Aníbal

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En las noches de este verano insoportable el ventilador gira en un tono monocorde, como si confesara su derrota ante el aire detenido. Por algún efecto acústico, de pronto parece traer palabras, el llanto de una niña, una tos lejana. Resulta asombroso que la percepción pueda entorpecerse al grado de confundir el ruido de las aspas con un quejido que reclama algo.
     En ocasiones, los recuerdos llegan como las falsas voces del ventilador: nítidos, inquietantes, hasta que pierden consistencia y uno se pregunta si en verdad existieron o fueron removidos de la nada por las vacilantes aspas de la mente.
     Hace 43 años yo tenía 4. Entonces pasó algo cuyo sentido ignoro pero que insiste en ganar presencia. Éramos niños burgueses del Colegio Alemán. Las fotos de aquel tiempo traicionan un poco nuestra condición. Usábamos ropas bastante malas y dispares; alguien tenía un gorro tejido, otro calcetas gruesas, vencidas sobre los tobillos, otro más un pantalón remendado como una pelota de béisbol. Ninguna prenda se ajustaba bien al cuerpo; se diría que llevábamos ropas heredadas de hermanos mayores o de primos que enfrentaban un clima muy distinto. Los almacenes aún no homologaban la ropa, de modo que las tías y las madres cosían en nuestros cuerpos sus mudables personalidades, y una pequeña tienda del Centro trataba de convencernos de que así eran las camisas.
     En las fotos hace más frío que en mi recuerdo. Niños de la estepa, sentados en escalones para ver pasar un tren. El tiempo y las ropas posteriores nos han vuelto más pobres de lo que fuimos.
     Entonces apenas me fijaba en la vestimenta, a excepción de los pantalones cortos de cuero o los suéteres con botones de cuerno de ciervo de los niños alemanes. Pero una mañana llegó a la clase un niño a quien las ropas le sentaban como un ultraje. Llevaba botines toscos, mal atados a la altura del tobillo, tan gastados como si hubieran destruido los pies de sus hermanos, su padre y su abuelo. Sus pantalones cortos eran demasiado largos, como los de los futbolistas de los años treinta. En vez de camisa tenía dos camisetas grises. Lo más curioso era su suéter luido, hecho con tal torpeza que parecía un chaleco con mangas. Tenía la cabeza rapada con la furia del presidio o el orfelinato, el cuero cabelludo salpicado de costras y uñas gruesas en las manos, dignas de los pies de un adulto. Nadie le dirigió la palabra pero supe que se llamaba Aníbal.
     Estuvo con nosotros unas semanas. Una mujer de rebozo pasaba a recogerlo y se lo llevaba por la calle de tierra (otro primitivismo de aquel tiempo, a pesar de que estábamos en una colonia ya desarrollada, frente a la fábrica de chocolates Wongs) hacia un destino aún más cruel que el del colegio. No sé si lo discriminamos con descaro; seguramente evitamos tocar sus manos, tan sucias que permitían una quiromancia de la mugre.
     Un día desapareció, no creo que por falta de méritos, pues en rigor nunca estudió con nosotros. Sus ojos carbónicos y húmedos veían las cosas como si no existieran. Tal vez ni siquiera estuvo inscrito. Alguna desgracia mayúscula forzó esa solución. Imagino una trama privada, del todo ajena a la pedagogía: la muerte de la madre, que trabajaba de sirvienta de la directora, la llegada de una remota serranía de una abuela que apenas podía atenderlo…
     Aníbal pasó las mañanas con nosotros hasta que su realidad se normalizó y fue llevado a un sitio acorde con su miseria.
     Curiosamente, ninguno de los antiguos condiscípulos con los que he hablado del tema recuerda a Aníbal, mudo emisario del horror que dominaba otros lugares. Durante años tampoco para mí fue importante. ¿Desde cuándo empecé a pensar en él? ¿Por qué perdura más de cuarenta años después?
     Olvidarlo sería más sencillo si se llamara de otro modo. La gesta de Aníbal se me grabó por un cuadro que hallé en forma inopinada. Mi generación entró en contacto con los museos de Europa gracias a los cerillos Clásicos. Al reverso de la caja, podíamos ver una obra maestra del tamaño de un boleto para el cine. Ahí descubrí los atardeceres líquidos de Turner, pero sobre todo su fascinación por Aníbal en los Alpes, bajo una nieve torrencial, rayada de una luz pálida y demente. De haber visto el cuadro en la Tate Gallery, no habría asociado al general cartaginés con el intruso en nuestra clase. Nada épico ni grandioso podía remontarse a ese salón. Pero la caja de cerillos representaba una dimensión como la nuestra, barata y desenfocada, donde el colegio podía ser la odiada Roma y Aníbal el nombre del vencido.
     Cada memoria sigue sus propias sendas con egoísmo. Algo me alertó para recordar a Aníbal. ¿Aluciné su presencia para darle sentido al malestar difuso que dimanaba de ese pasado? Luego se abrió paso otra consideración: Aníbal tranquilizaba el entorno con un destino inferior al de todos los demás; permitía ordenar el rango de las bajezas. Creíamos sufrir pero nadie nos llevó por la calle de tierra con los destruidos botines de Cartago.
     A propósito de los ritos de paso, escribe Mircea Eliade: “El momento central de toda iniciación está representado por la ceremonia que simboliza la muerte del novicio y su retorno a la compañía de los vivos […] La muerte iniciática significa al mismo tiempo el fin de la infancia, la ignorancia y la condición profana.”
     En la noche entorpecida por el calor y las aspas que trabajan mal, oigo un lamento que no existe. Quizá eso es Aníbal. No está pero regresa, como el aire que se dobla, como las cosas que mató la infancia. ~

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es narrador, ensayista y dramaturgo. Su libro más reciente es El vértigo horizontal. Una ciudad llamada México (Almadía/El Colegio Nacional, 2018).


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