Alias el pequinés

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Querido lector, si por casualidad usted va de visita a la apartada playa de San Juan de las Galdonas en la península de Paria de Venezuela, tenga cuidado con cierto individuo que responde al llamado de El pequinés.
     Le dicen así pero nadie sabe su verdadero nombre. Tiene los ojos pequeñitos, los rulos abundantes, le falta una oreja y usa muletas de palo. Lleva un cuchillo de pescador metido en los calzoncillos, y cuando hay pesca ayuda a escamar corvinas. No se le conoce domicilio fijo, anda por los senderos ocultos de la playa y los cerros, se arrastra en la maleza para robarle a los gringos (y no tan gringos también).
     Viene de familia de pillos: madre, padre y hermanos granujas. Sus compinches son El zorro y El parcha: dos joyitas que se dedican a vender auyamas que no son suyas, y a robar gallinas en las noches. Es un pobre diablo, aunque antes era diablo serio: atracador con arma de fuego en las calles de Carúpano y Río Caribe. Pero desde que la policía de Cumaná le metió dos tiros en la pierna derecha y lo dejó rengo para el resto de su vida, se dedica a delitos menores.
     Ni el próspero narcotráfico de San Juan de las Galdonas lo quiere —ni requiere—. Es que los narcos son gente seria y respetada: cuando está de visita el capo de Medellín los vecinos cierran una calle del pueblo con sus Ford Explorer, beben Old Parr en vasos de plástico, escuchan vallenato a todo volumen y apuestan sus formidables cadenas de oro jugando al truco.
     Pero El pequinés no sirve para llevar cocaína a las islas de Trinidad o Margarita. Mucho menos para navegar hacia el África (veinte días de trayecto en peñero con 200 kilos de cocaína no los aguanta). Ni los narcos confían en él. Además, ¿qué puede hacer un pobre cojo en un oficio de guapos?
     Por eso deambula entre las matas de guanábana, bajo los cocos, entre las espinas. Todos los días sale en busca de lo que no se le ha perdido para financiar su dosis de crack y celebrar con sus amigotes. En el pueblo lo conocen: a todos ha robado pero nadie lo delata. Pertenece al folclor de San Juan, especie de Guatimocín o Juanito Alimaña.
     Nunca participa de la rutinaria cultura local, es decir, beber cerveza Polar Ice en las calles del pueblo. Lo suyo es el monte, con los animales. Y si el día es bueno, alquila los servicios de una puta (sobran putas) no muy cara. Su vida transcurre en un dejar hacer dejar pasar, sumergido en una actitud contemplativa, logrando un nirvana incomprensible.
     La última vez que robó, dos policías lo buscaron por más de cinco horas. Los agentes Chacón y Acosta volvieron con las botas enlodadas y los rastros del suceso: un short rojo y una billetera vacía. Se metieron monte adentro, preguntaron a los que se encontraron en el camino pero nadie sabía nada. “¡Cojo y todo, y cómo sigue jodiendo!”, dijo Acosta.
     En aquel momento El pequinés se había internado hacia los ranchos que trepan los cerros selváticos de San Juan. Anduvo monte adentro con una sola muleta, pues la otra la había perdido en el asalto en la playa. Llevaba 300,000 bolívares agarrados en la mano como pichones. Los apretó con tanta fuerza que cuando llegó a casa de El parcha, algunos billetes estaban rotos. Mandó traer suficiente crack del pueblo y dos botellas de whisky del bar de Russo.
     Llamaron a la hermana de El pequinés y también a El zorro. Se juntaron todos en el rancho de El parcha para el banquete. También vino uno de la playa de Tocuchire que le dicen Carasucia. El rancho era de adobe y techo de zinc, levantado cerca de la carretera que va a Playa Cangua. Afuera había un esquelético gallo de pelea, dos niños pequeños desnudos que jugaban, y más allá unas matas de lechosa que si no fuera por las lluvias tormentosas, ya se habrían marchitado.
     Sentados los cinco en el porchecito del rancho, bebieron whisky Chequers y se pasaron la pipa de lata que chisporroteaba con cada inhalación. Concentrados en su banquete de alcaloides, no hablaban, no decían nada. Estaban extáticos y crispados, con una mezcla de pánico y asombro en la mirada. Y es que la celebración no podía ser mejor: bajo el brutal aguacero, con todo lo necesario y en compañía de la corte.
     El pequinés era el héroe de la noche. El Rey cojo, le decían. Y si no hubiese sido porque Carasucia quiso violar a su hermana, todo hubiera transcurrido en calma y felicidad fraternal. Pero eso forma parte de otra historia.
     Mientras tanto, en la jefatura del pueblo, el agente Acosta iba y venía con una cacerola repleta de yucas, ñames y auyamas. Junto a Chacón preparaban sancocho con cabezas de corvina y un ventilador de pie despeinaba sus canas. La jefatura es una casita azul despintada, donde las denuncias se recogen en libreta con gruesos trazos a lápiz. En el interior de la celda había una motocicleta averiada: la patrulla. Hace un par de meses sufrió un bote de aceite viniendo de San Juan de Unare y todavía no había sido reparada. Mientras daba vuelta al sancocho con el cucharón de palo, Acosta escuchó bocinazos del lado de la calle. Al asomarse a la ventana vio a los individuos de las Ford Explorer, borrachos bajo el aguacero: “¡Hola, muchachos!”, les dijo, y saludó con la mano al vehículo que pasaba.
     Al día siguiente, ya había escampado. La tormenta limpió el aire de los cerros y en la bellísima playa de Barlovento se veían las huellas de la marea alta. Nuevamente salían mulas en peñero hacia Trinidad y Margarita con numerosas bolsas de plástico negro. Escasos pescadores traían catalana, corvina, y muchos de los pobladores se desperezaban con fuertes dolores de cabeza.
     El día comenzaba sin novedades y las cosas seguían igual en el olvidado pueblo de San Juan de las Galdonas. Los hombres poco a poco se volvían a agrupar en las calles alrededor de la Polar Ice, y El pequinés deambulaba entre las matas de guanábana, ayudaba a escamar algunas corvinas y planeaba hacerse con las billeteras de los turistas gringos (y no tan gringos también). –

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