Sherlock Holmes: El orden del caso

Holmes, lector infatigable de periódicos, podría definirse como un adivino del pasado, intérprete de residuos y de restos: tabaco, huellas, tatuajes, tejidos, barbas, amputaciones, manchas, medallas, tipografías...
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Aunque cueste creerlo, hubo un tiempo en el que Conan Doyle no estaba al corriente de lo que Sherlock Holmes iba a significar para su carrera: la única persona capaz de inventarlo lo desconocía todo sobre su personaje. En la primera de sus novelas Holmes aparece ya completo, mientras que Doyle actúa como un advenedizo, obligado a esforzarse para que no lo confundamos con un impostor. Sorprende que, teniendo prácticamente formada a su figura ganadora, Doyle no confíe en las posibilidades de Holmes y lo retire de la escena durante casi la mitad de Estudio en escarlata, para recrearse en un insípido flashback donde se explican las motivaciones de unos criminales por los que no sentimos el menor interés. El novelista nos obliga a comparar el alcance de sus poderes con y sin su personaje, y el resultado es desolador para Doyle.

Cuando empiezan a publicarse las aventuras de Holmes la literatura inglesa domina una imponente gama de recursos: fisonomías, diálogos, humor, ideas, análisis económicos, descripciones, máximas morales. La prosa de Doyle se aprovecha de las ganancias de esta tradición: es solvente y agradable, ni el estilo ni las ideas tiran demasiado de nosotros ni nos perturban, la buena fe del profesional contribuye a que Holmes se apodere del escenario. Allí donde el lector de Proust reparte su atención entre los personajes y las observaciones del narrador, o el de Woolf entre la señora Dalloway y los hallazgos líricos, Sherlock Holmes no encuentra competencia.

El género detectivesco comparte con la magia cierta deshonestidad consentida: se trata de engañar, hurtar o esconder la pieza que falta para intrigar al público. Pero allí donde el arte del mago pasa por ejecutar el truco sin que veamos la “pieza”, el relato detectivesco se obliga a mostrar al final la “pieza”, vive de alimentar la esperanza de que con un poco más de atención uno mismo podía resolver el caso.

Cada detective propone una clase distinta de “truco”. Holmes, lector infatigable de periódicos, podría definirse como un adivino del pasado, intérprete de residuos y de restos: tabaco, huellas, tatuajes, tejidos, barbas, amputaciones, manchas, medallas, tipografías… que gracias a una alquimia desconocida es capaz de conectar con el pasado con una precisión inequívoca. Holmes extrae de cada fenómeno su propia ley de formación, que le faculta para predecir su comportamiento futuro: es el sueño húmedo del empirismo.

Conocemos el truco, lo hemos leído, escuchado y visto representado cientos de veces, pero nos sigue proporcionando la misma fascinación placentera: Holmes entra en una habitación, y gracias a su superempirismo es capaz de reconstruir una vida a partir de una fibra de seda o anticipar el futuro en una gota de sangre. El mayor talento literario de Doyle fue soltar a Holmes en un escenario.

Pero si el de Holmes es un método científico el lector puede proclamarse el obispo de Canterbury. Doyle se aprovecha de que los lectores solo podemos ver lo que él se decide a describir: Holmes estudia un espacio que se nos escatima, por muy atentos que estemos siempre se nos “pasarán por alto” pistas y señales por la sencilla razón de que Doyle no nos permitió “verlas”. Pero el truco es más profundo: si las deducciones e inducciones de Holmes son imposibles de anticipar se debe a que no responden a ninguna cadena lógica, se trata de hallazgos estéticos, asociaciones sugestivas, que comparten rasgos con el capriccio. Buena parte del trabajo de Doyle pasa por imaginar en sentido inverso a la exposición narrativa: veía primero al marinero o al asesino, y después le atribuía un “residuo” que después le permitirá a Holmes (y al lector) recorrer el camino contrario.

La fascinación del truco es tan intensa, la rendición del lector tan incondicional, que admitimos que Holmes diga cualquier cosa, ¡esperamos que vaya tan lejos como pueda! Doyle es un maestro de la exposición antes que de la intriga. Y tampoco logra interesarnos con las justificaciones y las confesiones de los criminales. Si con el paso de los relatos anticipamos algunas de las soluciones no es porque se nos contagie algo del falso método de Holmes, sino porque cada vez conocemos mejor la mente de Doyle.

Nuestras posibilidades de “resolver” el caso aumentan si sospechamos de un criminal que regresa de las colonias o de que bajo ese empleo regalado espera una trampa. Aquí actúa la pereza narrativa de un Doyle entregado a tantas variaciones del mismo ejercicio, pero también asoma una preocupación común. Los colonos que regresan para vengarse de unos padecimientos para los que ya no pueden contar con la protección de la ley son figuras apropiadas para explorar situaciones en las que el delito no se sustenta en la codicia o lujuria sino en el código de honor que exige la reparación de una ofensa. Doyle señala que la ley tiene sus zonas ambiguas: justicias que la legalidad no comprende; y Holmes se complace a veces en dejar escapar al “criminal” si no reconoce acciones irreparables. ¿No son excesivos los castigos cuando los incita la necesidad? ¿No deberían prescribir los delitos en algún momento? La musculatura literaria de Doyle carece de la elasticidad (y de la resistencia) para perseguir los desajustes entre crimen, justicia y venganza demasiado lejos; pero los señala con una contundencia que le proporciona a las aventuras de Holmes su particular coloración moral.

Doyle nunca se deja fascinar por el mal. Uno tras otro, sus oficiantes aparecen como figuras anémicas, sustraídas de la corriente de los afectos, sus cualidades aparecen rebajadas: son más astutos que inteligentes, más calculadores que atrevidos; si resultan dañinos es desde la debilidad. Esta concepción del mal lastra la emoción de las aventuras, Holmes apenas tiene enemigos a su altura. Sin capacidad de respuesta, ya no digamos de contraataque, los criminales actúan como directores de escena a los que una vez dispuesto el escenario solo les queda sentarse y contemplar la actuación de la primera figura: su función se superpone a la Doyle.

Las mejores “intrigas” de las aventuras coinciden con la manifestación de las debilidades que Doyle le atribuyó a Holmes para escapar del aburrimiento de lo infalible: cuando se demora, cuando se recrea, cuando convencido de la superioridad de su inteligencia omite la poca que pueda tener el criminal. Consideraciones que quedan atrás cuando Doyle decide desembarazarse de Holmes y proporcionarle un rival a su altura en el mismo relato, cuando los éxtasis del antagonismo y la muerte convergen en El problema final.

Las versiones visuales de Holmes nos han acostumbrado a pensar en el profesor Moriarty como en un enemigo recurrente, pero su presencia está contenida en un número reducido de páginas. Lo que Doyle se propone con Moriarty afronta ciertas complicaciones, y tensa la historia de Holmes tal y como la venía contando. Aunque las aventuras puedan leerse de manera independiente, Doyle ha marcado algunos hitos (la convivencia de Holmes y Watson, la marcha del doctor de Baker Street para casarse) que trazan una borrosa línea cronológica, de manera que por misterioso que sea Holmes, y por distraído que parezca Watson, es casi un escándalo que después de tantos años de aventuras al detective no se le haya escapado una palabra sobre el profesor Moriarty, un hombre con el que además de unirle una enemistad íntima resulta ser el responsable último de muchos de los casos en los que han trabajado juntos: la araña en el corazón de la tela.

Holmes establece con Moriarty una relación de violenta cercanía inédita en las aventuras precedentes. El carisma del villano depende de la fascinación que ejerce sobre Holmes, quien admira a Moriarty por lo mismo que le repele: la calidad de su mente abstracta. El profesor es un matemático extraordinario (si no recuerdo mal ha firmado trabajos decisivos sobre el movimiento de los cuerpos celestes), un empirista cuya mirada se ha desviado hacia el aterrador silencio de los espacios celestes. Si Moriarty nos impresiona es por su dependencia de Holmes, ambos son estudiosos de lo escarlata y comparten las mismas habilidades intelectuales, aunque el profesor las haya encauzado hacia el crimen. Hoy diríamos que Moriarty es el reverso oscuro de Sherlock, pero la pertinencia histórica invita a hablar de doble. El misterioso caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, escrito siete años antes, planea sobre El problema final.

La imaginación de Doyle no es capaz de detallar la batalla intelectual entre Holmes y Moriarty. Terminadas las presentaciones sigue un asomo de encuentro, el eco de un diálogo, una carta trampa e insinuaciones de una persecución… En un gesto tan genial como inesperado Doyle concluye el relato en una imagen que casi exige una interpretación simbólica: los dos antagonistas precipitándose a una muerte conjunta. ¿Qué significa esta ascensión y caída, la mutua neutralización de los antagonistas? Da igual, aceptamos que el sentido quede borroso a cambio de la fuerza expresiva de la escena. Las Cataratas de Reichenbach ofrecen una imagen indeleble, y han cumplido su función: Sherlock ha muerto, Doyle vuelve a ser libre. ~

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