Malcolm Lowry: Un rescate

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Malcolm Lowry

Rumbo al Mar Blanco

Traducción de Ignacio Villaro

Barcelona, Malpaso, 2017, 384 pp.

La tendencia destructiva que caracterizó a Malcolm Lowry parece ser extensiva a sus obras; por suerte, ellas sobrevivieron: aunque estuvieron a punto de ser destruidas en varias ocasiones, siempre acabaron salvándose en el último momento. En 1944, la segunda esposa de Lowry, Margerie Bonner, rescató Bajo el volcán de las llamas durante el incendio que calcinó la cabaña donde vivían. El otro manuscrito en el que llevaba una década trabajando, en cambio, no se salvó de la quema. Sin embargo, cuando ya se lo daba por perdido, se las ingenió para resurgir de sus cenizas. Al parecer, el escritor había entregado una copia a la madre de su primera esposa, Jan Gabrial, antes de partir a México. Este manuscrito, del que no se había sabido nada hasta hace unos años, ha sido publicado ahora por Malpaso.

El hecho de que se trate de una novela inacabada hace que podamos divagar hasta el infinito sobre cómo sería si Lowry hubiera seguido trabajando en ella. Nunca sabremos si habría retocado la proa o habría recortado algunos metros de eslora (cosa que, seguramente, no le habría venido mal); lo que está claro es que el barco, tal y como está, se mantiene a flote. En buena parte de Rumbo al Mar Blanco, la prosa de Lowry está a la altura de sus grandes obras. Además, el hecho de que esté inconclusa tiene también su interés, pues nos permite ver la pugna entre una novela a la deriva y su autor, que trata a duras penas de hacerse con el timón. Decía Milorad Pavić que el escritor que resulta ser más sabio que su cuento se ha equivocado de oficio. En este sentido, la obra siempre sabe algo más que su autor. Por así decirlo, marcha un poco por delante de él. Esto es más cierto que nunca en el caso de Lowry, cuya tendencia a no terminar los poemas afectaba incluso a los que daba por terminados. Según el poeta Brad Leithauser, hay algo de inacabado en los versos de Lowry: quienes admiran su poesía “se sienten fascinados por algo no realizado, algo en ellos que-no-está-del-todo-allí”. Algo similar podría decirse de esta misteriosa novela que sigue la estela de otros grandes barcos, como el Pequod, de Moby-Dick.

En el arranque de Rumbo al Mar Blanco, los hermanos Tarnmoor, Sigbjørn y Tor contemplan Cambridge desde Castle Hill, la colina donde en el pasado se ejecutaba a los reos por ahorcamiento. Mientras conversan, se enteran de que uno de los barcos de la naviera de su padre (el segundo en unas pocas semanas) se ha hundido. Sobre ellos planea la sombra de Caín y Abel, el mito del doble y, sobre todo, la sombra de la tragedia. Los hermanos están unidos frente al drama familiar (su padre es objeto de una investigación y ellos se sitúan en el centro de las habladurías); sin embargo, muchas cosas los separan, entre ellas, una mujer.

Las múltiples referencias literarias, filosóficas y citas bíblicas lastran a veces la lectura (se agradecen en este sentido las notas al pie, imprescindibles para no desorientarse). Por suerte, el hecho de que Lowry fuese un poeta impide que el barco se hunda bajo su propio peso. Algunos de los pasajes más poderosos de Bajo el volcán fueron versos en un primer momento. También aquí nos encontramos con una potente prosa poética. Algunas escenas son de una belleza perturbadora, à la Rilke, donde lo hermoso emerge de lo siniestro. Así, se dice que “a Sigbjørn se le antojó que aquella escena en que el mar se confundía con el cielo era como la vida misma, que todo lo puede, todo lo corroe” o “cada alma debe conocer su propio Getsemaní”.

Quizá la principal crítica que se le puede hacer a la novela es que los personajes no parezcan de carne y hueso, sino de papel. En su defensa, Lowry siempre dijo que no intentaba crear personajes en el sentido habitual y que, en el caso de Bajo el volcán, sus personajes eran meros esbozos, ya que los cuatro personajes principales eran en realidad aspectos del mismo hombre. En Rumbo al Mar Blanco, los propios personajes parecen ser conscientes de su peculiaridad: “Ninguno de nosotros es real, ninguno tiene sustancia; nos fundimos el uno en el otro; somos falsos, cosas falsas, fárragos falsos, batiburrillos de viejas citas y experiencias de segunda mano” y, en otro punto, “soy tan ignorante como ese campesino, o mucho más, porque yo solo dispongo de conocimientos inútiles, finales de citas, epigramas ajenos, párrafos plagiados en que apoyarme”.

No obstante, pese a estar hechos de papel, no se vuelan. Y no lo hacen porque están bien anclados a la historia que cuentan. En Rumbo al Mar Blanco hay una correspondencia casi perfecta entre el fondo y la forma. El protagonista, Sigbjørn, planea escribir un libro sobre su experiencia en el mar, pero descubre que el libro que quería escribir ya ha sido escrito por otro “si bien con más belleza e intensidad”. Es más, Sigbjørn tiene la sensación de que el escritor noruego William Erikson, trasunto de Nordahl Grieg, no solo ha escrito su libro, sino que también está escribiendo su vida: “Y no es que le tenga envidia, es solo que tengo la impresión de ser su personaje. No, su personaje no: de ser Erikson…”

La parte más interesante de la novela es precisamente la que recoge las cartas que Sigbjørn escribió, y no envió, a Erikson: “Su libro destruyó completamente mi identidad, tan próximo estaba a mi experiencia personal, tanto en los hechos como en mi propio libro, que casi empiezo a creer que yo sea Benjamin Wallae, su personaje.” Esta correspondencia toma como modelo la que mantuvieron Herman Melville y Nathaniel Hawthorne, y las cartas que el propio Lowry escribió y no envió a Nordahl Grieg, cuya novela The ship sails on ejerció un fuerte influjo sobre él (de hecho, llegó a afirmar que su libro Ultramarina tenía mucho de “paráfrasis, plagio o pastiche” de la novela de Grieg).

Tras esta correspondencia con Erikson, su padre literario, asistimos a una interesante conversación entre Sigbjørn y su padre “real”. Al igual que ocurría con la conversación con su hermano, es inevitable preguntarse si cuando hablan de barcos y travesías no están hablando en realidad de sí mismos. Los personajes dicen ser espectadores de su propio naufragio y nos hacen partícipes de ese espectáculo. “¿Qué aprendemos de barcos que encallan sin motivo? […] ¿Qué ha podido provocar dos desastres así?”, se preguntan. “Dios no explica que se hundiera otro de nuestros barcos después del Thorstein, ni tampoco explica lo del Thorstein si vamos al caso.” En definitiva, ¿a merced de quién estamos?, parecen cuestionarse, ¿quién escribe en verdad nuestras tragedias? ~

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es periodista y escritora. Su novela más reciente es Las siete vidas del cangrejo (Editorial Alegoría, 2016)


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