Ilustración: Hugo Alejandro González

Por qué volver al infierno

Vivir en una sociedad asediada por el terrorismo marca para siempre a un escritor. Podemos cambiarlo casi todo, pero no podemos escapar a nuestros miedos.
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Soy un autor de pesadillas. Escribo historias de terror. Solo que no son historias fantásticas. En mi opinión, los verdaderos fantamas y los monstruos no viven en el mundo paranormal, sino en la historia de los países y en el corazón de las personas.

Mis personajes siempre se enfrentan a sus mayores temores, que son también los míos y los de cualquiera: miedo al fracaso, o a la soledad, miedo a ser un mal padre, miedo a comprometerse…

Y, por supuesto, como todos los peruanos de mi generación, miedo a morir en la calle por la explosión de una bomba.

O a atravesar la noche en pleno toque de queda, a oscuras por un apagón y ser acribillado por un militar desconfiado.

O a ser secuestrado, encerrado en un zulo y ejecutado.

Donde yo crecí, todo eso formaba parte de la rutina.

Violencia: Instrucciones de uso

Durante los años ochenta, el enfrentamiento entre el grupo terrorista maoísta Sendero Luminoso y el Estado peruano produjo cerca de setenta mil muertes y desapariciones, y ahogó nuestra vida cotidiana en el caos y la violencia.

Ya en los noventa, cuando la guerra terminó y me hice adulto, uno de mis primeros trabajos fue el de “asesor de redacción” de la Defensoría del Pueblo. Escribía discursos para el Defensor, elaboraba notas de prensa de la institución, colaboraba en algunos informes e impartía cursos de redacción a los funcionarios.

En esos años, no se hablaba de la violencia en el país. Habíamos ganado los buenos. Punto. No quedaba más qué decir ni muchas ganas de volver al tema. Sin embargo, parte de la labor de la Defensoría del Pueblo consistía en crear un archivo documental sobre las violaciones de derechos humanos durante los años de fuego. En consecuencia, yo pasaba muchos días escarbando en la violencia, no solo la de Sendero, sino también la del Estado, la que se había cometido en nombre de gente como yo, para “salvarnos”. Con cierta frecuencia me tocaba viajar a Ayacucho, el epicentro de la antigua zona de emergencia. Ahí, todo el mundo consideraba que mi terrible infancia era un envidiable oasis de paz.

Una mañana llegó a mis manos una denuncia contra las autoridades de la cárcel de Yanamayo, una de las más duras del país. El documento explicaba que efectivos policiales habían violado a las presas y luego también a los presos varones, empleando para la labor sus garrotes antidisturbios. Otras veces, recibía informes sobre masacres perpetradas por los terroristas con piedras y cuchillos. En pueblos como Lucanamarca, cerca de ochenta personas habían sido asesinadas de ese modo, cuerpo a cuerpo.

Mi trabajo con estos documentos consistía en corregir la ortografía y la puntuación, lo cual me hacía sentir como un mal chiste.

A partir de esas experiencias, en mi mente fue cobrando forma el personaje de un burócrata que solo fuese capaz de ver el mundo a través del papeleo oficial. Un hombre tragicómico, como mucha de la gente que yo conocía –como yo mismo–, que recibiese informes sobre descuartizamientos y se preocupase exclusivamente por el orden de los adjetivos. Quizá porque no sabía ver la realidad. Quizá porque no quería.

También comencé a pensar en asesinos en serie.

Durante mi infancia, debido a los peligros de la calle, no había salido mucho de casa. Para entretenerme recurría sobre todo a los libros y la televisión. En los primeros descubrí las historias de terror de los grandes escritores latinoamericanos: los cuentos de Horacio Quiroga, o los de Cortázar, como “La noche boca arriba”. Aura de Carlos Fuentes y las historias de fantasmas de Juan Rulfo. Los thrillers políticos de Mario Vargas Llosa. En la televisión, me aficioné a las series de misterio tipo La dimensión desconocida o La hora macabra, y al humor negrísimo de Alfred Hitchcock presenta. Así que años después, cuando tuve que examinar el horror a través de los informes defensoriales, albergué la sensación de vivir en un país de asesinos en serie, donde todo el mundo andaba por ahí matando gente en masa.

Durante casi una década, estas imágenes no pasaron de ser fantasías inconexas de una imaginación calenturienta. En 2000 me mudé a España para estudiar guion de cine. Y toda aquella guerra se convirtió en una historia lejana y antigua.

Pero cuatro años después de mi llegada a Madrid se produjeron los atentados de la estación de Atocha. Diez bombas en cuatro trenes. Cerca de doscientos muertos. Casi dos mil heridos.

Ese día, las ambulancias zumbaban como abejorros gigantes. Las noticias de la tele enloquecieron. En la revista en la que yo escribía nadie podía trabajar. Nos mandaron de vuelta a casa. Me pasé la mañana haciendo y recibiendo llamadas telefónicas que siempre empezaban igual:

–¿Dónde estás? ¿Estás bien?

Conocía esa sensación. Conocía el miedo de que algún amigo estuviese muerto en medio de la calle. De hecho, era un experto en todo eso.

Paralelamente, en los medios se discutía la guerra de Afganistán, y luego la de Iraq, con sus respectivas violencias. Nombres como Guantánamo o Abu Ghraib pronto se harían inevitables en las noticias.

En principio, nada de eso tenía que ver conmigo. Yo acababa de terminar una novela intimista sobre los fantasmas de una familia. Mi idea de la literatura no tenía nada que ver con la política o los traumas nacionales (en todo caso, con huir de ellos). Pero en ese momento, mi historia saltó el océano y me alcanzó en Madrid. Lo que me había ocurrido se repetía en Europa, y, por lo tanto, yo tenía cosas que contar al respecto.

Un par de semanas después, comencé a escribir una novela llamada Abril rojo.

Política: Vías de escape

Abril rojo tuvo un éxito inesperado. Más de lo que habría podido imaginar. Seguramente más de lo que debería tener un escritor de treinta años.

La coyuntura ayudaba: la aparición del libro coincidió con el fin del silencio. La Comisión de la Verdad y Reconciliación –heredera del acervo documentario de la Defensoría del Pueblo– había establecido un registro oficial del pasado violento del Perú. Y precisamente 2006 era un año electoral en muchos países de América Latina, con Hugo Chávez en su plenitud sacudiendo los fantasmas de la Guerra Fría en la región.

Entendí el poder de escribir sobre política. Solo una cosa une a los lectores de literatura: todos hablan de política. Pueden ser de derecha o de izquierda –sobre todo lo segundo– pero la gente que compra novelas es gente que consume opiniones: lee periódicos y discute las noticias con sus conocidos. Yo mismo soy uno de ellos.

Además, los latinoamericanos provenimos de una tradición de escritores comprometidos. La política forma parte de nuestro adn. Pablo Neruda escribió poemas a Stalin. Gabriel García Márquez hizo amistad con Fidel Castro. Mario Vargas Llosa fue candidato a la presidencia. Carlos Fuentes cenaba con Bill Clinton. Para mucha gente en la región, un escritor es un señor que en realidad quiere ser presidente.

Después de Abril rojo me embarqué en una trilogía de novelas sin ficción sobre el siglo XX de América Latina: historias reales sobre el terrorismo en el Perú (La cuarta espada), la mafia italiana y el fascismo en el Caribe (Memorias de una dama) o los intelectuales hispanos y el comunismo (El amante uruguayo). El proyecto consistía en escribir historias desafiantes, que retasen las versiones de los hechos sostenidas desde el poder.

Supongo que lo logré. Porque la trilogía del siglo XX podría llamarse también: “los libros que me metieron en líos”.

Durante esos años padecí censuras, batallas con abogados (llegué a necesitar tres de ellos), anónimas (y no tan anónimas) amenazas de muerte, campañas en contra en los medios informativos de varios países… Muchas de las cosas que ocurrieron ni siquiera se pueden contar sin causarme más problemas. Mi familia la pasó muy mal. Yo quedé muy satisfecho con los libros y su impacto, pero completamente exhausto.

Por otra parte, me sentía cada vez más confuso. Escribir sobre la historia latinoamericana te convierte en un referente mediático sobre la región, sobre todo cuando los libros se traducen. La prensa internacional te llama cuando necesita un comentarista de las noticias. O te piden conferencias, no solo sobre tus libros sino sobre todos los temas de actualidad, desde los gobiernos kirchneristas hasta la reforma migratoria en Estados Unidos.

Pero yo, para entonces, llevaba diez años sin vivir en América Latina.

Una vez, me invitaron a un encuentro en Inglaterra para hablar de la situación de los derechos humanos en el Perú. Pero ¿realmente sabía yo algo sobre la situación en ese momento, tanto tiempo después de los hechos narrados en mis libros? ¿Era lícito arrogarme la representación de alguien al respecto? ¿Era siquiera responsable? Rechacé la invitación. Igual llegaron más: peticiones para escribir artículos, propuestas de charlas en revistas especializadas y eventos de ciencia política que tampoco acepté. A veces, mis rechazos fueron percibidos como altivos y presuntuosos. Pero eran solo los de alguien que intentaba ser honesto.

Décadas antes, los grandes escritores habían dado voz a las grandes ideologías, que en sentido estricto ya no existen. Lo habían hecho, en muchos casos, para dar voz a la gente silenciada por dictaduras. Pero en la América Latina actual, la regla general es la democracia. Los intelectuales denunciaban situaciones cuyos protagonistas no podían hablar. Pero hoy existen las redes sociales. Pretender mantener ese papel me convertiría en un farsante.

Había que volver a empezar. Debía recuperar el placer de escribir. Y recordar por qué lo hacía en primer lugar. Sin dejar de explorar el miedo, probé con nuevos géneros –el thriller psicológico, la comedia de humor negro– y nuevos temas –la soledad, la masculinidad–. Estaba respirando aire fresco.

Como periodista, empecé a opinar sobre la política de España, donde vivo, pago impuestos y crío hijos. Me resultaba mucho más natural. Y sentí que mi trabajo volvía a tener sentido.

Pero hay gente que no puede evitar meterse en problemas. Y yo soy uno de ellos.

El monstruo renace

Tienes hijos y echas la vista atrás.

Por primera vez, no piensas hacia dónde vas, sino cómo has llegado hasta donde estás.

Y estás en la mediana edad. Según las estadísticas, tienes más tiempo a tus espaldas que por delante. Más memorias que proyectos.

(También aprendes a agradecer que tus padres no te hayan tirado por la ventana mientras podían.)

Mis hijos nacieron en la Barcelona del siglo XXI y siempre me ha llamado la atención lo felices que son. Soy uno de esos padres vulgares que, cuando los niños se quejan, les recuerdan la suerte que tienen. Les digo que otras personas viven mucho peor. Pero, al comparar, no pienso en niños africanos muriendo de hambre. O en niñas afganas casadas a los doce años con señores de la guerra.

Pienso en mí.

Cuando era pequeño, a mi padre lo perseguían por sus ideas políticas. No vivía con nosotros. Se escondía. Pero la policía llamaba a nuestra casa a medianoche a decir que lo tenían localizado. O llegaba de madrugada a practicar registros, incluso en mi dormitorio. O arrestaba a sus hermanos y cuñados con la esperanza de obligarlo a entregarse. No recuerdo nada de eso, pero mi madre me ha contado que yo dormía mal, que era un bebé aterrado.

Más adelante, viví en el país que he descrito al inicio de este texto. Durante mi infancia aprendí cosas que ningún niño debería aprender: a pegar cinta adhesiva en las ventanas para que las esquirlas no salten si una bomba las revienta. A tirarme al suelo con la boca abierta en caso de bomba, para que la onda expansiva no me vuele los tímpanos. A nunca detenerme frente a instalaciones militares, porque los centinelas tenían orden de disparar.

Los niños, como solo han visto su propia vida, dan por sentado que es igual a la de todos los demás. Mi hijo una vez me preguntó:

–¿Dónde veraneabas cuando vivías en el Perú?

–Yo no veraneaba. No se podía salir de la ciudad.

–¿Por qué no se podía?

–Porque había retenes.

–¿Y qué son retenes?

–Puestos de guardias armados que revisan a los conductores. A veces, secuestran a alguno.

–¿Qué es secuestrar?

Y así podía quedarme horas, describiendo un mundo que, por suerte, ese niño era incapaz de entender.

Alguien te tiene que decir que eres feliz. Si no, no te darás cuenta. Alguien debe informarte de que no está escrito por ninguna parte que tú tengas todo lo que necesites y seas rico, guapo y gordito. Que si hubieras nacido unos kilómetros más al este o al oeste, tu vida sería muy diferente.

Creo que eso es especialmente importante en la Europa de hoy en día. Hace unos meses, una encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas de España reflejaba las principales preocupaciones del país según sus habitantes: casi la mitad de los españoles señalaba la corrupción. Pero nadie señalaba la crisis de refugiados. Lo cierto es que el problema de la corrupción se conoce precisamente porque el sistema actúa contra él: corruptos de todos los partidos, incluso de la Casa Real, se sientan en el banquillo a responder preguntas de jueces y fiscales. En cambio, los refugiados –muchos de ellos, niños– mueren en las costas mediterráneas y Europa se desentiende.

La Europa del siglo XXI es, como éramos nosotros en la Lima de mi infancia, un gran barrio de clase alta, rodeado de gente que sufre, pero demasiado ensimismado para verlo. El problema para nosotros no era la pobreza, sino que los pobres a veces se metían en el barrio, “seguramente para robar”.

Quiero que mis hijos conozcan mi historia porque así entenderán la suya. Deseo que estos europeos se sientan parte de ese mundo exterior del que llegó su padre, porque su vida será mejor si ayudan a mejorar la de otros.

Por eso, en mis últimos libros (La pena máxima y La noche de los alfileres) decidí volver al horror histórico: a los oscuros episodios de violencia de la historia peruana. Me parecía importante dejar constancia de ellos para que lleguen a personas fuera del Perú, y también a una generación de peruanos que ya es adulta y no vivió esas cosas.

Esta vez, sin embargo, mi actitud era muy diferente a la de la trilogía. No se trataba de escribir contra el poder, en el sentido en que lo aprendí de mi tradición literaria. Se trataba de contar mi historia, mejorada por la ficción, pero mía. Transfigurada para causar en el lector el mismo pánico que yo conocí.

H. P. Lovecraft decía que el miedo es nuestra emoción más antigua y fuerte. De hecho, uno puede cambiar de país, de ideología y hasta de sexo, pero siempre lleva consigo sus terrores. Por eso, he convertido los míos en mi forma de explorar la condición humana. Me propongo usarlos para que los lectores se conozcan a sí mismos y, por lo tanto, a los demás seres humanos, por muy lejos que estén en el espacio o en el tiempo. ~

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