Aprender arte en Londres: el Karaoke

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Al tratar de imaginar la escuela de arte ideal, uno se enfrenta con diversos problemas de difícil solución. Entre otros, con el desagradable hecho de que el arte no se aprende; lo único que se puede aprender son las técnicas (tanto materiales como teóricas) con las que uno puede trabajar ahora.
     Idealmente las escuelas deberían ser lugares en los que una comunidad de jóvenes tuviera a su disposición todo aquello que necesitase para poder crear objetos (con o sin “aura”), empezando por un espacio adecuado (requisito fundamental, por ejemplo, en las instalaciones) y siguiendo por una biblioteca bien equipada, toda clase de catálogos de arte, pero también libros de otras materias, ya que el arte actual nace de la “hibridación” de distintos campos: la filosofía (innegable informadora de lo actual), la ciencia (terreno arduo para el estudiante de arte, quien, al elegir esta vía, ha realizado las más de las veces una huida de las mal llamadas “ciencias exactas”), la historia (terreno lleno de estiércol y por tanto bueno para el cultivo), la antropología, la sociología…
     Lo mejor del sistema inglés es la libertad que otorga al estudiante. Uno debe hallar en sí mismo los temas, las técnicas y, más difícil todavía, el porqué de lo que hace. Esto es sumamente difícil si uno no está acostumbrado a ser autodidacta; los estudiantes son, en su mayoría, demasiado jóvenes para afrontar esa “libertad” (tanta libertad) y más si tenemos en cuenta el momento actual, en el que el “todo vale” es la regla general.
     Ese es el eje sobre el que gira el problema de la buena educación artística, a saber, la posibilidad de establecer unos criterios con los que poder juzgar el arte, siendo algo extremadamente subjetivo y volviendo así al “todo vale” (y a juzgar por lo que se ve en ciertas galerías, de cuyo nombre no me quiero acordar, así es).
     Como consecuencia de todo lo anterior cabe preguntarse: ¿cómo se puede enseñar algo para lo que no hay criterio objetivo alguno? y ¿cómo se puede comprobar su correcto aprendizaje? Bien, pues no lo sé.
     Lo que se hace en Inglaterra es cuestionar al alumno sobre cualquier cosa cuestionable. Esta permanente puesta en cuestión es muy saludable, hasta cierto punto. También puede llegar a un extremo en que el cuestionamiento teórico deje de ser útil y se convierta en algo paralizante. Si cualquier decisión tiene una consecuencia teórica irremediable (tamaño del cuadro, técnica, temática, etcétera…), uno fácilmente puede optar por dejar de “hacer” objetos y dedicarse a hacer teorías (como hacen muchos), consumando así el deslizamiento desde la obra en sí hacia sus promesas interpretativas. La insistencia en el aspecto teórico de la práctica artística es el común denominador de lo que se realiza en Inglaterra (particularmente en Goldsmiths).
     En las universidades inglesas uno no tiene clases de técnicas “antiguas” (a diferencia de los sistemas continentales). El estudiante tiene a su disposición tiempo (lo cual, junto con el dinero, todo lo puede), así como a una serie de tutores que le pueden ayudar, comentando lo que el pobre (también en el sentido monetario) alumno hace. Dichos tutores suelen ser artistas que compaginan la práctica con la enseñanza. Como casi ya no quedan profesores vocacionales y el vil metal lo dirige todo, estos jóvenes artistas-profesores suelen ser aquellos que, por obra y gracia del mercado (único juez sobre lo que vale y lo que no vale), no consiguen vivir de su práctica artística y necesitan compaginarla con este ingrato, aunque bien pagado, pluriempleo.
     Ello tiene varias consecuencias: estos tutores suelen rondar la treintena, y si, como quien dice, el alumno se ha entretenido un poco, las edades de ambos se rozan. Así, para este envejecido alumno resultará un poco difícil hallarse con una especie de hermano mayor sentado en la docta tribuna. La transmisión de consejos es más difícil si no existe un salto generacional de por medio. Para que el alumno respete al profesor deben establecerse jerarquías de “sabiduría”; si no, el alumno, por su juventud y su incierto futuro, no podrá, ni querrá, aceptar consejo alguno.
     El cuestionamiento por parte de los tutores se expone siempre desde su punto de vista personal. Como ellos también suelen ser artistas, la posible defensa de su obra por parte del alumno puede suponer el rechazo implícito de la del profesor. Si un alumno pronuncia la frase: “Hago cuadros al óleo, porque la fotografía no me interesa”, ante un tutor cuya obra es enteramente fotográfica, ese acto será percibido como una provocación insultante y no como una afirmación de las legítimas preferencias del estudiante, creándose así una especie de animosidad recíproca. El estudiante que sepa lo que quiere hacer deberá andar con sumo cuidado al enunciar sus prioridades y sus opiniones, que, sin embargo, son requeridas por la propia institución como absolutamente necesarias, por una especie de progresismo democrático muy bien intencionado pero de difícil puesta en práctica.
     Como todo vale, el estudiante aprenderá a defender su opción con el manejo de diversas armas, las espadas teóricas del buen posmoderno. Citar a algún filosofo francés siempre causa buena impresión; aquí están obsesionados con todo lo que suene a francés. ¿Será por esa amistad infectada de odio que mantienen con sus vecinos? ¿O quizás porque citar algún término en francés ayuda a ligar? Lyotard, Deleuze, Derrida, etcétera, les suenan a serio. Por supuesto, otra arma imprescindible es el manejo de la lengua inglesa (con la consecuente desventaja del foráneo). Con ella el estudiante aprenderá a matizar sus opiniones, utilizando la suave hipocresía del que dice lo mismo de muchas formas distintas, hasta que al interlocutor lo amargo le sepa a dulce.
     A veces las preguntas teóricas se convierten en una especie de farsa cómica que se muerde la cola: el estudiante será interrogado por su elección del color amarillo en su cuadro. Deberá entonces utilizar las armas a que aludíamos para encontrar una respuesta que deje satisfechos a los tutores; mientras no lo consiga, no hallará el reposo teórico. Así, como ya puede imaginarse, antes de empezar a pintar el pobre estudiante quizás tendrá temblores frente al cuadro en blanco: tan puro será ese vacío y tan difícil aplicar la pintura, con todas las implicaciones que serán diagnosticadas y analizadas por los tutores, que… el color amarillo acabará siendo descartado, salvo que el estudiante sea consciente (y, más difícil todavía, pueda explicarlo) de todo lo que ese color implica teóricamente.
     Por supuesto, esto produce una parálisis creativa que el estudiante sólo puede superar si está convencido de lo que hace y no le da demasiada importancia a los comentarios de los tutores; es decir, si el aprendiz olvida de inmediato lo que aprende (esa manera de mirar lo que uno hace como si fuese un espectador muy crítico que desconoce al creador) y se enfrenta a aquellos que se supone que le enseñan (es decir, a las opiniones de los tutores). Lo mejor del aprendizaje es, por lo tanto, aprender a no aprender.
     El estudiante recibirá opiniones y consejos completamente distintos según el tutor que esté sentado delante de él, desde el que le recomienda que deje de pintar al óleo, por ejemplo, hasta el que le ruega que nunca pinte con acrílico, o que mejor haga fotografías, o el que le asegura que su obra es muy “anal”, o puede también encontrarse con un tutor con resaca. Así que el estudiante deberá estar preparado para cualquier cosa, incluso para que guste lo que hace (¡a veces también ocurre!).
     En consecuencia, resulta muy recomendable saber quién es quién; es decir, saber qué hace el tutor en cuestión. ¿Será un pintor de textos? ¿O quizás un fotógrafo documental? ¿O, mejor todavía, una feminista “performativa”? Lo más recomendable es mirar en Internet para saber de qué pie cojea (aquí el anonimato es vital, ya que rara vez el tutor te dirá qué hace, y, aunque lo diga, nunca será más que una aproximación de lo que le gustaría hacer). Sabiéndolo, uno se ahorrará, quizás, muchos disgustos y podrá medir mejor sus palabras y opiniones. Pese a que resulte triste, que el alumno deba ejercer este control permanente sobre sus propias opiniones y que al pesar sus palabras deba ejercer de “político” fuera de contexto es útil y ventajoso si se encuentra la manera de hablar con tacto, pero sin dejar de decir y pensar lo que uno cree que cree.
     En este sentido, la permanente autocrítica es lo que definiría el aprendizaje artístico en el sistema inglés, siendo la ausencia de profundización en los aspectos técnicos (y manuales) la parte más negativa. Pese a todo ello el estudiante aprenderá y mucho, pero este aprendizaje no siempre se dará en la universidad. Probablemente el estudiante exiliado, y, repito, pobre, aprenderá casi sin darse cuenta, sin querer, paseando y observando a la siempre desconcertante fauna humana que puebla Londres… Explicándole por qué las novias van de blanco a un japonés, o contándole a un americano quién es Zidane, o incluso yendo a un pub inglés con karaoke, acompañado de un equipo femenino alemán de voleibol, será entonces cuando aprenderá a relativizarse a sí mismo y a sus ideas. Y sólo entonces estará aprendiendo. ~

     — Barcelona, 2002

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