7,500 portales en Central Park

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El arte que practican Christo y Jeanne-Claude (él, búlgaro; ella, francesa) va más allá de lo que usualmente entendemos por arte y tal vez no sea en gran parte asimilable a él. Por eso es difícil agruparlo en alguna de las categorías establecidas: su resultado final no es exactamente lo que se llama “objeto de arte”. Si se descuenta el tamaño descomunal, se acerca un poco a la escultura y más a los happenings o a las propuestas del llamado environmental art (“arte ambiental”), que introduce una modificación de la naturaleza misma —agregándole o restándole algo— o de otros grandes espacios. Pero la mayoría de estas últimas expresiones son —para mi gusto— bastante aburridas, cargadas de densas teorizaciones y de un esoterismo arrogante. Lo que hacen Christo y Jeanne-Claude, en cambio, es fascinante, riesgoso, vital y con un significado estético tan simple como profundo: el de hacer del arte una experiencia cotidiana, de la que todos pueden participar, aun sin darse cuenta, porque se convierte en un acto público y en parte de la vida real. Hay un gesto de pacífico desafío en sus producciones: todas son, en principio, irrealizables, casi impensables.
     A lo largo de unas cuatro décadas, Christo (por razones de brevedad, me referiré así a su arte, aunque su esposa Jeanne-Claude comparte sus proyectos que, desde hace algunos años, llevan el nombre de los dos) ha realizado sus “obras” en diversas partes del mundo y se hizo famoso sobre todo por proyectos que consistían básicamente en envolver y atar enteros edificios y otras construcciones. Dos ejemplos de eso son el envoltorio que cubrió el Pont-Neuf en París (1985) y el del Reichstag en Berlín (1993). Otro prototipo del artista es el de las gigantescas cercas o vallas hechas con tela industrial (la que se usa en la fabricación de paracaídas). Una de ellas, llamada Running Fence (1978), atravesaba millas a campo traviesa sobre terrenos agrícolas en Marin County, al norte de California, y terminaba sumergiéndose en el mar. La cerca estaba colgada de postes metálicos y sostenida por cables de acero; el sonido que producían esos inmensos cortinados al ser agitados por el viento y los reflejos y variantes cromáticas del sol o las nubes sobre la tela creaban un efecto de gran belleza. Otro proyecto realizado en Estados Unidos fue “Surrounded Islands” (1983), que consistió en rodear islas e islatas en Key Biscayne, Florida, con grandes piezas de poliprofileno de intenso color rosado que, vistas desde la altura, parecían convertirlas en enormes flores flotantes.
     Hace veinte años tuve la ocasión de ver —por pura casualidad— el Pont-Neuf envuelto por Christo y quedé muy impresionado; algunos catálogos (con muestras reales de los textiles que usa) y documentales renovaron mi interés por él. Por eso, al saber que su último proyecto, “The Gates” (“Los portales”), se presentaría en el Central Park de Nueva York, decidí ir a verlo cuanto antes: sólo duraría quince días.
     El Central Park es uno de los mayores espacios públicos que existen: cubre unas 58 millas y se extiende desde la calle 59, en el corazón de Manhattan, hasta la 110, en Harlem. Dentro de esa vasta extensión, Christo instaló 7,500 portales a lo largo de 23 millas de los senderos por donde pasea la gente o corren los más atléticos. Los portales tenían unos siete metros de altura y un ancho variable para adaptarse a las características del terreno. De cada portal pendía una pieza de tela rectangular y de color azafrán, dejando debajo un espacio libre por el cual podía pasar fácilmente una o más personas. Los portales estaban plantados sobre “pies” de concreto removibles y a distancias también variables, lo que, cuando se aprecian desde ciertos ángulos, crean un efecto caprichoso muy agradable: son como árboles de un bosque creado por manos humanas (más elementos de factura industrial) en armonía con el trazo siempre cambiante del marco natural.
     Lo primero que capta la atención del paseante-espectador es la escala sobrehumana de la “obra”: es casi imposible verla completa (en realidad, no es ésa su intención, aunque desde el techo del Metropolitan Museum, en la calle 82, podía tenerse una idea de su proporción) y está pensada para que la gente la disfrute en la medida que quiera: es como dar un paseo. Estamos libres para recorrerla a pie (si podemos), en un trolley especial para esta ocasión, en una sola visita o en varias. Un poco ingenuamente me había preguntado antes por qué Christo eligió el mes más frío del invierno neoyorquino, generalmente con cielos encapotados. Al ver los portales me di cuenta de que la grisura de los árboles pelados pasaba a ser el trasfondo de la radiante explosión de color que cobraba el parque con sus portales flameando como vistosas banderolas bajo el viento helado y sin la obstrucción de ramas coposas. Christo había traído una especie de primavera artificial a la ciudad entera.
     Algo que tampoco sabía o recordaba era que este proyecto fue concebido por la pareja hace 25 años, que había pasado por las manos y oficinas de cuando menos tres distintos alcaldes sin poder vencer la resistencia de la burocracia municipal. La razón no era económica: los proyectos de Christo se autofinancian sin recurrir a subvenciones, fondos públicos o mecenazgos privados —pese que el presupuesto de éste era de 23 millones de dólares—, gracias a los dibujos, libros y exhibiciones previas que el artista realiza como parte del proceso preparatorio. Finalmente, Christo tuvo la suerte de que el actual alcalde de Nueva York, un millonario culto y aficionado al arte, desenterrase el viejo sueño del artista y lo apoyase con todo entusiasmo. Claro que por el largo tiempo transcurrido, hubo que repensarlo todo y adaptarlo a las circunstancias presentes. La reacción del público y de los medios ha sido igualmente muy entusiasta: creo que por primera vez el New York Times dedicó un artículo en primera página a una nueva obra de un artista viviente, en el que proclamaba que ésta es “la primera gran muestra del siglo XXI”.
     Hay dos o tres aspectos en este tipo de arte que deben destacarse. El primero es que Christo no se propone otra cosa que añadir algo que subraya la belleza de un lugar o una construcción, haciéndonos verlos de otro modo, que altera nuestra relación con el mundo concreto. No hay nada más detrás del acto de ver: si no nos gusta lo que nos muestra, podemos ignorarlo y seguir de largo; no pide nada de nosotros más allá de la misma contemplación. Es como ver un paisaje natural o un puente: no presenta otro problema que el de observar su realidad y percibir su función. El segundo aspecto (para mí, el que le da una especie de cualidad poética) es que se trata de un arte esencialmente efímero: es algo que pasa —en los dos sentidos de la palabra— y que no se crea para la “eternidad”, sino para acompañarnos por un tiempo y luego desaparece definitivamente; pueden quedar catálogos, modelos, croquis, pero no la “obra” misma, cuyo destino es perecedero, como el de los seres humanos. Además, uno puede pisar, tocar lo que está viendo, jugar si desea con ello, con lo que está viendo, sin las restricciones de un museo: es de todos y no es de nadie. Ni siquiera quedan los restos de los materiales utilizados: como buen ambientalista, Christo se asegura de que todo sea reciclado y que el impacto en el sitio escogido sea mínimo; en el caso de los portales del Central Park, los postes de metal serán fundidos y las telas se usarán en la fabricación de material antideslizante para alfombras.
     Y, por último, hay algo muy importante pero que no vemos: el proceso que permite su realización es lento, tortuoso, complicado y frustrante, pese a lo cual es lo que Christo dice disfrutar más. Su producción no es sólo suya y de Jeanne-Claude, sino de los cientos (quizá miles) de personas que permiten la realización de la “obra”, desde los políticos, funcionarios y burócratas que deben ser pacientemente persuadidos para que autoricen el uso de terrenos públicos; los abogados y especialistas de todo tipo que tienen que examinar y cubrir todos los riesgos y daños que pueden derivarse para el público y la propiedad si el proyecto se realiza; los estudios de factibilidad de arquitectos e ingenieros; la coordinación de un ejército de constructores, operarios y ayudantes para realizar el colosal proyecto, etcétera. Comparado con todo eso, lo que vemos —siendo abrumador— es apenas una pequeña parte de lo que el trabajo de Christo supone. Y, en ese sentido, no cabe duda de que es un artista único en nuestro tiempo, precisamente porque le debe algo a todo el mundo y porque todos podemos disfrutar lo que hace con la facilidad de quien pasea por el parque. –

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(Lima, 1934) es narrador y ensayista. En su labor como hispanista y crítico literario ha revisado la obra de escritores como Ricardo Palma, José Martí y Mario Vargas Llosa, entre otros.


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