Otra historia

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Una  historia posible de España tiene un mojón fundamental a la altura de 1978. La aprobación en diciembre de ese año de la nueva constitución democrática marca un hito no solo para el país, sino para el arranque de la tercera ola democratizadora, que empezó en Madrid y Lisboa y recorrió buena parte de América Latina, Europa Oriental y el continente africano hasta perder su ímpetu a comienzos del siglo XXI. La construcción de una España nueva, que incluyera a los dos bandos de la Guerra Civil, empezó mucho antes, claro, el 1 de abril de 1956, con el famoso manifiesto de los estudiantes que empezaba precisamente así: “Nosotros, hijos de los vencedores y de los vencidos, en el aniversario del día fundacional de un nuevo régimen que no ha sido capaz de integrarnos en una tradición auténtica, de proyectarnos a un porvenir común, de reconciliarnos con España y con nosotros mismos […] nos dirigimos a los estudiantes de toda España y a la opinión pública […].”

Destaquemos apenas cuatro puntos: “nosotros”; “tradición auténtica”; “porvenir común”; “reconciliarnos”. Entre diciembre de 1978 y octubre de 1982, esos cuatro puntos parecían cumplidos. Había un “nosotros”, representado por el 88% de los votos favorables a la Constitución. Había una “tradición auténtica” y un “porvenir común”, que se encarnaban en el rechazo a cualquier explicación culturalista para el cainismo ibérico, la reivindicación de los periodos de concordia y progreso y el horizonte ambicioso de la entrada en las instituciones europeas y atlánticas y de conquistar los mismos derechos y libertades, y la prosperidad, que disfrutaban nuestros vecinos. Había un “reconciliarnos” difícil y trabajoso, que pasó, entre muchas otras cosas, por el harakiri de las cortes franquistas, la impresionante manifestación silenciosa tras la matanza de Atocha, la legalización del pce y la capacidad de aguante del presidente Suárez y el vicepresidente Gutiérrez Mellado; y por el papel del rey el 23 de febrero de 1981. Y luego llegó el cambio de la mano de Felipe González y el arrollador triunfo de las elecciones de 1982 y de repente España era otra.

Todo es mentira, obviamente. España llevaba años siendo otra, como cualquier repaso a una serie de orlas de cualquier colegio tradicional en cualquier ciudad de España demuestra. Clases reducidas de apenas media docena de adolescentes envejecidos prematuramente en los cuarenta, que se expanden tímidamente en los cincuenta y que a partir de primeros de los sesenta abandonan paulatinamente el pelo cepillo, la americana y la corbata. A la altura de 1970, las fotos de graduación pueden ser de Valencia o de San Francisco.

Ese impulso, desde arriba y desde abajo, por construir un “porvenir común” tuvo un éxito descomunal. Pero como toda fórmula ganadora, acabó por gastarse. A finales de la década de los dos mil, personalidades y prácticas que no se habían sabido renovar seguían dominando la sociedad española. La crisis consiguiente, que no afectó solo a España, fue profunda, grave y duradera. Uno de sus resultados fue alentar una deriva locoide y desquiciada del nacionalismo catalán. Otro, generar un inasible deseo de volver a acariciar un proyecto compartido ilusionante. De ahí nace Podemos y en eso se convierte Ciudadanos. Esa voluntad regeneradora invadió a una porción mayoritaria de la sociedad española, y electoralmente incluyó también al psoe y al sector más vivo de un pp perplejo ante la perplejidad de su líder. Ahí aparece el bucle de retroalimentación del independentismo, que para justificarse a sí mismo dibujó un fantoche como rival: España era un funcionario franquista con bigotito, un López Vázquez intolerante y soez que desprecia cuanto ignora.

El 8 de octubre de 2017 esas dos corrientes eclosionaron en las calles de Barcelona enarbolando senyeras, banderas españolas y europeas, al grito de “no somos fachas, somos españoles” y sobre todo “no estáis solos”, que para una parte sustancial de la sociedad catalana suponía un rescate milagroso del marasmo provocado el 6 y 7 de septiembre. ¿Se abrió allí una ventana de oportunidad para que de nuevo un 88% de la población apoyara un porvenir común, o al menos unas reglas compartidas para buscar un porvenir común? Varias generaciones de españoles se miraban en el retrato dibujado por el independentismo y no se reconocían. Se tejieron alianzas y aparecieron apoyos insospechados. La sensación de acoso, de asedio, de peligro para todo lo conseguido unió a gente que no tenía nada que ver. Ese 8 de octubre, y el 29 del mismo mes de nuevo, se reunieron en las calles de Barcelona premios Nobel peruanos, ex primeros ministros franceses, profesores de universidad, antiguos altos cargos socialistas, falangistas democratizados, ciudadanos de a pie. ¿Se podía haber construido algo a partir de esos retales?

A lo mejor era todo mentira de nuevo y tiene razón quien ya descontaba los artículos melancólicos, y sabía que era todo maniobrismo político. La moción de censura contra Rajoy volcó el tablero y obligó a repartir cartas de nuevo. Ya no se compartían trincheras, porque además el independentismo había perdido la partida, y sin enemigo enfrente la cohesión flaquea. Esa es una perspectiva convincente: es todo puro juego político, batallas por el poder. A pie de calle se ve distinto, y parece que hay grandes motivaciones y principios en juego, pero en el fondo es una gran pantomima y no hay ni impulso regenerador ni defensa de los valores fundamentales ni lucha por el bien absoluto –porque si lo descartas en los demás, tampoco puedes alardear de ellos–. Se trata solo de decidir quién manda.

Sin embargo, es bonito pensar que no es así; pensar con Gil de Biedma en otra historia distinta y menos triste; en otra España en donde ya no cuenten los demonios y que no termine mal. De ese momento tan especial del otoño pasado, esos días aciagos que vivimos con el corazón en la boca y una aterradora sensación de irrealidad, de estar en Sarajevo en 1990 o en Kigali en 1994, el tiempo que vivimos peligrosamente siendo conscientes de ello, de ahí han quedado libros como La España de Abel, que seis meses antes o seis meses después no hubiera sido posible. Han quedado retazos de conversaciones y desvelos en distintas redes sociales. Ha quedado el recuerdo imborrable de apoyos inesperados y alguna que otra decepción. Queda la conciencia de haber resistido una ola aparentemente imparable, muy bien organizada y muy bien financiada, que amenazaba con llevarse la democracia española por delante.

La angustia de esos días, el amenazador sonido de las caceroladas, los cuerpos armados con distinta legitimidad, las manifestaciones multitudinarias, la yesca presta a arder, un mensaje firme de quien lo podía emitir. Cualquiera que haya pasado por eso con un mínimo de conciencia sabe lo cerca que estuvo un potencial desastre. Hay muchas historias posibles, pero la que soslaye el peso y la solidez de haber pasado por eso juntos, como sociedad, estará mintiendo. La nuestra es otra historia. ~

 

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Miguel Aguilar (Madrid, 1976) es director editorial de Debate, Taurus y Literatura Random House.


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