Ilustración: Eduardo Ramón

Por qué prefiero El Financial Times sobre el New York Times

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Cada mañana, si no tengo resaca, me levanto alrededor de las ocho, porque es cuando mis dos gatos comienzan a maullar pidiendo el desayuno. Les doy de comer, hago café y ando descalza y sin ducharme (con una taza en la mano) por el vestíbulo común de mi apartamento hasta la puerta principal, donde recojo mi New York Times y mi Financial Times. Vuelvo entonces a mi apartamento, echo un vistazo a la portada del New York Times durante cinco u ocho segundos, y lo tiro a la basura con desprecio. Me bebo el café y me dedico a leer completamente el Financial Times, excepto la sección de Empresas y Mercados, que es especialmente densa. Si es la edición del fin de semana, me leo incluso casi por completo la sección de Hogar y Casa, cuyos editores parecen tener una definición muy generosa de lo que significa “mercado inmobiliario” y dan espacio a temas como los sin techo y la conservación de la fauna. Me esmero en leer las columnas de opinión medio en broma medio en serio de gente rica que exige que se prohíba a los niños en los restaurantes y museos de arte.

Como soy una Socialista con S mayúscula, mis hábitos de lectura sorprenden a menudo a los progresistas. Soy escritora, pero mi mayor audiencia viene de Chapo Trap House, un popular podcast político satírico de izquierdas. Esto me convierte en una especie de bicho raro para mis colegas de las instituciones mediáticas tradicionales –repletas de progresistas–, así que a menudo me encuentro a mí misma explicando mi preferencia por el papel rosa del capitalismo liberal frente a la Señora Gris del liberalismo cultural. La respuesta es simple: según prácticamente todos los estándares, el Financial Times es mejor periódico. Hace una cobertura del mundo tal y como es: una batalla global no de ideas o valores, sino de intereses económicos y políticos.

Comparado con el Times, los reportajes son a menudo más profundos; los reporteros tienen por lo general más experiencia; la cobertura es comprensible tanto geográfica como sustantivamente; incluso las columnas y tribunas de opinión son mejores –posiblemente porque hay muchas menos, y no se usan para rellenar el periódico con “contenido” (artículos confesionales, publirreportajes, listas) sino para hacer reportajes.

El FT es más refrescante y no se pierde en la ciénaga de las miopes guerras culturales estadounidenses, que rara vez alcanzan la superficie de la política material o la economía. Cuando hace noticias ligeras, tiene una calidad mayor (por ejemplo, el “Almuerzo con el FT” que hizo Rana Foroohar con Rebecca Solnit trasciende el género del perfil adulador a un famoso para dar pie a una crítica sutil pero feroz).

Por el contrario, el New York Times es el buque insignia del triunfalismo liberal; sigue la línea del “fin de la historia” de Francis Fukuyama, la noción de que todo conflicto ideológico serio llegó a su fin con la suspensión de la Guerra Fría, y que ya no hay mucho en juego en las disputas políticas del futuro más allá de acuerdos comerciales regionales y el ajuste de los tipos de cambio.

Recientemente, sin embargo, el “fukuyanismo” ha sufrido un duro golpe. Las pasadas elecciones presidenciales en Estados Unidos fueron un shock para casi cualquier persona que trabajara en predecir su resultado, y tanto el surgimiento de Bernie Sanders como el de Trump prueban que no hemos alcanzado, como predijo Fukuyama, el “punto final de la evolución ideológica de la humanidad”. La idea de un “fin de la historia” perdió credibilidad cuando todos empezaron a prestar atención a una desigualdad económica por las nubes y al malestar político, y fue bastante evidente que el mundo seguía siendo una batalla feroz entre los que no tienen nada y los que lo tienen todo. Karl Marx lo sabía, cualquier trabajador de una fábrica de coches en Detroit obviamente lo sabe y Edward Luce del FT lo sabe. Incluso el propio Fukuyama se ha dado cuenta de la inestabilidad de la trayectoria política liberal estadounidense y ha proclamado que “el socialismo debe volver”. David Brooks, por otra parte…

Para colmo, la Señora Gris constantemente es blanco del menosprecio que sale del cargo más importante de Estados Unidos. Después de ocho años de estar en una posición cómoda a favor de Barack Obama, en la que el periódico tuvo cero consecuencias por sus evidentes errores morales y periodísticos al apoyar la guerra de Irak, el “decadente New York Times” y sus compañeros se revuelven furiosos ante su repentina irrelevancia para estas nuevas élites políticas tan vulgares. El Times es incapaz de concebir un mundo en el que puede estar equivocado y de lidiar con una administración que habla con tanto desprecio de su trabajo. No solo ha perdido la capacidad de influir en el rey, sino que está descubriendo que es incapaz de llegar a los campesinos; los artículos cínicos y obvios contra Bernie Sanders muestran el desprecio general del periódico hacia la política de masas.

Si la máquina mediática estadounidense rindiera cuentas al público, o fuera un conjunto más autorreflexivo y penitente, o al menos tuviera algo de vergüenza, el Times se habría esforzado un poco en reconsiderar la ideología de la casa. Y sin embargo mantiene el rumbo. ¿Por qué?

Hay factores psicológicos en juego: claramente, negación, algo que vemos a menudo en los lectores de la #resistencia del Times que piensan que todo esto ha sido un gran error y que papá va a venir a salvarlos de un momento a otro. Pero, como buena marxista, debo señalar que la ideología y la filosofía de la industria periodística son esencialmente un producto de las fuerzas del mercado. Los medios públicos como la BBC pueden seguir siendo sosos e informativos. Los reportajes del FT se dirigen a unos lectores que participan en acontecimientos globales. The New York Times analiza de manera compulsiva y escruta ad nauseam cualquier cosa que diga Trump porque eso le sirve para pagar las facturas y cultivar una audiencia a la que adula y mantiene estimulada. Solo hay que ver el “Empujón Trump”, el incremento del 66% en los beneficios del periódico por agotar cualquier iteración posible de comentario, especulación o invectiva sobre Donald.

Si miramos más atrás, el declive de la industria periodística en Estados Unidos ha conseguido que, por años, una buena parte del “país interior” acabe ignorado por las “élites de las costas” (sí, es una denominación fiel). Los periódicos más pequeños tienen presupuestos mucho más pequeños para viajes y reportajes de investigación a largo plazo, y muchos periódicos locales han sido destrozados o desguazados. La cobertura local tiene sus debilidades, claro, y las noticias nacionales son necesarias para evitar la política provinciana de una federación demasiado provinciana, como es la de Estados Unidos, pero, si hubiéramos tenido buenos periódicos locales, ¿es posible que el Times hubiera podido ver más de la miseria y el desafecto que condujeron a la victoria de Donald Trump? ¿Un periodismo local serio, que hubiera cubierto las consecuencias dramáticas del tlc y la reforma de salud pública durante la administración Clinton, habría concluido que Hillary era menos que inspiradora para la mayoría de los estadounidenses de clase trabajadora?

El ligero incremento en el empleo en medios “nativos digitales” (alrededor de seis mil puestos de trabajo entre 2008 y 2017) no solo ha fracasado a la hora de reemplazar los trabajos perdidos en las redacciones, sino que ha producido un periodismo con menos sustancia. Con el surgimiento del “contenido” en internet, los grandes medios han extendido sus secciones de tribunas y columnas de opinión hacia el clickbait sin fin estilo BuzzFeed. El resultado es un depósito inmenso de contenido pseudopolítico, tan amplio como un océano y tan vacío como un charco. (El Times no solo está repleto de columnas de opinión y tribunas, sino que se encuentran en una posición destacada, en la parte superior de su web. El FT, por su parte, las coloca hasta abajo.)

Un ejemplo. La primavera pasada me di cuenta de que el Times publicó no uno sino dos artículos sobre una tormenta en un vaso de agua que se había dado en Twitter: si era “apropiación cultural” o no que una estudiante de instituto en Utah vistiera un cheongsam, un vestido de origen chino, para el baile de fin de curso. Esto no es periodismo, comentario cultural o ni siquiera un artículo de tendencias; es el intento de parecer relevante. (Aunque creo que si quieres que tu pequeño pueblo salga en el Times tienes que hacer algo que enfade a los estudiantes de una universidad de artes liberales. En un intento de sobrevivir a la era de internet, el Times se dedica a rastrear tuits en busca del ruido y la furia de espectáculos online interminables que raramente interesan a nadie, salvo a una microcultura online dedicada al “discurso”.)

Hay banalidades que se confunden con reportajes, como la estrafalaria cantidad de espacio que el periódico dedicó a las penurias, propias de un paria social, del abogado y profesor Alan Dershowitz en la isla Martha’s Vineyard tras haber apoyado a Trump, pero si quisiera chismes leería las páginas de sociales. La decisión colectiva del periódico de dedicar espacio –incluso en el ecosistema infinito del contenido web– y recursos a trivialidades que carecen por completo de significado e interés periodístico indica un compromiso editorial no con el periodismo, sino con las comidillas de la clase media educada.

El principal factor que explica el declive del periodismo liberal, sin embargo, es el declive de la propia izquierda. En ausencia de comités de trabajadores en los periódicos locales y de un movimiento sindical vibrante para financiar publicaciones de la clase trabajadora, la lucha de los trabajadores no suele cubrirse, o se cubre solo dentro de los confines de una indignante miopía burguesa.

Tomemos por ejemplo el #MeToo, un movimiento que lucha contra la lacra del abuso y el acoso sexual en el espacio de trabajo. De manera obsesiva, los medios se centraron en las millonarias estrellas de cine y en mujeres con poder en (acertaste) los medios. Si los lectores no conocieran nada de Estados Unidos y leyeran el Times acabarían pensando que estas mujeres ricas y famosas son las mujeres más vulnerables del mundo y no exactamente lo contrario. (El FT no es un espacio para las historias orales como el de Studs Terkel, pero como periódico del capitalismo sus editores al menos mantienen el foco en la política y en las mujeres en el trabajo, sin intentar hacer pasar por periodismo feminista un montón interminable de chismes de famosos.)

Un periodismo fuerte centrado en los trabajadores habría expandido la conversación sobre el #MeToo para incluir a mujeres que recogen tomates, trabajan en líneas de montaje, atienden mesas y limpian habitaciones de hotel. Un periodismo fuerte centrado en los trabajadores habría politizado el problema con demandas serias de políticas públicas y leyes laborales. Tampoco las publicaciones “progresistas” sustituyen a la izquierda laborista. En este momento, The Nation parece simplemente un folleto para su agencia de viajes con conciencia política (es un negocio de verdad). Distanciados de cualquier institución de la clase trabajadora, se inclinan hacia el progresismo, y por supuesto sufren los mismos males de financiación que sufren otras publicaciones.

Así que el panorama mediático está dominado por publicaciones progresistas y su indignación y #resistencia clickbait, con su visión del mundo a lo Fukuyama todavía preservada en gelatina temblorosa. Es un hechizo difícil de romper, especialmente cuando los ideólogos están intensificando su histeria.

En el clásico de 1976 de Sidney Lumet Network [Poder que mata], Howard Beale (interpretado por Peter Finch) es un presentador de televisión que se convierte en un “profeta loco de las ondas” después de su despido por baja audiencia y de sufrir un brote psicótico. Encabeza una resistencia popular desde un programa sensacionalista de televisión que cautiva a una audiencia desencantada, que está “más que harta, y no aguanta más”. Después de que en una transmisión en vivo Beale pide al presidente de Estados Unidos que detenga un acuerdo para vender el conglomerado de la cadena a un conglomerado saudí aún más grande, el director del conglomerado estadounidense (interpretado por Ned Beatty) lo llama a una reunión y le ruge:

Eres un hombre viejo que piensa en naciones y pueblos. No existen las naciones. No existen los pueblos. No existen los rusos. No existen los árabes. No existen los terceros mundos. No existe Occidente. Solo hay un único sistema holístico de sistemas, vasto y colosal, un dominio de dólares entrelazado, interactuando, multivariable, multinacional. Petrodólares, electrodólares, multidólares, marcos alemanes, yenes, rublos, libras y séqueles. Es el sistema internacional monetario el que determina la totalidad de la vida en este planeta. Este es el orden natural de las cosas hoy.

Es una escena perfecta: el capitalista despiadado bramando y explicándole la realidad del mundo a un cruzado histérico y mediático que hasta ese momento se imaginó a sí mismo como un evangelizador virtuoso, y nunca se paró a pensar ni un segundo en su propia insignificancia frente a las fuerzas del mercado. En el caso del periodismo, los capitalistas comprometidos siempre son mejores materialistas que los progresistas. Por eso leo el FT. Está claro que van con el otro equipo, pero al menos saben de qué va el juego. ~

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Traducción del inglés de Ricardo Dudda.

Publicado originalmente en la Columbia Journalism Review.

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es periodista. Colabora en The Baffler y el podcast Chapo Trap House.


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