Mística del amor y del dolor

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A comienzos de 1918, hace ahora cien años, se pudo ver por los cafés de Madrid una mujer de una belleza deslumbrante, matizada por una expresión de dolor en el rostro y un rictus de desdén o indiferencia en la boca. Se llamaba Teresa Wilms Montt. Había llegado a primeros de febrero, procedente de París, con un grupo de paisanos chilenos, entre los que se encontraba el escritor Joaquín Edwards Bello. Wilms Montt y el grupo llamaban la atención en la provinciana Madrid. Ella sobre todo. Su presencia en las tertulias de la época, dominios masculinos por excelencia, no podía pasar desapercibida, mucho menos en la sociedad madrileña, donde una mujer sola, sin la compañía de un varón tutelar, no osaba poner el pie en los espacios públicos so pena de ser anatematizada por conducta irregular. Sus amigos eran escritores, y ella había publicado también un par de libros de prosa poética, en los que cantaba la desazón vital y la frustración de sus relaciones sentimentales. Detentó varios nombres artísticos o pseudónimos: Thérèse, a la francesa, Tejita, Tebal, contracción andrógina de la primera sílaba de su nombre de pila y del apellido de su marido, “Tereso”, la llamó su padre, que esperaba que su segundo vástago fuese varón… (Teresa fue la segunda de seis hermanas). Pero sería conocida y le gustaba firmar como Teresa de la +.

Tenía orígenes patricios, y entre sus antepasados constaban hasta cuatro presidentes de Chile. Había nacido en Viña del Mar, en el seno de una familia acaudalada, que le permitió una esmerada formación y un muy buen pasar económico toda la vida. Misteriosa, trágica y dolorosa, con un historial de legendarias pasiones y un ritmo existencial vertiginoso, parecía avanzar a ciegas hacia un final trágico previsto por ella misma: “Morir debe ser una cosa deliciosa, como hundirse en un baño tibio durante las noches heladas”, había escrito con precocidad juvenil. A los diecisiete años se casó con Gustavo Balmaceda, a pesar de la oposición de sus padres, que la repudiaron para siempre. Pero su rumbo cambió bruscamente al enamorarse de Vicente Balmaceda, primo de Gustavo. Descubierta la infidelidad, fue denunciada por este, y un tribunal la encerró en el convento de la Preciosa Sangre de Santiago. De esta ciudad, y después de un intento de suicidio, consiguió escapar a Buenos Aires en 1916 con la ayuda de Vicente Huidobro, cuenta Ruth González-Vergara en Un canto de libertad: biografía de Teresa Wilms Montt. En Santiago dejó a sus dos hijas pequeñas, que le habían sido arrebatadas para entregarlas a los abuelos paternos. Fue sin duda el desgarrón emocional más fuerte que sufrió. En Buenos Aires vivió un apasionado idilio con un joven poeta, Horacio Ramos Mejía, que se quitaría la vida cortándose las venas delante de ella. Este trágico derrotero la condujo a Europa, pasando por Nueva York, hasta llegar a París, y de allí a Madrid.

A los madrileños de hace un siglo les cautivaron sus grandes ojos azul transparente, su porte elegante, sus vestidos oscuros de profundos escotes en los que una cruz negro azabache se recortaba sobre la palidez morbosa de su cuerpo. Fumaba con estudiada pose en largas boquillas de marfil, bebía coñac, ajenjo y otros alcoholes hasta reventar. Así la retrató Rafael Cansinos Asséns en La novela de un literato. También se decía que era poliadicta: al hachís, al kif, a la cocaína, y que se inyectaba morfina. Arrastraría en vida una fama de femme fatale y una aureola de sucumbir a todos los excesos. Por su parte, Ramón Gómez de la Serna la retrató también de manera similar. La presenta en Pombo bebiendo ajenjo para impresionar al público masculino e intentando intervenir en las reuniones de los sábados sin acertar con las palabras. Entre la admiración y el menosprecio la sentencia Ramón en La sagrada Cripta de Pombo: “Teresa de la Cruz no sabía qué hacer con su belleza.” Una idea parecida a la que sostuvo Enrique Gómez Carrillo: “Sufría de la maldición de su belleza.”

En julio de ese mismo año Wilms se ausentó de Madrid y solo reapareció fugazmente camino de América, pero para entonces su atractivo físico había sido ya inmortalizado por los pinceles de Romero de Torres y Anselmo Miguel Nieto. No volvió a ser vista en Madrid hasta noviembre de 1919, cuando publicó su poemario Anuarí, dedicado a su enamorado suicida, con un prólogo de Valle-Inclán, del que fue amiga. Al final de este año se volvió a instalar en París al enterarse de que sus hijas vivían en esta ciudad con sus abuelos paternos. Recuperó la relación con ellas, al principio las veía a escondidas y después de manera legal. Pero, cuando abandonaron la ciudad y regresaron a Chile, en octubre de 1921, el equilibrio de Teresa se resintió gravemente, a pesar de que para entonces había obtenido el divorcio y entablado relaciones con un pretendiente adinerado, André Citroën. Su lucha por agarrarse a la vida terminó el 24 de diciembre de 1921 en el hospital de Laënnec, cuando tenía veintiocho años, después de haber ingerido una sobredosis de Veronal.

Los que quieran saber más de Teresa Wilms y su obra pueden leer la biografía de González-Vergara arriba citada. O introducirse en la intimidad de la escritora a través de los diarios, que, con el título de Preciosa sangre, ha publicado La señora Dalloway. El texto procede de las obras completas, editadas en Chile por Alquimia, pero no informan de los criterios de edición ni del soporte del manuscrito original. Son cinco diarios de diferente extensión y estilo que abarcan buena parte de la vida de la escritora. El primero de ellos, del que desconocemos la fecha de escritura, no se puede considerar como tal, pues se trata en realidad de un singular e interesante relato de infancia. Singular por estar escrito en tercera persona e interesante porque muestra cómo reconocía en la infancia los pilares de su personalidad adulta. Sin duda el diario más profundo y exhaustivo es el que llevó durante la reclusión en el convento entre octubre de 1915 y abril de 1916. En este diario de prisión Wilms se muestra independiente y enamorada, entre la lucha y la claudicación, colocándose a veces al borde del abismo. Algunas entradas son o tienen la forma de cartas a su amante Vicente, y están presididas por las contradicciones propias de una pasión tan absorbente y desgraciada como la que le arrastró a la cárcel. En su aspecto introspectivo, sondea su identidad moderna y problematizada, escindida entre un yo y un yo-mismo en conflicto, y enfrentada a la sociedad que la castiga: “Hay dos seres en mí, eso solo yo lo sé. Para vivir conviene mostrar el que me conocen.”

Ante una mujer como Teresa de la +, la tentación feminista podría ser convertirla en una mártir del patriarcado, pero creo que en este caso no conviene exaltar el victimario femenino, pues simplificaría la complejidad de su figura. No es que uno rechace los mitos ni el santoral laico, pero sería tanto como sostener que los artistas malditos son, por malditos, víctimas sociales. Fue sobre todo una mujer libre, presa de sus contradicciones. El día de la presentación del libro en la sede del Instituto Cervantes de Madrid, Laura Freixas matizó que Teresa “se quedó a mitad de camino en la liberación femenina”, vacilante entre la rebeldía acolchada de una mujer de posición social privilegiada y la dependencia de sus amantes. Por su parte, Juan Manuel Bonet destacó que su literatura estaba más acorde con la poética de un simbolismo decimonónico que con el vanguardismo de escritores como Valle-Inclán, Gómez de la Serna o Huidobro. No parece que les preocupase lo más mínimo, pues quedaron fascinados por ella (“chocheando”, dice Ramón), pero no entendieron su enigmática y brillante personalidad. Tal vez si hubiesen podido leer sus diarios, en los que se funden amor con pena y pasión con sufrimiento, se habrían aproximado más a la verdad de esta “mística del amor y del dolor”, como la definió Juan Ramón Jiménez. ~

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Es profesor y crítico literario. En 2007 publicó el pacto ambiguo: de la novela autobiográfica a la autoficción (Biblioteca Nueva)


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