Ilustración: Manuel Monroy

Amar al amor

"El camino de la pasión”, el ensayo que Paz dedica a López Velarde, es una pieza magistral de crítica literaria que puede leerse también como una suerte de autobiografía velada. En el drama del zacatecano, Paz encontró un espejo para entender sus propias pasiones y una idea del amor que evolucionaría de la posesión del otro a la aceptación de su libertad.
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La relación de Octavio Paz con quien eligió llamar Helena transitó de la pasión solar de sus inicios a un prolongado purgatorio. ¿Qué fue lo que ocurrió? Las respuestas son múltiples. No hay pocas en algunos poemas, tan autobiográficos, y en ensayos que no lo son menos. “Los poemas no son confesiones sino revelaciones”,1 escribió: lo mismo podría haber dicho de las intermitencias autobiográficas en el ensayo sobre Sor Juana o en El laberinto de la soledad. Los “puentes y correspondencias” entre poemas y crítica, señala en La llama doble, serán visibles para “un lector que haya leído un poco mis poemas”. Así pues, no se trata de un juego o de un encriptamiento: el comercio entre poemas, ensayos y biografía es tan causal como las “palabras que son flores que son frutos que son actos” (“Himno entre ruinas”). Me referiré a un ensayo magistral de Paz que es autobiografía, ensayo literario y discurso sobre el amor a la vez, “El camino de la pasión: Ramón López Velarde”,2 porque ofrece respuestas pertinentes para responder esa pregunta.

Hacia la propia Zozobra

Cuando cumplió ochenta años, Paz publicó La llama doble. Amor y erotismo (1993). En el “Liminar” narra que comenzó su redacción en Nueva Delhi en 1965, que lo dejó, lo recordó lustros más tarde y decidió terminarlo. En realidad –le escribe en una carta de 1963 a quien fuera su amante, Bona de Pisis– comenzó a escribir un ensayo sobre amor y erotismo al terminar el ensayo sobre López Velarde, que sí publicó de inmediato. De hecho La llama doble se desprende en buena medida de ese ensayo, que comenzó como una reseña del libro de Allen W. Phillips Ramón López Velarde, el poeta y el prosista (1962) y terminó como un autoanálisis por interpósito poeta: una suerte de autobiocrítica que se propone de inicio interrogar los poemas del zacatecano “como quien se interroga a sí mismo”.

En el ensayo sobre López Velarde son evidentes algunos temas que La llama doble llenará de variaciones: en especial –de la mano del clásico de Denis de Rougemont L’amour et l’Occident (1939)– la pervivencia del culto al amor-pasión de los poetas provenzales, lectura febril de Paz durante ese periodo difícil de su vida, a cinco años del divorcio de la acuática Helena y en las postrimerías de su pasión por la ígnea Bona. Pero en otra carta a Bona, también de 1963, Paz ofrece un dato singular: su ensayo sobre López Velarde en realidad es sobre nosotros. La de López Velarde es mi propia historia, velada; es un ensayo crítico y, asimismo, biográfico, pues ha transcrito en el del otro temas de mi propio drama. Es una transcripción musical: los mismos temas interpretados por dos ensambles diferentes: uno, el de López Velarde y sus dos amores, Fuensanta y Margarita Quijano; otro, el de Paz, Helena y Bona. Los poetas escriben la melodía para ideas y pasiones que comparten: la veneración de la triada amor-sexo- erotismo; la mujer como “la forma visible del mundo”; el amor como una gnosis hacia una “sabiduría perdida”. Fuensanta y Helena son imagen de los amores juveniles; representan a la virgen del cuchillo. Margarita y Bona, el amor sexual, son emblemas de la que duerme junto al volcán.

Había releído a López Velarde en mayo de 1963, durante un viaje en automóvil con Bona por Afganistán, Pakistán, Nepal y Cachemira. Lo deslumbró el espejeo con la evolución de sus propias emociones y la simetría de sus pasiones. Le interesa cotejarse con el zacatecano –sobre todo ante la dualidad espiritualidad amorosa y sexualidad– y profundizar en la necesidad de entenderse que los dos persiguen, así como el corolario de convertir la poesía en la fuente, el medio y el sentido final de ese entendimiento. “No quiere decir lo que siente; quiere descubrir quién es él y qué es aquello que siente –para sentirlo más plenamente, para ser lo que es con mayor albedrío”, escribe Paz de López Velarde y, al hacerlo, se describe a sí mismo. La “pasión artística” y la “conciencia crítica” del predecesor se confunden “con su vida misma”: lo mismo a lo que él aspira. Más que una simpatía, en López Velarde Paz encuentra a un cofrade: ambos dedicaron su vida a la búsqueda de la “porción inmortal” de su “mitad femenina”: para ambos la puerta del ser solo se abre a quien llega a ella por amor. Es una fe y una poética y una forma de vida. Cuando en 1959 Paz le escribe a José Bianco “estoy –estuve, estaré– enamorado” no está siendo retórico, proclama esa fe: enamorarse es el verbo que nos hace Verbo. Enamorarse se conjuga siempre en presente ante los cambiantes avatares –Artemisa, Perséfona y María– de la Diosa eterno femenino.

El traslado de su historia velada a López Velarde descansa en su percepción de que ambos participan de la herencia romántica que tiene al amor como una revelación sagrada. Ideas como que la mujer es “la llave del mundo, la presencia que reconcilia” y “la mujer es la imagen más completa y perfecta del universo” culminan en la idea de que la pasión sexual contiene la atracción de la muerte. Percibe coincidencias entre “la Dama” de la tradición provenzal y la creación poética de Fuensanta que son similares a su construcción de Helena: uso de nombres secretos; la lucha contra obstáculos familiares-sociales; “el universo imantado por la presencia de la Dama”; “la confusión entre el lenguaje del amor divino y el humano”; “el amor casto que no impide la búsqueda del placer carnal”; “la fidelidad absoluta a la Dama que no se altera inclusive si intervienen otros amoríos”; “el viaje o la peregrinación” purgativos; los “viajes al interior de la conciencia, amor a los espacios vacíos, regresos a la infancia y a la casa natal”, etcétera. La otra similitud entre los provenzales y López Velarde (y Paz) es “la proyección del yo profundo en la figura de la Amada”, de esta convicción cenital nace una poética particular para la que descifrar al amor es descifrarse uno mismo. Los dos amores de López Velarde “corresponden exactamente a la Dama de los poetas provenzales […], ambos amores reales se funden –o más bien: se disuelven– en la figura de la amada”: el as y el envés del amor y la pasión. Y esa Amada es la “Imagen” del propio poeta (la mayúscula es de Paz), la de “su propia alma, su verdadera identidad” o, para decirlo en términos “modernos”, “la proyección de nuestra psiquis, nuestra Ánima”.3

Paz había hermanado a Eros con Tánatos muy temprano: “En el tumulto de la carne escuchamos siempre el poderoso silencio de los huesos y del morir que representan” escribe en 1935; en uno de sus primeros poemas atisba, tras “el desnudo y claro Amor que danza” la presencia del “eterno Amor inmóvil y terrible” con su “inefable abismo”.4 En su cofrade, Paz encuentra a un poeta hechizado por la misma pregunta: la Imagen o el Ánima “que buscamos en este mundo y más allá ¿es la muerte? Alma, amada, muerte: ‘ya no sé dónde concluyes tú y dónde comienzo yo: somos un mismo nudo de amor’”, escribe, citando “La derrota de la palabra”. El enamorado y su Ánima se envuelven mutuamente; se convierten en “una pareja perdida en el vacío de la soledad y en el caos del silencio”; sus miradas “se copian como dos espejos paralelos”; el enamorado y su Ánima se mecen “en un vaivén de eternidad, en un columpio de tinieblas, sobre un desfiladero de tinieblas”, y entre besos insaciables se convierten en estatuas recostadas sobre su catafalco. Este viaje hacia la muerte por la ruta del amor “se inserta con naturalidad en la tradición central de la poesía de Occidente” que, al unir “el erotismo, la muerte y el amor”, se inclina “sobre el misterio de las relaciones entre esas tres palabras” y hace de la poesía el “camino de la pasión”. La duda de Nerval, “C’est la mort –ou la Morte…”, es la de López Velarde y Paz, también hijos del limo. Estupefacto, el zacatecano mira a Fuensanta convertirse en una diosa de La Noche y a Margarita en La Muerte. En “Ida y vuelta” (Salamandra) Paz mira a Bona convertirse en la anti-Eurídice, “montón de sal”, “la dama subterránea” hacia la que fue “en busca de la vida” para descubrir luego que “fui a buscar la muerte”.

El amor al amor

La segunda parte del ensayo sobre López Velarde empieza con una sentencia tajante: “El amor es su tema”: lo mismo que Paz querría que se dijese del suyo. Y lo dice, de hecho, en “Carta de creencia”, la “cantata” que funde su sentir y su pensar el amor en la frontera de la poesía.5 Oficio vespertino de las luces y tinieblas del amor, celebración de la Diosa, la cantata es también un viaje por las ideas de los maestros del ars amandi: Platón, a quien llama “el Fundador”; “el florentino” Dante; el “otro”, que es Guido Cavalcanti; Hegel, con su “nudo: vida y muerte”; Shakespeare, cuyos Miranda y Ferdinand “se miran interminablemente”; Lope de Vega que pudo, por amor, “a lo que es temporal llamar eterno”; Quevedo en su prisión de amor; Villaurrutia con su “rosa de la resurrección”… El poema culmina en un canto al amor triunfal que sublima las pasiones en la última sabiduría: “quedarnos quietos / como el tilo y la encina de la fábula”: Baucis y Filemón, árboles eternamente abrazados. “Carta de creencia” recorre los tonos graves y agudos del amor y el deseo, las desafinaciones de los celos amargos, la “lascivia: máscara de la muerte” y la punible “idolatría” de “endiosar una criatura”, esa adicción al sexo que López Velarde llamó la “idolatría del peso femenino”.

“La mancha de púrpura”, la parte del ensayo sobre la índole de la pasión, se interesa en las antítesis que el zacatecano detectó como irremediables para la realización de su amor con Fuensanta (“En las tinieblas húmedas”):

En las alas oscuras de la racha cortante

me das, al mismo tiempo, una pena y un goce:

algo como la helada virtud de un seno blando,

algo en que se confunden el cordial refrigerio

y el glacial desamparo de un lecho de doncella.

En el choque de los dos versos finales, Paz observa una réplica exacta de su pasión por Helena, el choque que lleva a dos catástrofes: “impide la consumación de ese amor y, al mismo tiempo, su confusión lo conserva vivo a lo largo de los años”, confusión (subrayado de Paz) que fija entre el cálido corazón y el cuerpo helado un abismo insalvable:

La ambigüedad no reside solo en el objeto de su adoración sino en sus sentimientos: amar a Fuensanta como mujer es traicionar la devoción que le profesa; venerarla como espíritu es olvidar que también, y sobre todo, es un cuerpo […] Así, no puede exponerlo a la prueba de la realidad sin exponerlo al mismo tiempo a la extinción: la sangre y la devoción acabarían por fundirse o una de ellas anularía a la otra. No le queda más recurso que transfigurarlo. Fuensanta se vuelve un cuerpo inaccesible y su amor algo que jamás encarna en un aquí y un ahora. No se enfrenta a un amor imposible; su amor es imposible porque su esencia es ser permanente y nunca consumada posibilidad.

A diferencia del jerezano, Paz se empeñó en consumar su amor y, así, propició su desventura. La imposibilidad de consumar el suyo, dice Paz, llevó a López Velarde a convertir a Fuensanta en “sombras”, en “la imagen de la lejanía”. Lo que queda entre ellos (en la imaginación de López Velarde) es la “interminable despedida” que, según Paz, define su relación. Fuensanta –agrega, en fraternal primera del plural–

es la desaparecida, el ánima en pena, la ausente con la que se sostiene un infinito diálogo imaginario. Es aquello que está a punto de dejarnos y que todavía, por un instante, retenemos: tú eres, le dice, “una epístola de rasgos moribundos, colmada de dramáticos adioses”.

López Velarde decidió liberarse del fantasma de Fuensanta, cancelar la “interminable despedida” y decretarle una “muerte simbólica” (en el caso de Paz y Helena, ese decreto comienza con La hija de Rappaccinni en 1956 y culmina en 1958 con La estación violenta). Cuando se pregunta si su cófrade habrá “realmente amado” a Fuensanta, se hace la misma pregunta ante Helena. La respuesta es interesante: “más que amor sentía esa confusión de sentimientos que él llama devoción”. Confusión y devoción, concluye, son los estados de alma que enceguecen “la mirada del deseo adolescente”, fija y vertiginosa a la vez. Igual que Fuensanta, la inalcanzable Helena siempre huye: es la fugitiva, una “figura pasiva, más un ídolo que una realidad”. Fuensanta/Helena son la Imagen, construida por el amor: “La imaginación es el deseo en acción. Deseamos las formas que imaginamos pero esas imágenes adoptan la forma que nuestro deseo les ha impuesto. Al final regresamos a nosotros mismos: hemos perseguido, sin tocarla, nuestra sombra.” Es el doble narcisismo del primer amor que avasalla a las jóvenes parejas infatuadas,6 el nondum amabam, et amare amabam que agudamente observó San Agustín en sus Confesiones (III); el abismo irónico y narcisista que convierte los versos de Quevedo en los favoritos de Paz: el “abismo / donde me enamoraba de mí mismo”. Paz/López Velarde no aman, pero aman amar: “Toda su vida López Velarde buscó el amor. No importa que no lo haya encontrado o que, como es más probable, no haya querido encontrarlo, porque estaba enamorado, más que de una mujer, del amor mismo.” Es la ebriedad juvenil que López Velarde llamaba la “infinita sed de amar” y que Paz comenta con tino: “No dice que su amor sea infinito; dice que su sed lo es.” Una sed que él conoce bien, como recuerda años después en otro poema de Árbol adentro, “Proema”, cuando escribe que la poesía es “el amor a lo nunca visto y el amor a lo nunca oído / y el amor a lo nunca dicho: el amor al amor”. Ese es el centro gravitatorio de la confusión que ambos poetas vivieron ante sus respectivos amores iniciales, el

abismo del amor por sí mismo. Amor que se ignora al ignorar al otro. Por eso, viva o muerta, aquí o en el otro mundo, Fuensanta es inaccesible. Aun si no hubiese sido el reflejo de un alma en lucha consigo misma (como es la de todos nosotros, los modernos), Fuensanta habría sido inaccesible: era una Imagen, [es el drama] de su primer amor y el del segundo; el de todas las pasiones, el drama de la pasión: amar al amor, a la Imagen, más que a un ser real, presente y mortal.

Es el drama de la confusión entre Amor y el amor a alguien; la maldición de ser “un poeta del amor, en el sentido casi religioso de la expresión: la pasión del amor”. Helena y Paz se enamoraron en una variable de esa confusión, la que según De Rougemont epitomizan Tristán e Isolda, quienes “enamorados del amor y de estar enamorados” (I, 8); más que uno del otro, “se necesitan para inflamarse de amor; no se necesitan por lo que son. Lo que necesitan no es la presen- cia del otro, sino su ausencia”. He ahí la fórmula perfecta, concluye lacónicamente el sabio francés, para lograr esa forma atroz del amor punitivo: “el mutuo amor infeliz” (I, 11). El resultado es una de dos muertes: la sublime en el éxtasis de la pasión –como Tristán e Isolda– o su cenicienta contraparte: la muerte cotidiana del desamor domesticado.

La cruel flor doble

En ese punto de su escrutinio, trazando sus mutuos itinerarios amorosos, Paz ingresa a un territorio tétrico. Si López Velarde pasó del amor a Fuensanta a la idolatría de Margarita, él hizo otro tanto al transitar de Helena a Bona. Si con Helena ingresó al giardino dell’amore, con Bona entrará al jardín de las delicias pero, después, al páramo de la muerte. Paz analiza enfáticamente el

misterio tatuado, por decirlo así, en el cuerpo de la mujer: los órganos de gestación son los de nuestra destrucción. Si el macho es el lujo de la especie, la hembra es su continuidad: al devorarnos se perpetúa. Aunque la idea no es nueva, para López Velarde es algo más que un lugar común: es una revelación que lo guía en su exploración de la realidad y de sí mismo. Por ella penetra en ciertas zonas prohibidas. Allá, en espacios más vastos e inclementes, la verdad se abre como una cruel flor doble.

Esta mujer “que al devorarnos se perpetúa” posee abundantes representaciones mitológicas y fabulares: es Lilith y Salomé, Circe y Clitemnestra; las sirenas y melusinas que perviven en la mujer moderna, tal la “máquina ciega y sorda, fecunda en crueldades” que seduce y aterra a Baudelaire (Las flores del mal, XXV). Si López Velarde advierte (“Que sea para bien”) que en el rostro de Margarita “se ha posado el incendio y ha corrido la lava”, Paz descubre (“Discor”) mirando el rostro de Bona que “en tu alma reseca llueve sangre”: la Diosa, a veces, también es Proserpina y su jardín es subterráneo. Cruzado el umbral hacia las zonas “prohibidas”, siguiendo a su Virgilio, Paz vislumbra “la cruel flor doble”, la cifra de la mujer como “imagen más completa y perfecta del universo”. Es doble, porque une “las dos mitades del ser” (la reconciliación andrógina platónica); lo es porque en su cuerpo vida y muerte concelebran su indivisible verdad. Al abrazar a la mujer, el amante anticipa la voluptuosidad melancólica de su muerte (Paz cita “La última odalisca”): en el cuerpo deseado han escrito “el Placer su caligrafía / y la Muerte su garabato”. Paz propone que si el hombre se aferra a la mujer para salvar en ella su “falta de ser”, la mujer convierte su propia carencia de ser en “una rabiosa, destructora hambre de muerte”. Cuando esto ocurre, la mujer es de nuevo la “mujer impura” de Baudelaire, “la bebedora de la sangre del mundo” (de nuevo el poema XXV). Esa problemática en López Velarde se cifra, piensa Paz, en “La mancha de púrpura”: la rúbrica de la mujer-muerte. Equivale a la “mancha roja” que aparece en la camisa de Tristán una y otra vez; es la sangre de la herida causada por Isolda y que solo ella puede restañar (para abrirla de nuevo). La mancha roja simboliza así la condena de Tristán a conocer el Amor solo como Muerte: Liebestod.

Paz elige un nombre más acorde a su sistema poético para nombrar esa “mancha”: la flor doble. La imagen, de hecho, fue el primer nombre de La llama doble. La flor inicial está más en sintonía con las imágenes de la vagina que abundan en su poesía (como “esa flor eléctrica, de carne, de contraídos pétalos sedientos, / tu sexo vegetal, estrella oscura, / alba, luz rosa entre dos mundos ciegos, / mar profundo que duerme entre dos mares”).7 El paisaje lópezvelardeano, “vasto e inclemente”, donde brota esa flor, tiene en Paz un uso íntimo, pues su mujer “con hambre de muerte”, su flor doble, es Bona. En “Concierto en el jardín” –poema de 1963, contemporáneo de “El camino de la pasión”– escribe que “se abre, flor doble, el mundo”, y en el manuscrito original, dedicado a Bona, agrega: “el mundo, flor doble, eres tú”.8 Si en el traslado de roles de la lectura en clave Fuensanta/Helena es “la perpetua ausente” que “vuelven inaccesible la distancia y la muerte”, Margarita/Bona es “la cercanía y la muerte”. En su pasividad helada, Fuensanta/Helena es un “cuerpo que contemplamos tendido, paisaje de signos en el que podemos leer el verso y el anverso de la realidad”; en el cuerpo de Margarita/Bona la visión es “activa, que no nos invita a la contemplación sino al abrazo”. El cuerpo pasivo era “un fruto, una guitarra que se acaricia o se hiere”; el cuerpo activo “cobra voluntad y alma y se enfrenta al cuerpo masculino”. El riesgo, como lo descubriría amargamente Paz con Bona (“Ida y vuelta”) es que lo aniquile: “Tigre, novilla, pulpo, yedra en llamas: / quemó mis huesos y chupó mi sangre…”

La libertad

En “El camino de la pasión”, Paz comparte con López Velarde otra semejanza que toca de cerca su propio, penoso aprendizaje amoroso. Al zacatecano, dice, le sorprende descubrir, en el de Margarita, que el cuerpo femenino posee “voluntad y alma” para enfrentarse al masculino con libertad:

El erotismo no le descubre a la mujer, sino su terrible libertad […] Al descubrir en la mujer ese elemento activo que creía ser el privilegio y la condenación del hombre, la palabra placer, y la realidad abismal que designa, cambian inmediatamente de coloración y de signo.

En la libertad erótica de la mujer reconoce la suya y sobre esas dos libertades enemigas funda una hermandad.

López Velarde comete con Fuensanta el mismo error que él con Helena: devaluar la posesión de su albedrío. Paz no valoró lo que en Helena había de insubordinación (en todos los sentidos): Helena no puede decir “soy tuya” sin mentir, pues ni siquiera es propiedad de sí misma. De ahí que su libertad, para desdicha de su amante, consistiese en huir, y Helena, como vimos en las cartas, siempre huye. El descubrimiento de su libertad, como se advierte en las cartas –sobre todo las de 19379– supuso reconocerla como mujer pero, a la par, perderla como su mujer. Por eso la libertad de la mujer es concurrente del amor en La llama doble: “la historia del amor es inseparable de la historia de la libertad de la mujer”. El dilema consiste en cómo obrar ante esa libertad. En La llama doble ese dilema está significado por la pasión de Swann con Odette en la novela de Proust: “El otro siempre se nos escapa”, dice Paz explicándose su propio dilema por medio de Swann:

Años después, al recordar su pasión, [Swann] se confiesa: “y pensar que he perdido los mejores años de mi vida por una mujer que no era mi tipo”. Su atracción hacia Odette es un sentimiento inexplicable, salvo en términos negativos: Odette lo fascina porque es inaccesible. No su cuerpo: su conciencia. Como la amada ideal de los poetas provenzales, es inalcanzable. Lo es, a pesar de la facilidad con que se entrega, por el mero hecho de existir […] Swann la puede tocar y poseer, la puede aislar y encerrar, puede convertirla en su esclava: una parte de ella se le escapará. Odette siempre será otra. ¿Odette existe realmente o es una ficción de su amante? El sufrimiento de Swann es real: ¿también es real la mujer que lo causa? Sí, es una presencia, un rostro, un cuerpo, un olor y un pasado que no serán nunca suyos. La presencia es real y es impenetrable: ¿qué hay detrás de esos ojos, esa boca, esos senos? Swann nunca lo sabrá. Tal vez ni la misma Odette lo sabe; no solo miente a su amante: se miente a sí misma.

El amor es deseo de posesión, advierte, pero también es desprendimiento: no lograrlo hace del amor una experiencia negativa (como para Swann). Ante el fracaso con Helena, Paz se obstinará en un amor positivo y, para probárselo, se afanará en amar en la libertad de la mujer. Cuando se pregunta si es posible esquivar las dudas en el amor, si pueden evitarse engaños y autoengaños, los celos y la adicción al sufrimiento, su respuesta es el imperativo de respetar la libertad de la mujer, desprenderse de ella para que sea más propia. Para que el deseo no “termine en un muro” y en el placer sadomasoquista “de atormentar al otro o atormentarnos a nosotros mismos”, la alternativa es “aceptar la libertad de la persona amada”. Como si temiese olvidar la lección, se repite la frase como un mantra a lo largo de los años. En “Hacia el poema (puntos de partida)”,10 lista de sus propósitos poéticos escrita en 1950, tiene la visión de que el poema

prepara un orden amoroso. Preveo un hombre-sol y una mujer-luna, el uno libre de su poder, la otra libre de su esclavitud, y amores implacables rayando el espacio negro.

En 1959, en carta a su hija Laura Helena, que cumple veinte años, Paz comenta el triste desenlace de la historia de amor con su madre, y le aconseja reconocer

que nuestra libertad se funda en la libertad de los demás. No te quiero ni te deseo esclava o dependiente, pero tampoco tirana (en general, las dos cosas van juntas). Entonces, ya libre, el amor podría ser algo mejor que un sueño o una pesadilla: la unión de dos libertades.11

En La llama doble enfrenta de nueva cuenta aquel error remoto: “Hace muchos años escribí: el amor es un sacrificio sin virtud; hoy diría: el amor es una apuesta, insensata, por la libertad. No la mía, la ajena.” La conclusión en el sentido de que “el verdadero amor consiste en la transformación del apetito de posesión en entrega” es un aprendizaje logrado a cambio de enorme sufrimiento. En las cartas de 1937 Paz le pide a Helena una y otra vez necesito que seas como yo quiero; en este párrafo de La llama doble, se aprecia la hondura de su recapacitación:

La cesión de la soberanía personal y la aceptación voluntaria de la servidumbre entrañan un verdadero cambio de naturaleza: por el puente del mutuo deseo el objeto se transforma en sujeto deseante y el sujeto en objeto deseado. Se representa al amor en forma de un nudo; hay que añadir que ese nudo está hecho de dos libertades enlazadas.

El joven lector de Nietzsche no logró incorporar a su noción del amor el símil entre el deseo de acumular bienes materiales y “el deseo de posesión, la incondicional y absoluta posesión de la persona deseada, la posesión de su cuerpo y su alma” (en La gaya ciencia, i, 14). Su primera pasión no pudo aquilatar el albedrío de Helena y menos aún su responsabilidad de propiciarlo para hacer de Helena más Helena. Así, Paz averió su propio albedrío: el objeto de su amor, despojado de su libertad, hizo del sujeto que la amaba un prisionero de su propia fabricación. Sin la mutua libertad, alternativamente esclavos y tiranos del otro, su historia fue una triste, prolongada prisión de sumisiones. El sempiterno estado de fuga del amor y aun la resistencia que practica Helena al frigidizar su cuerpo, ¿en qué medida responden a esa confusión del amante? ¿En qué medida obstaculizó que su amor lo acompañase en esa búsqueda? Paz se contesta en el teatro de su cofrade:

Apenas si es necesario insistir sobre la responsabilidad que cada uno de nosotros tiene en lo que llamamos nuestros “fracasos”, ya sea en el amor o en los otros órdenes de la vida. Inconsciente o inconfesada, esa responsabilidad no deja de ser nuestra. ¿No buscamos casi siempre nuestro daño, no somos nosotros los secretos autores de nuestra ruina? Si el hombre no es dueño de su destino, tampoco es enteramente su víctima. Somos los cómplices de nuestras circunstancias: López Velarde sabía de antemano que aquel amor era irrealizable, aunque nunca se lo haya confesado del todo.

En 1945 en San Francisco, durante una noche de insomnio, Paz escribe “Soliloquio de medianoche”. Es un amargo encuentro entre su juventud con sus sueños y el presente de su soledad, con el telón de fondo de la guerra. Como lo hará varias veces en sus poemas evocativos, permite que suban “por mis venas los años caídos”. Repasa las “fechas de sangre” de su biografía: sale de su infancia, enturbiada por “tantas virtuosas almas”; hace una escala en el jardín y su higuera, tutores del deseo. Al final, enumera las decepciones, el derrumbamiento de los sueños y las memorias cuarteadas: las ideas engendran guerras; la poesía no transforma al mundo; la única comunión posible es con la muerte. Con guiños a su hermano López Velarde, amante de esqueletos, deplora el error de amar al amor y la pena consecuente:

Amé la gloria de boca lívida y ojos de diamante,

amé el amor, amé sus labios y su calavera,

soñé en un mundo donde la palabra engendraría

y el mismo sueño habría sido abolido

porque querer y obrar serían como la flor y el fruto.

Mas la gloria es apenas una cifra, equivocada

[con frecuencia,

el amor desemboca en el odio y el hastío,

¿y quién sueña ya en la comunión de los vivos

[cuando todos comulgan

en la muerte? ~

 

 

 

 

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Epílogo a un ensayo sobre las cartas de Octavio Paz a Elena Garro, de próxima publicación.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

1 “Preliminar”, Obra poética II.

2 Fechado en “Delhi, 4 de agosto de 1963”. Citaré la versión recogida en Generaciones y semblanzas, tomo 4 de las Obras completas publicadas por el Fondo de Cultura Económica en México.

3 Paz no menciona a Jung, que emplea ánima (y, en la mujer, ánimus) porque es más específico que el concepto asexuado alma (en Arquetipos e inconsciente colectivo). Se trata de “Mi Señora Alma”, como dice Carl Spitteler, a quien Jung gusta de citar (“The syzygy: Anima and Animus”, en Aion).

4 Ambas citas vienen de “Vigilias” I, tomo 13 de las Obras completas.

5 Así define la poesía en el “Liminar” a Obra poética II. La llama doble iba a titularse originalmente “Carta de creencia”. Hay frases de La llama doble que se trasladan casi literalmente al poema, como “hacer del alma un cuerpo / hacer de un cuerpo un alma”. El poema está en Árbol adentro.

6 Tristán e Isolda, escribe De Rougemont, “aman al otro solo a partir de sí mismos, no a partir del otro. Esta infelicidad provoca una falsa reciprocidad que apenas disfraza un doble narcisismo” (I, 11).

7 Primera versión del poema III (“Mira el poder del mundo”) de Bajo tu clara sombra.

8 El poema, con abundantes variantes, y dedicado a Carmen Figueroa de Meyer, está en Ladera este, Obra poética I, p. 383.

9 Las estudio en “Octavio Paz: Cartas de Mérida” (Cuadernos Hispanoamericanos, 754, Madrid, abril de 2013).

10 En Obra poética I.

11 Las cartas de Paz a su hija Laura Helena se encuentran entre los “Elena Garro Papers” en la Universidad de Princeton.

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Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.


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