Amat: el equinoccio del sueño

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Exploración de una tierra incógnita en la que los animales –serpientes, ranas, peces– alcanzan la categoría de signos del Enigma; buceo en un mundo en el que los frutos de un árbol no son peras ni manzanas sino lenguas (L’arbre de les llengües, 1984); inmersión en los estigmas, los objetos, las visiones: se diría que toda la obra de Frederic Amat aparece marcada por el viaje. La pintura sería ante todo un viaje a las regiones en que todo se hace verdaderamente visible, hasta lo invisible. Más aún: la acción de la pintura, aquella que la define desde su primaria raíz hasta el último trazo, sería precisamente ésa, revelar los objetos no en su sola presencia, en su inmediatez, sino en su ser mistérico, haciéndonos partícipes de ese ser, permitiendo, por ejemplo, escuchar con los ojos (así lo dijo, memorablemente, Quevedo) al pájaro azulado que se acerca a los bordes de la noche (Ocell nocturn, 1992), contemplar reiteradas ofrendas a los dioses de la visión –esas ofrendas tan abundantes en la obra de Amat en la década de 1980–, tratar de adivinar el contenido de misteriosos cofres (Cofre de sofre, 1985-1988; Cofre i cervells, 1990, etcétera), o recorrer la anatomía de las cosas, de los múltiples objetos del mundo, que a veces nos descubren las armoniosas transformaciones que van desde un tórax hasta una colmena (Tòrax-Rusc, 1982).

Los viajes han tenido para el pintor catalán el sentido de una prueba de la visión, una visión que necesita confrontar una y otra vez lo conocido y lo desconocido, entregarse a aquellas transformaciones de los objetos, a aquellas analogías enigmáticas. En efecto: Marruecos, México o la India, entre otros lugares apasionadamente explorados por el pintor, han supuesto para él una inmersión en los pozos de la multiplicidad de la visión. Las redes de la naturaleza y la cultura ofrecen al artista en esos territorios una diversidad de relaciones entre lo oculto y lo aparente. Vértigo y éxtasis: la exploración de la otredad cultural conduce al pintor a una nueva y enriquecedora percepción del mundo como imagen, multiplicando de ese modo la experiencia de la imagen misma del mundo.

Es el viaje el que hace posible tanto esa nueva imagen del mundo como la obtención de nuevas imágenes de la multiplicidad de lo real. Lo real, por supuesto, no se compone sólo de lo visible: Amat –pintor que ofrece desde sus mismos comienzos, y no sólo por vía del collage, una comunidad de búsquedas con la tradición surrealista del “extrañamiento de la sensación”, y que por ello enlaza con Joan Miró, pero también con Max Ernst y aun con el Henri Michaux de las exploraciones con psicotrópicos– sabe bien que las imágenes visibles son el reverso de otra realidad, secreta, de la cual esas imágenes son emblemas o signos. La tarea de la pintura es para Amat, ante todo, recorrer la distancia que va de lo uno a lo otro, de una imagen a otra, de la mismidad a la otredad: el recorrido, el itinerario, el viaje. En la traslación descubre el pintor las bruscas asociaciones, los saltos imprevistos, las alianzas que forjan las múltiples imágenes del mundo. En la traslación, es decir, en la traducción. Las imágenes son traducciones de otras imágenes, los ojos y el espíritu van de una imagen a otra y descubren las impensadas relaciones que esas imágenes mantienen: una caja de acuarelas es una pequeña constelación de soles en medio de nuestro mundo cotidiano (Ofrenda núm. 2, 1981), una rana es un estallido, un pez tiene la sorda vibración de un latigazo silencioso (Inici, 1981), una máscara es el signo de la infinitud de lo visible y de lo invisible (Máscara, 1990)… Todas las formas, empezando por las más abstractas, parecen estar en continua transformación. Con razón ha hablado Fernando Savater de los “pigmentos metonímicos” de esta pintura. Añadiré que, si es verdad que dos metonimias hacen una metáfora, la pintura de Amat está llena de metáforas. Es decir, una vez más: de viajes. Ya Francesc Vicens había dicho a mediados de la década de 1970 que Amat “consigue que los elementos en apariencia anecdóticos se disuelvan en la sugestión de la metáfora”.
     El de Amat también es siempre, claro está, un viaje a la materia. Quizá es ése el viaje de los viajes, el viaje que da lugar a todos los demás, el viaje primigenio. Las técnicas mixtas a las que esta obra tiende sin remedio, el tratamiento de la cera como espacio en el que se citan y dialogan el mundo aparencial y la realidad oculta, el collage tan propio de esta obra, es decir, todo aquello que asociamos desde hace tiempo a esta obra pictórica, se conjura en ella para hacer de la materia el centro de la visión. Aún recuerdo con asombro y algo de duradera incredulidad la exposición de Amat en la galería Trece de Barcelona en 1976, casi en sus inicios artísticos (la primera exposición individual de Amat es tempranísima: 1970, cuando el pintor contaba sólo 18 años). Se asistía allí literalmente a una explosión. La materia tendía a hacerse añicos, a multiplicarse en fragmentos y dispersarse sobre una superficie; una superficie que no era lienzo (o no lo era casi nunca, me parece recordar), sino un grueso papel de fabricación manual que revela la obsesión por la materia también desde el ángulo del soporte. Cortinones atravesados por incontables cañas, “personajes” imposibles rodeados de pinchos o de cristales rotos (en el pecho de uno de ellos, un caparazón de tortuga), pulular de peces y lagartijas: un mundo en el que un cierto magicismo simbólico no deja de remitirnos una y otra vez a la realidad material. Se dijo en su momento que esas pinturas estaban fuertemente arraigadas en la tradición cultural catalana y, entre las manifestaciones más recientes de esa tradición, al surrealismo de Foix y a la reflexión de Tàpies sobre la materia. Esta observación, sin dejar de ser cierta, debe ser matizada en seguida: Amat introducía en el irracionalismo de la visión un poderoso (y novedoso) elemento antropológico y corporal, como seguiría haciendo más tarde en las pinturas de México y de la India, y en la reflexión sobre la materia una dimensión escenográfica o teatral que hacía de ciertas obras el centro de una suerte de ceremonia. Una y otra cosa no eran simples añadidos a la “tradición” aludida, sino que constituían aportaciones centrales confirmadas con los años y con la evolución experimentada por este peculiar, inconfundible mundo plástico.
     Desde que las leí por vez primera me interesaron de manera muy especial unas palabras con las que Amat ha comentado una parte de su trabajo de hace treinta años:
     

     A mediados de los setenta trabajo un conjunto de obras […] en donde la zoomórfica presencia de lagartijas, tortugas y peces es atravesada por juncos o varas […]. Consecuencia de estas pinturas y como resultado de un trabajo en equipo realizamos L’Acció Zero y L’Acció U con la voluntad de integrar el cuerpo humano en unos espacios textiles y sus caligráficas incisiones. Si en L’Acció Zero se presenta un diálogo entre una tela teñida como una gran partitura de cruzamientos y la coreografía del cuerpo humano, en L’Acció U los cuerpos atraviesan ellos mismos unas telas barradas como crisálidas entre lo oculto y lo aparente hacia una ceremonia de liberación.
     

     Pocas veces hallamos en las palabras de un pintor una definición más precisa de su mundo. ¿Cómo no ver en esa “partitura de cruzamientos” una brillante descripción de lo que para Amat es la pintura? ¿No es esa “ceremonia de liberación” el ritual mismo del acto de pintar?
     En su viaje a la visión, en su buceo por la región del sueño, en su apasionada exploración de la otredad cultural, Amat nos hace ver los “cruzamientos” de lo visible y lo invisible, nos invita a esa “ceremonia”. Lúcido viaje al equinoccio del sueño. No es un viaje sin resultados: a su regreso trae nudos gráciles. ~

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(Santa Brígida, Gran Canaria, 1952) es poeta y traductor. Ha publicado recientemente La sombra y la apariencia (Tusquets, 2010) y Cuaderno de las islas (Lumen, 2011).


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