y dejé que los otros me adelantaran.

Iban pasando y pude entender: habría sido milagro que el interlocutor respondiera porque era un perro, el hombre estaba hablando con su perro, un scotch terrier negro remilgoso y retobón, como se ve. Entendí al reprochador: había tenido un perro así, de nombre Timoteo, y nunca pude enseñarle nada.

–Tuve un perro como el tuyo, nunca aprendió nada, y no es que sean tontos estos animales, es que son necios –me explicó un entrenador de perros al que encontré cerca de la alberca de la Ciudad Universitaria.

Los americanos aman desmedidamente a los animales.

En la noche, terminaba de cenar unos chícharos en salsa roja, muy picosa, de comida hindú, cuando vi pasar a una mujer ya mayor que sacaba a pasear, en un carrito arreglado con cajas, a su pájaro en una jaula. Como otros muchos en la isla llevan perros a pasear, ella sacaba a su pájaro a dar la vuela. Era el atardecer, la mujer era seria y poco amable, y el pájaro, una especie de loro pequeño, raro, muy colorido, hermoso y nunca visto, al menos por mí.

El amor a los animales está ligado, claro, a la soledad tan intensa en esta sociedad de individualismo radical (y también, creo, el consumo de sustancias enervantes, tan alto).

 

4

Nada dura para siempre, ni la gloria artística. De Francis Bacon, pintor admiradísimo, cuyos cuadros cuestan como oro molido y han ido a engalanar todos los museos, escribe ahora Jed Perl, crítico de arte de The New Republic, que, pese a la reñidísima competencia, estima que Bacon puede considerarse el peor pintor del siglo XX.

El museo metropolitano presenta una gran exhibición de este hoy discutido maestro, muestra que ciertamente no ha levantado los elogios unánimes de otros tiempos, aunque nadie ha llevado tan lejos la crítica como Perl.

Perl publicó el año pasado un librito no sólo muy capaz, sino muy divertido sobre el inmenso maestro del siglo XVIII, Antoine Watteau. El libro es original: está dispuesto como diccionario. La primera entrada es actores: “las pinturas de Watteau están saturadas de la vida del teatro”; la última es Zeuxis, el más célebre de los pintores de la Grecia clásica, de quien se dice, pues no se conserva ninguna de sus obras, que “fue maestro de la atmósfera, de la luz de sol, de las sombras, famoso por un estudio de familia de centauros que era, tal vez, una primitiva escena pastoral”.

Bacon pintaba al revés, no construyendo, sino destruyendo, tachando furiosamente lo que llevaba pintado. Y en algún momento se detenía en esa masacre pictórica y el cuadro estaba terminado. ~

 

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(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.


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