Los detectives domésticos

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Alejandro Zambra

Poeta chileno

Barcelona, Anagrama, 2020, 422 pp.

Lo de más arriba, lo del título: eso fue lo primero que se me ocurrió cuando me acercaba al final de esta gran (en todo sentido) novela de Alejandro Zambra. De acuerdo: un mal chiste. Pero –como ciertas bromas, como afirmaba Nabokov– apenas escondiendo una más que inevitable y seria pertinencia y precisión. Porque en Poeta chileno Zambra –consciente o inconscientemente– ofrece la contracara íntima a la épica en su momento entregada por Roberto Bolaño en Los detectives salvajes. Aquí la misma historia (o la misma histeria) implantada en el ADN de todo un país donde la poesía es parte clave de su producto no bruto interno y orgullo exportable. Y de ahí –como explica alguien aquí– que “los novelistas chilenos escribimos novelas sobre los poetas chilenos”. De ser esto cierto, entonces Poeta chileno es La Gran Novela Chilena Sobre La Poesía de su generación.

Y sí: Zambra (Santiago, 1975), como tantos otros, empezó en la plegaria del verso y luego saltó a la oración de la frase. Y esa relajada tensión (que ya era más que evidente en sus anteriores ficciones y no ficciones) se hace aún más interesante en Poeta chileno, porque se convierte en parte no de la trama pero sí del entramado que la sostiene. Y que no es otro que la respuesta más que correcta a la pregunta ¿cómo narrar a un poeta?

Lo inesperado –si se ha venido siguiendo con atención la obra de Zambra– es el modal/modelo escogido: poco y nada de las innovaciones formales del autor en entregas anteriores (alguna foto, apenas esos destellos de un testigo/comentador invisible que muy de tanto en tanto aparece y comenta hasta la última y definitiva epifanía de la página final) para optar, en cambio, por una intensidad decimonónica más que millennial. No se renuncia aquí al ya característico interés por lo microscópico de Zambra, pero sí se lo enfoca con intensidad telescópica. Así, la recorrida súper-8 y home movie de apartamentos y casas de Poeta chileno alcanza lo panorámico del CinemaScope y la aguda gravedad del Dolby Atmos combinando al experimento con un cierto aire tradicional en el mejor sentido del adjetivo. Y lo consigue con una cadencia cuasibalzaquiana que acaba haciendo de Poeta chileno una suerte (una muy buena suerte) de Ilusiones perdidas revisitada y puesta al día para intentar resolver el mismo y, sí, detectivesco misterio de siempre que jamás perderá vigencia o interés: cómo se (de)forma un poeta.

Vaya por delante que –para este lector, alguien que siempre pensó que si no rima es un tanto tramposa– la poesía siempre ha sido un misterio. Los poetas –a veces gastados, a veces fucked-up, siempre listos– son para mí escritores cableados de manera diferente y que en unas pocas líneas pueden explicarte el misterio de por qué tus padres te habían jodido o las irracionales razones detrás de los suicidios de tus esposas o hijas o la manera en que tus hijos acabarían jodiéndote. Pero luego de esta extrema y emocional y por momentos amenazante novela creo que entiendo algo más que no había entendido hasta ahora. No a la poesía, pero sí a sus víricos y a menudo virulentos transmisores: a los poetas. Y esta es, para mí, la talentosa astucia de la que Zambra hace gala aquí: la de convertir a sus poetas en triunfales poemas de sí mismos.

Así Zambra –en la más dramática de las picarescas– recita y hace rimar a un puñado de asonantes y consonantes y disonantes protagónicos (Gonzalo y Carla y Vicente y Pru) alrededor de los cuales orbitan múltiples satélites, inventados o (impagable la aparición de Nicanor Parra) verdaderos. Poetas todos que –entre plaquettes y antologías y platillos autóctonos y redobles sexuales– no dejan de atraerse y repelerse (resulta formidable ese episodio de una fiesta que poco o nada tiene que envidiarle a aquella de Peter Sellers o a las conjurantes tertulias que montaba Ignatius Reilly) mientras Oscuridad, la gata de la portada, los mira a todos con una mezcla de amor y pena y desprecio. Todos prisioneros y carceleras de algo que es –de acuerdo, como concluye la periodista casi antropológica y norteamericana Pru– “un mundo divertido, pero cansador. Son todos muy intensos”. A lo que alguien le responde: “Pero es un mundo mejor. Un poco. Es un mundo más genuino. Menos fome. Menos triste. O sea, Chile es clasista, machista, rígido. Pero el mundo de los poetas es un poco menos clasista. Solo un poco. Por último creen en el talento, tal vez creen demasiado en el talento. En la comunidad. No sé, son más libres, menos cuicos. Se mezclan más… Es un mundo mejor.”

De ese mundo mejor –pero a la vez terrible– se ocupa Poeta chileno. Y Poeta chileno –inteligente y graciosa y emocionante y profunda– es una novela mejor como solo pueden serlo las grandes novelas de amor o las novelas de madres e hijos o de padrastros e hijastros.

Y hacía mucho que no me reía/emocionaba tanto con una novela.

Y, por las dudas, no es lo mismo domésticos que domesticados.

Sí es similar la sensación que sentí en su momento con aquellos detectives salvajes y vuelvo a sentir ahora ante estos poetas chilenos: la de haber sido invitado al recital de algo que se entiende y se disfruta –algo que gozo y comprendo y aprecio y apreso– como al más instantáneo de los clásicos.

Y, ah, no encuentro nada que rime con clásico y con instantáneo que me convenza.

Y supongo, seguro, por supuesto, que es culpa mía. ~

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es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).


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