Balance del bicentenario mexicano

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Aplausos bicentenarios

RICARDO CAYUELA GALLY

 

Camino sonámbulo entre botellas vacías, confeti sucio, vidrios rotos y globos desinflados. Un borracho dormita aún en mitad de la calle y el olor a tabaco y vómito, alcohol y pólvora, lo dice todo: aquí hubo una fiesta mexicana. Relojes gigantes, construidos para dar la cuenta atrás, no saben qué marcar y miles de trajes típicos esperan en húmedas bodegas  un futuro museo, inútil y vacuo antes de nacer. Típico. Un coloso descansa desmembrado en un lote baldío. México celebró doscientos.

¿Qué hicimos? ¿Por qué no fuimos capaces de hacer del bicentenario un punto de inflexión en nuestro desarrollo? ¿A poco no sabíamos que el 16 de septiembre del 2010 cumpliríamos dos siglos? ¿Nos tomó por sorpresa y hubo que hacerlo todo a tontas y locas? ¿No son fechas así la oportunidad que espera todo líder para proponer metas ambiciosas, movilizar las energías ocultas de una sociedad, y cumplirlas solemnemente? ¿Es aceptable que no hayan sido capaces ni siquiera de inaugurar una estela de luz, un parque botánico –por otra parte, ambos proyectos mal concebidos?

Desde el primer día del gobierno de Vicente Fox, amparado en la legitimidad de la democracia, se debió haber hecho un plan concreto para llegar a ese día con la tarea hecha y convocar a toda la sociedad a sumarse a un objetivo claro, simple, inobjetable. Pero no tuvo tiempo: lo distrajo la dislalia de su vocera, con quien se casó a inicios de su gobierno. ¿O fue la detenida lectura de las obras completas de José Luis Borgues?

¿Se imaginan esta estampa?: el presidente de México abre el grifo del último pueblo del país sin agua potable en la mañana del 15 de setiembre de 2010. Al mediodía corta el listón del único municipio que aún no tenía clínica médica. Por la tarde, sube el switch de la más remota ranchería, última población sin luz. Y en la noche, entonces sí, a gritar los “vivas” que se quieran.

Carajo, ¿a poco no sabían que la “polis es la obra de arte de la política”?

Al caos del gobierno, rebasado por la violencia y su propia falta de peso, se sumó el desdén de la sociedad civil, el boicot de los poderes locales, el rifirrafe de los partidos políticos, la codicia de los grandes empresarios, la retórica de los académicos y el refinado mal gusto de las televisoras privadas. Una comisión sin atributos ni presupuesto, descabezada dos veces sin razón y encabezada al final por un ser sin razón, hizo el resto. La crisis por la influenza porcina y la cochina influencia de la crisis pusieron la puntilla. Y el resultado salta a la vista: un desfile sin ritmo, un carnaval sin trasgresiones, una pachanga sin gente y una inauguración Olímpica para unas olimpiadas inexistentes.

Plap, plap, plap: aplausos bicentenarios.

Don Porfirio, que fue un criminal muy abusado, quiso hacer del centenario de la Independencia el epitafio sideral de su gobierno. Y lo organizó a consciencia. El país se llenó de obras públicas. En las ciudades, red eléctrica y sistema de alcantarillas, verdaderas proezas en aquel entonces; en las costas, faros y puertos bien dragados; y el campo todo surcado, pero por nuevas vías de ferrocarril. Presas y calzadas brotaron como setas. Un teatro para cada capital. Y un desfile temático que era un prodigio de osadía para su época (repito, para su época). Hubo hojarasca: banquetes, bailes de gala, exhibiciones de globos aerostáticos y recepciones diplomáticas (con pulque). El nuevo Palacio Legislativo quedó inconcluso y su argamasa es hoy el monumento a la Revolución (semiólogos, abstenerse). Pero había un proyecto, un plan de acción, y se cumplió.  Eso sí, tras la mascarada y el papel pinocho, todo saltó por los aires. Tengo para mí que en el Plan de San Luis, del 5 de octubre de 1910, en que Francisco I. Madero llama a la lucha armada, desmintiendo su credo pacifista y los postulados reformistas de su célebre libro (La sucesión presidencial), influyó mucho la apoteosis del centenario. La idea implícita de que estaba todo atado y bien atado (valga la ucronía) fue el aliciente último que necesitaba Madero para decidirse a contestar violentamente al régimen. La apuesta le salió bien. La sangre derramada fue poca y acotada a ciertas batallas clave. Su investidura fue legitimada por el voto masivo de los mexicanos.

Sin embargo, el gobierno de Madero estaba condenado: en un extremo, los rebeldes que lo llevaron a Palacio Nacional presionaban para que se radicalizara; en el otro, los poderes fácticos aún activos del Porfiriato amenazaban con derrocarlo. Y en medio, una sociedad atenazada por décadas descubre el suave licor de la libertad y se emborracha. Al norte, un vecino abusivo. Y al sur, un caudillo irreductible. El golpe de Estado de Victoriano Huerta, la brutalidad del asesinato de Madero y los demonios sueltos de un país en crisis consigo mismo explican, aunque sea parcialmente, las dos décadas de guerra civil que se sucederán y que por pereza mental seguimos llamando Revolución mexicana. En 1934, México alcanza el nivel de riqueza que tenía el 15 de septiembre de 1910. Eso sí, mucho más poblado. 

Ante estos hechos, ¿qué debió hacer un gobierno democrático, encabezado por un partido político que nació justamente para contestar en las urnas el poder revolucionario? Al menos, pienso yo, cuestionar el mito, proponer otra lectura del pasado al país y de su gesta armada. Una mirada compleja y serena. Una lectura que rescate los hechos oprobiosos del poder revolucionario, como aquellos que darán origen a la Guerra Cristera. Una pedagogía a favor de los héroes cívicos, que dedicaron su vida a hacer más rica la hacienda pública, y no de los héroes de bronce, cegadores de vidas y haciendas. Abjurar de la lógica política que ensalza la lucha armada sin reparar en sus consecuencias y que sigue condicionando el prisma con que miramos nuestro presente. Abjurar, pues, del mantel con olor a pólvora. Y ante esa posibilidad, ¿qué hicieron?: una estatua ecuestre de Madero para rivalizar con los eternos jinetes de Villa y Zapata.

Ante el segundo aluvión de héroes, ahora centenarios, todos a caballo y con el gatillo fácil, el gobierno tiró la toalla y prefirió repetir mecánicamente “Viva la Revolución” que dar la batalla de las ideas. No pudo, o no quiso, entender que por más que se desgañite, se disfrace de Adelita y se ponga unas cartucheras de hojalata, se le ve la peluca de Edmund Burke, la alargada sombra de Chateaubriand y la sonrisa irónica de Francisco Bulnes. ~

El (espectacular) fin de la historia

RAFAEL LEMUS

 

Por lo demás, me es odioso todo aquello que únicamente me instruye sin acrecentar mi actividad o animarla de inmediato.

J. W. Goethe, citado por F. Nietzsche al inicio de la “Segunda consideración intempestiva”

 

Si hubiera prevalecido la razón, habríamos celebrado modestamente. Al fin y al cabo el país no cumplía doscientos años de vida independiente: solo 189. Al fin y al cabo esa cifra, el número 200, no tiene más ni menos relevancia que cualquier otra cifra. Al fin y al cabo la coincidencia de las dos fechas, el bicentenario del inicio de la lucha de Independencia y el centenario del inicio de la Revolución, no era más que eso: una coincidencia, una casualidad que no merecía tanto alboroto. Pero ya se sabe que la razón rara vez prevalece dentro del Estado mexicano y que este decidió invertir todo un año y miles de millones de pesos en celebrar a lo grande –entiéndase: espectacularmente– una mentira (los doscientos años), una superstición (el culto a las cifras redondas) y un accidente (la azarosa sincronía de los dos acontecimientos). Ahora bien: ya tomada la decisión de festejar, ¿no se podía haber procurado que los festejos tuvieran duraderas consecuencias prácticas? Desde luego: obras públicas. Pero también eso que, según los mitólogos, provocan las grandes fiestas: renovación del tejido social, tonificación de los individuos.

Rememorar la historia, lo explicó Nietzsche en su segunda consideración intempestiva (“Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida”, 1874), sirve para fortalecer la vida o sirve para debilitarla. Una de dos: o se recurre al pasado para identificar procesos abiertos y comprometerse con tareas pendientes y adherirse a ciertas causas, o se recurre a él para concluir que ya todo está hecho y terminado y que la acción individual y colectiva es, por tanto, innecesaria. Dicho de otro modo: o uno emplea la historia para nutrir y potenciar sus proyectos actuales o la historia nos devora y sobresatura y paraliza.

Piénsese, claro, en Funes, el célebre personaje de Borges: lo recuerda todo pero está tullido y no crea un carajo. Piénsese, también, en esos historiadores-anticuarios que tanto criticaba Nietzsche: saturados de datos y baratijas, apenas si son capaces de producir algo útil para el presente. Aquí hay que tomar un riesgo y afirmar de una vez: luego de la experiencia de 2010, luego de la absurda fiebre bicentenaria, luego del delirio conmemorativo auspiciado principalmente por el gobierno federal, debe de haber millones de mexicanos en un estado de rumia semejante al de Funes –ciudadanos exhaustos, abotagados, desactivados. ¿O es que de verdad yo soy el único que se siente –otra vez Nietzsche– “cansado de historia” y más o menos desprovisto de esa “fuerza plástica” necesaria para convertir la historia en algo vital?

El problema no es solo la sobresaturación histórica –aunque vaya que es un problema. El problema es, sobre todo, ese sesgo monumental que el Estado mexicano imprimió a la historia durante todo el año. Desde luego que casi todos los Estados actúan de la misma forma y, en vez de ocuparse de los procesos y accidentes históricos, atienden los grandes hechos y a los grandes héroes. Desde luego que de ese modo, reduciendo la trama a unos cuantos personajes y eventos, les es más fácil crear una ilusión de armonía y continuidad, esa sensación de que todo embona y corresponde y de que el régimen actual está ahí porque justo ahí debería estar. Sin embargo, aunque es lerda y pesada, la historia monumental no siempre oprime. Como sabía Nietzsche, en ciertas circunstancias puede hasta alentar la acción: puede mostrar que los grandes hombres y las grandes épicas existieron, fueron posibles, y por tanto podrían ser posibles de nuevo. El asunto es que, si esa historia monumental no se acompaña de medidas que fomenten la acción, nada más inhibe: acrecienta la distancia entre los individuos y los héroes, confunde los hechos con los mitos y hace ver la historia como algo distante, ajeno, inalterable.

Hay que decirlo ya: en 2010 el gobierno federal mexicano empleó las celebraciones del bicentenario y el centenario como un arma contra los ciudadanos, como un instrumento para inhibirlos y desactivarlos. No importa si esto se hizo deliberada o inconscientemente: lo importante es que las prácticas y los discursos con que el régimen celebró estas fechas tendieron a marginar al individuo de los procesos históricos –es decir: a negar su potencia como agente histórico. ¿De qué manera se hizo esto? Bastante fácil: convirtiendo la historia en un espectáculo, en un simulacro montado por unos pocos y contemplado pasivamente por el resto. En ningún momento el gobierno federal concibió la historia como un proceso abierto y cargado de desafíos para el presente: era un libreto ya concluido y listo para ser representado. En ningún momento se pensó en representaciones pequeñas y locales: se planeó desde el principio un espectáculo masivo y, peor, diseñado para los televisores. En vez de azuzar la participación popular y promover que las distintas comunidades celebraran a su manera, se contrató, ay, a un tosco promotor de espectáculos. En lugar de reformar –digamos– el absurdo reglamento que rige el uso de los símbolos patrios y organizar –digamos– un concurso en que el himno nacional fuera interpretado de diferentes maneras, se premió una cancioncita perpetrada por, ay, Aleks Syntek. Es obvio que todo estuvo planeado para lucir un momento en las pantallas –¡los carritos alegóricos, los rayos láser, los fuegos artificiales!– y desaparecer al siguiente sin dejar huella alguna en el mundo material.

¿Los ciudadanos? Bien, gracias. Del otro lado de la pantalla: sonriendo y aplaudiendo –contemplando como espectadores la función, mirando desde lejos procesos que en realidad les atañen íntimamente. Si se convocó a algunos, fue solo para que desempeñaran un papel nimio y ya establecido en el espectáculo: mano derecha arriba, pie izquierdo adelante. En cualquier caso, ciudadanos demudados, impotentes. Como ese adefesio de papel cartón levantado en el Zócalo, llamado el Coloso, que según los organizadores representaba el espíritu combativo de los mexicanos y que no casualmente tenía una bota abollada y una espada rota, inservible. Pero no solo le faltaba filo a la espada del Coloso: toda la celebración del bicentenario, y muy especialmente la función montada el 15 de septiembre en el Zócalo de la ciudad de México, fue de lo más chata. Eso es lo que suele suceder cuando se representan, en clave espectacular, los hechos históricos: se liman sus tensiones y contradicciones, se evapora su sentido, se privilegia el disfraz y el decorado. Dicho de otra manera: se representa la historia precisamente para desactivarla, para convertir los procesos en gestos y ademanes. Si no se cree, recuérdese la mañana del pasado 16 de septiembre. Tan bonita mañana: el presidente Calderón repite, en el pueblo de Dolores, las palabras con que Hidalgo llamó allí mismo, doscientos años antes, al levantamiento armado. ¿Que para qué repite esas palabras el mismísimo jefe de las instituciones? Es obvio: para designificarlas, para terminar de apagarlas.

La pregunta es por qué: ¿por qué el gobierno federal aprovechó la oportunidad para promover la anemia ciudadana, la proliferación de espectadores? En el fondo, porque no cree necesitar de ciudadanos poderosos y activos, capaces de transformar el mundo material y de hacer, de paso, historia. Para ellos, los representantes y beneficiarios del régimen, Francis Fukuyama tenía razón: la historia ha terminado. A esto –aseguran– queríamos llegar: a una sociedad liberal de mercado. Este es el fin: nosotros somos, aunque no lo parezca, el triunfo de la historia. Está claro que el gobierno federal comete aquí, bastante convenientemente, esa pifia que Michel Foucault detectó en su ensayo “Nietzsche, la genealogía, la historia”: dar cuenta del pasado a través del término final, suponer que todos los acontecimientos históricos no tuvieron más objetivo que imponer el régimen actual, empoderar a sus operadores. Ejemplo de ello es la manera en que Calderón interpretó –o mejor: deformó, mutiló– la Revolución mexicana en su discurso del 20 de noviembre: como si la Revolución hubiera sido obra casi exclusiva de Madero, un movimiento eminentemente político que no perseguía tanto la redistribución de los recursos como la aplicación de esos mecanismos democráticos (elecciones, representación) que hoy aplicamos. Es decir: como si las demandas revolucionarias hubieran sido cabalmente satisfechas, como si también ese expediente estuviera ya cerrado y resuelto.

¿Qué queda por hacer? Según el gobierno federal, nada memorable. Los deseos de nuestros antepasados –se repitió en los discursos, se sugirió en las celebraciones– se han cumplido y a nosotros ya no nos toca sino depurar y gozar lo conquistado. Cuando mucho hay que defender nuestra herencia de aquellos –narcotraficantes, populistas, radicales– que amenazan con destruirla:

 

Hay generaciones en la historia [dijo Calderón el 22 de diciembre, en el 195 aniversario de Morelos] a las que les corresponde luchar por la libertad, pero hay otras que deben luchar por preservar esa libertad.

A la generación de 1810 le tocó conquistar los derechos de los mexicanos.

Qué nos tocará hacer ahora a nosotros. Estoy seguro que a la generación del bicentenario nos toca proteger y preservar, con todas nuestras fuerzas, con todo el poder del Estado, esas libertades, este patrimonio invaluable, por el cual derramaron su sangre Hidalgo, Morelos y otros tantos valientes, a quienes hemos conmemorado, precisamente, en este Año de la Patria, el 2010, año del bicentenario de la Independencia, y del centenario de la Revolución mexicana.

 

Entonces: no crear ni transformar y ni siquiera renovar; proteger y preservar, cuidar el legado de otros valientes. Pero ¿esto –conservar y pulir el estado actual de las cosas– es en verdad suficiente? ¿Se puede animar y seducir a millones de mexicanos ofreciéndoles tan solo ese desafío? ¿Se puede mantener la ilusión de una nación vital y pujante –el proyecto México– con un relato histórico así de blando? Por supuesto que no –y ya se ve que cada año decenas de miles de mexicanos desertan de esa lánguida idea de nación y sencillamente cruzan la línea: del país, de la legalidad. Nietzsche otra vez, una última vez: “Esta es una ley general: todo lo vivo solo puede ser sano, fuerte y productivo si alcanza a atisbar un horizonte.” ~

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(ciudad de México, 1969) ensayista.


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