Ilustración: María Titos

Todo es fantástico, pero nadie está contento

Nuestras sociedades ofrecen mucha libertad de elección, pero también generan frustraciones. Este malestar se manifiesta en dos tendencias: la nostalgia de los reaccionarios y el utopismo de los insurgentes.
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“Hoy en día todo es fantástico, pero nadie está contento.” La frase es de Louis C. K. Actor, comediante y escritor, Louis C. K. es uno de los pocos artistas de masas contemporáneos que pueden atribuirse el adjetivo de transgresor. La pronunció en una entrevista con Conan O’Brien en Late night. Lehmann Brothers acababa de caer, la sensación de crisis de época prevalecía en los debates públicos a un lado y otro del Atlántico, y sin embargo C. K. nos recordaba que “vivimos en un mundo increíble”. Y añadía: “se desperdicia en la generación más asquerosa de idiotas mimados”. Quizás no era tan malo que el capitalismo llegara a su fin, si así nos dábamos cuenta de lo que teníamos y podíamos perder. La reflexión, que se ganó millones de visitas en YouTube y abrió un debate que duró meses, culminando con una entrevista del actor en la revista Time al respecto, terminaba con una pregunta retórica: “¡Qué rápido piensas que el mundo te debe algo cuya existencia descubriste hace treinta segundos!”

Louis C. K. es transgresor precisamente porque sitúa a su público (20-45 años, educados, renta media en adelante) ante una realidad que muchos han escogido ignorar: en general, el mundo va bien. Al menos para los que son como ellos. Hace poco más de un siglo la clase media era poco más que un grupo reducido de profesionales liberales: abogados, médicos, profesores. Hoy el individuo que nace y crece en el hogar tipo de cualquier país occidental tiene a su disposición un menú de opciones que, prácticamente, no cabe en una sola vida. Además, no solo puede acudir a un mercado de bienes y servicios tangibles. También, y sobre todo, se abre ante él un abanico de ideas, conceptos, debates y posiciones políticas inimaginable hace unas décadas. Vivimos en la sociedad más diversa de todas las que han existido hasta el momento. Pero nadie parece demasiado contento. Más aún: el enfado y la decepción no se concentran en aquellos que más razones tendrían para ello. No se trata de una revolución de los pobres, sino de una rebelión de las clases medias.

El origen

La vida en una sociedad que es a la vez rica y diversa plantea un dilema constante: la libertad para que cada uno de sus miembros decida su propio camino se enfrenta a la necesidad de mantener un espacio (físico y cultural) compartido. La versión positiva de esta disyuntiva es el deseo de construcción de identidades pertenecientes a una comunidad, o, en jerga económica, la ventaja de mantener equilibrios cooperativos que eviten los resultados de suma cero. El lado negativo, la otra cara de la moneda, es la necesidad de definir normas y delimitar quién está dentro y quién está fuera precisamente para garantizar que dichos equilibrios se consiguen la mayoría de veces. Se trata, al fin y al cabo, de una manera de organizar el conflicto. Incluso cuando la sociedad define el principio de diversidad como seña de identidad comunitaria, al estilo de Justin Trudeau en Canadá, el dilema es inevitable. De hecho, en cierto sentido se vuelve más agudo: ahora, los límites y las normas, la definición de “nosotros” y “ellos” sirve para que ese “nosotros” pueda seguir siendo variado y abierto.

En las últimas décadas el debate sobre en qué punto debe situarse la sociedad occidental en el eje libertad-comunidad se ha resuelto de manera gradualista, y casi siempre en favor del primer extremo. Isaiah Berlin lo definía en su La traición de la libertad como un tira y afloja entre Hobbes y Locke, entre conservadores y liberales. Mientras que los primeros apuestan por la definición de unas normas de máximos que frenen una excesiva disgregación de la dimensión comunitaria, asegurando su permanencia y estabilidad, los segundos prefieren definir unas reglas de juego que permitan una evolución con menos ataduras, y por tanto más imprevisible. Hasta hace poco, el consenso caía del lado liberal. Nuestras sociedades se movían así hacia la apertura, tanto en el campo material (mercado) como en el ideal, hasta el punto de crear un entorno de fragmentación simbólica sin precedentes. Como digo, hasta hace poco.

Una sociedad profundamente interconectada y al mismo tiempo caleidoscópica es también una sociedad de futuro más incierto. Mejor dicho: a medida que la complejidad se incrementa, los caminos que se abren, desde el punto de vista de cada individuo, se multiplican. Esto, sin duda, alegrará a quienes se encuentren cómodos en la elección. Pero ¿qué pasa con aquellos que no puedan, o no quieran, escoger? Por falta de recursos (monetarios, sociales), o por decisión propia. Para ellos, este universo de la elección infinita se convierte en una fuente de frustración: los descontentos, cuyas expectativas no están colmadas ni en el mejor y más rico de los mundos que el ser humano ha construido hasta el momento. Es en este punto en el que se rompe el consenso. De ello se encargan no una, sino dos enmiendas a la totalidad que se erigen en portavoces de la insatisfacción, pero que se presentan como alternativas diametralmente opuestas.

Insurgentes y reaccionarios

En un extremo nos encontramos a los insurgentes. Hunden sus raíces en las ideas de Antonio Gramsci, o más bien de sus intérpretes neogramscianos, para afirmar que la supuesta diversidad del proyecto liberal es un engaño porque la igualdad epistemológica no existe. En su lugar, lo que hay es una lucha más o menos abierta, más o menos desigual, por definir la realidad. En sus versiones más cercanas al posmodernismo se atreven a hablar de epistemicidio, como lo hizo el filósofo portugués Boaventura Da Sousa Santos para referirse al “asesinato simbólico” de maneras de ver el mundo en las antiguas colonias europeas. Sin llegar tan lejos, la perspectiva política de alguien como Pablo Iglesias bebe de la existencia de hegemonías culturales: necesita subrayar su existencia constantemente para que su proyecto tenga sentido. La insurgencia neogramsciana cuenta así con un proyecto en dos fases. La primera, definir el campo de batalla simbólico: nombrar la lucha debería bastar para despertar conciencias. La segunda, librarla. No queda claro si, tras su eventual victoria, la diversidad será mayor (y, por tanto, real), o si sencillamente una visión hegemónica será sustituida por otra.

Esta ambigüedad se expresa con particular claridad en la lectura que Isaiah Berlin hace de quien probablemente es el pensador básico para las insurgencias, más allá del filósofo italiano: Jean-Jacques Rousseau. Para el ginebrino, como para la mayoría de los pensadores de la Ilustración, la existencia de un orden natural armónico asegura que las preferencias y los intereses de cada individuo, si se expresan de manera sincera, son siempre perfectamente compatibles con los de todos sus compañeros. La suma constituye ni más ni menos que la voluntad general. Así, todos los humanos son potencialmente buenos. Pero, razona Berlin, eso quiere decir también que si cualquier otro, cualquiera de nosotros, percibe una interacción en la que existe un conflicto de intereses, sabrá que esas personas se están desviando de la búsqueda de la voluntad general, y estará obligado a intervenir para corregir su rumbo. De esta manera, la bondad universal presupuesta puede desembocar en una búsqueda autoritaria en la cual la libertad (de ser feliz) solo se consigue a través de la ausencia de libertad (de elección), que es innecesaria en tanto que hay un equilibrio comunitario absoluto que alcanzar. La noción de voluntad colectiva en Gramsci, sobre la cual se basa la construcción de una nueva hegemonía alternativa, está íntimamente emparentada con el concepto de Rousseau. La diferencia clave es que Gramsci admite una interacción dialéctica (entre individuos, y entre estos y la realidad objetiva) mucho mayor en su definición. Lo cual deja un espacio mayor para la diversidad. Pero, al fin y al cabo, cualquier noción de colectividad toma partido en el dilema de origen de la sociedad diversa: a favor de la comunidad, más que de los caminos individuales.

En el otro extremo están los reaccionarios. Para ellos, la diversidad excesiva es una amenaza (de hecho, es la amenaza por excelencia) para la esencia de la sociedad occidental. Más aún: consideran que en el debate gradualista entre liberales y conservadores dicha esencia ya se ha perdido. Guiados por la nostalgia de un pasado que, probablemente, nunca existió tal y como imaginan, quieren volver atrás, empezar de cero y levantar muros para impedir que la sociedad vuelva a descarrilar. Aquí, el destino del proyecto está claro, y consiste en una reducción de la pluralidad. El giro clave, lo que permite precisamente abrir un espacio en el debate público para un abanico de posturas que en teoría superamos tras la Segunda Guerra Mundial, es que esta vez se arrogan la capacidad de salvar a la sociedad occidental de sí misma. Se aprovechan de la versión extrema del dilema: si no volvemos atrás, afirman, no habrá manera de recuperar el control que nos permite vivir en libertad.

En su reciente La mente naufragada, Mark Lilla se dedica a analizar las características del pensamiento reaccionario. El capítulo que dedica a la figura del filósofo conservador Leo Strauss es particularmente iluminador. El punto de partida del pensamiento de Strauss es la tensión entre Atenas (el cuestionamiento sistemático de la realidad) y Jerusalén (la referencia moral absoluta, normalmente de origen teológico). No hay orden social sin autoridad, como tampoco lo hay sin crítica. Lo interesante para Lilla es la interpretación que muchos de sus autodenominados discípulos hacen de la dialéctica necesaria: la sociedad liberal occidental habría olvidado Jerusalén para convertirse en una Atenas corrompida intelectualmente por culpa del relativismo. Un rumbo a corregir, por supuesto, revisitando la necesidad de autoridad y máximos morales.

La contienda queda, de esta manera, configurada como un cuadrilátero con un púgil en cada esquina. A la pelea gentil entre liberales y conservadores se unen reaccionarios e insurgentes. Ambos se pretenden herederos de la frustración, de las expectativas incumplidas. Ambos niegan la posibilidad de una auténtica diversidad social estructurada de manera puramente horizontal. Pero mientras que los primeros se basan en la nostalgia, los segundos lo hacen en la utopía. De hecho, cada uno es una versión extrema de sus vecinos ideológicos, con sus propios reclamos que pueden incluso sonar razonables en su versión más desnuda. Al fin y al cabo, es cierto que la desigualdad creciente en las sociedades occidentales hace que la pluralidad sea poco más que un espejismo para una parte de la ciudadanía. Y no lo es menos que Occidente se enfrenta a enemigos que, desde dentro y desde fuera, pretenden minar sus cimientos. Los argumentos son tentadores para el centro. Por eso, para definir quién vence esta pelea, la clave está en la zona gris.

Poco a poco, el ámbito liberal y el colectivo progresista habían encontrado puntos en común. Siempre con los recelos propios de quien entiende que la desigualdad es un rasgo definitorio de las sociedades abiertas, y por tanto cuidándose mucho de definirse explícitamente como liberal, el progresismo se había alejado decididamente de las posiciones autoritarias con las que coqueteaba más abiertamente durante la Guerra Fría, sobre todo en su primera mitad. Al mismo tiempo, incluso los conservadores más acérrimos habían detectado puntos en común con el liberalismo en el diseño de normas sociales más o menos flexibles. Pero la nueva ruptura del consenso ha dejado a los extremos de la antigua normalidad ante la necesidad de elegir entre sumar fuerzas con los nuevos (progresistas con insurgentes, conservadores con reaccionarios) y renunciar así a los proyectos de consenso; o mantener un frente unido. La decisión depende en no poca medida de cómo se responda a la cuestión de por qué se ha roto el consenso justo ahora.

Por qué, y hacia dónde

Como sucede en cualquier guerra epistemológica (y esta lo es: en eso, los insurgentes ya han ganado su primera batalla), cada contendiente acude a la batalla armado con su propia explicación.

Liberales, progresistas y conservadores centrados entienden a los reaccionarios como un movimiento de orden cultural, que propone echar cerrojo a la apertura social por preferencias que son estrictamente las que ellos mismos dicen tener: más que xenofobia, mixofobia, o miedo a mezclarse con gente diferente. Subrayan que sus apoyos provienen normalmente de zonas menos densamente pobladas, más homogéneas, y con menor exposición a la diversidad. Su manera de entender las causas para la insurgencia es, eso sí, bastante menos clara. A lo sumo, se llega a hablar de expectativas no cumplidas, sobre todo para los jóvenes. Pero normalmente el mayor peso se le otorga al aparato ideológico que envuelve a los insurgentes, y a su capacidad para ganar adeptos. En resumen: el consenso amenazado entiende sus amenazas a través del afloramiento de preferencias que tienen poco o ningún anclaje en la realidad material. Justo al revés de cómo ellas se explican a sí mismas.

Porque los movimientos de enmienda comparten una visión estructural de la ruptura del consenso. Ansiedad económica, se le llama en el ámbito anglosajón. El proceso de integración económica (libre comercio, libre mercado, libre movimiento del factor trabajo) habría creado un grupo de desaventajados, los famosos perdedores de la globalización. Que pueden serlo también por simple miedo, percepción, o falta de expectativas: no es necesario sufrir la pérdida material para que esta tenga efectos contrahegemónicos (lo cual, paradójicamente, nos acerca a la tesis liberal-progresista). De ahí el descontento, la frustración y la decisión de no participar en la sociedad abierta. Unos, por considerarla una farsa. Estos son los insurgentes. Los otros, los reaccionarios, por verla como un cáncer. Aquí es donde se separan: mientras que los primeros observan que la promesa de diversidad horizontal no ha sido cumplida ni puede cumplirse bajo el dominio liberal, los segundos ni siquiera quieren que tenga lugar.

De esta manera, además, cada uno guarda su propia contradicción en el aspecto al que menos atención prestan. El proyecto insurgente tiene un programa económico más o menos claro en la eliminación radical de las desigualdades (cuestión diferente, que cae fuera de las aspiraciones de este texto, es si las políticas que escogen son o no efectivas para semejante objetivo), pero no tiene una postura nítida en la dimensión cultural: siguiendo los pasos de Rousseau o de Gramsci, no queda claro si bajo el nuevo régimen hegemónico la pluralidad es posible, o si es siquiera necesaria, en virtud del triunfo de la voluntad popular. Los reaccionarios, por otro lado, asumen perfectamente que la homogeneidad de ideas es un objetivo claro, pero sus coqueteos con el proteccionismo y la redistribución no pasan de indeterminaciones que chocan con el origen decididamente elitista de sus líderes, e incluso de los lugartenientes.

Es en este espacio de contradicciones donde liberales, progresistas y conservadores deben jugar sus cartas. Por el momento, el antiguo consenso ha planteado dos respuestas posibles a las enmiendas insurgente y reaccionaria. La primera queda plasmada casi a la perfección en una columna del propio Mark Lilla. Una semana después de la victoria de Donald Trump, el mayor triunfo político reaccionario hasta la fecha, Lilla escribía en el New York Times que era el momento de acabar con el “identity liberalism”. Dicho de otra manera: si se quería reconquistar el terreno perdido, quizás era hora de hacer caso a Bernie Sanders cuando afirmaba que los estadounidenses estaban hartos de oír hablar de los cuartos de baño de los liberales, en referencia a la polémica sobre el acceso de personas transexuales a los servicios para mujeres. En lugar de eso, sería cuestión de subrayar los puntos de unión, que son más abundantes en la dimensión económica que en la cultural, dejando los avances en materia identitaria en un discreto y sutil segundo plano. Es esta una propuesta de acercamiento, en cierto sentido, que apuesta por atraer los nuevos extremos (o, cuanto menos, a sus bases sociales) al redil.

La segunda respuesta es casi diametralmente opuesta, y proviene inevitablemente de las minorías que se han visto más beneficiadas por el incremento de la diversidad abierta. Un coro de voces se alzó tras la victoria de Trump, por ejemplo, para exigir que no se diese ni un paso atrás en ese sentido. No hace falta irse a Estados Unidos: fue en abril cuando Guy Verhofstadt, líder del grupo liberal en el Parlamento Europeo, convirtió en viral su réplica al autoritario primer ministro húngaro, en la cual poco menos que ridiculizaba a Viktor Orbán sin ceder ni un milímetro en el acervo de libertades conseguido por la Unión Europea. La posición de Verhofstadt, como la de las minorías en desventaja histórica, se aleja de las concesiones y se acerca a la construcción de un bloque pluralista.

Lo cierto es que no parece que ninguna de las dos alternativas pueda responder completamente a la pérdida de expectativas que se encuentra en el origen de la ruptura del consenso. Que vivamos en el mejor de los mundos hasta ahora no quiere decir que estemos en el mejor de todos los imaginables. Y es precisamente la diversidad, transformada en fragmentación, que hace posible este mundo, la que también favorece la imaginación que alienta sus enmiendas. Seguramente, será necesario escoger entre acercamiento y frentismo sin que ninguno asegure el éxito a corto plazo. En el largo, por suerte, contamos con cierto respaldo de la historia. No es la primera vez que la sociedad occidental se encuentra en la tesitura de defender su creciente apertura contra demonios internos. Hasta ahora, y tras salvar los conocidos baches y precipicios, el resultado siempre ha sido el mismo. De hecho, es eso lo que nos ha traído hasta aquí. No hay razón para sospechar que esta vez vaya a ser distinto. Pero un exceso de confianza nos puede llevar ladera abajo. Es mejor tener presente que nada está escrito, y que vivimos en una incertidumbre cuya resolución depende, al fin y al cabo, de cómo empleemos el espacio de libertad de que disponemos.

Este espacio es como el mar para los peces: les permite moverse y respirar, lo es todo, y lo es tanto que resulta casi obvio. David Foster Wallace dijo una vez que los humanos haríamos bien en recordar con asiduidad que estamos vivos, y que podemos decidir cómo experimentar cada momento. Lo equiparaba con un pez diciéndose a sí mismo “Esto es agua, esto es agua” para ser plenamente consciente del medio que le da la vida. Quizás repetirnos de cuando en cuando qué es lo que nos permite escoger, pensar, decidir sea un ejercicio útil para entender qué significaría vivir fuera del agua. ~

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(Valencia, 1985) es director adjunto en el Centro de Políticas Económicas de Esade (EsadeEcPol), doctor en sociología por la Universidad de Ginebra, miembro del colectivo Politikon, y coautor de El muro invisible (Debate, 2017). Escribe en El País.


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