Las cosas no son tan sencillas

Los personajes de Todo en vano, la última novela de Walter Kempowski, no viven en enero de 1945, que es cuando transcurre la trama, sino en una especie de exilio mental en una Prusia eterna y melancólica, una arcadia germánica junto al Báltico.
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Walter Kempowski

Todo en vano

Traducción de Carlos Fortea

Barcelona, Libros del Asteroide, 2020, 354 pp.

En una conversación con Philip Roth, Aharon Appelfeld decía estar interesado en el papel que desempeña la ingenuidad en el arte. “Me parece que sin la ingenuidad que encontramos todavía en los niños y los ancianos y, hasta cierto punto, en nosotros, el arte es defectuoso. He intentado corregir ese defecto.” Si Appelfeld intentaba demostrar la ingenuidad de los judíos asimilados antes y durante el nazismo, el escritor alemán Walter Kempowski hace algo similar (desde el otro lado) con los alemanes que vivieron durante la guerra en una especie de burbuja autocomplaciente. Los personajes de Todo en vano, la última novela de Kempowski (se publicó en 2006 y el autor falleció en 2007) y la primera traducida al español, no viven en enero de 1945, que es cuando transcurre la trama, sino en una especie de exilio mental en una Prusia eterna y melancólica, una arcadia germánica junto al Báltico: canciones folklóricas, orgullo patriótico, aristócratas y militares, campos de trigo y la albufera, “¡Su querido Königsberg!, decía el profesor, que había comido platija a la plancha en un pequeño restaurante junto al Pregel… Y las bocinas de los grandes barcos desde el puerto…”

Mientras el Ejército Rojo se acerca desde el Este, los habitantes de la finca Georgenhof, una mansión cercana a la localidad ficticia de Mitkau, no muy lejos de Danzig (ahora Gdansk, en Polonia), observan con incredulidad los acontecimientos. ¿Por qué está la gente tan alterada? Hitler no permitirá que los rusos lleguen tan al oeste. Son Katharina, su hijo Peter, la tiita, el criado polaco Vladímir y las sirvientas ucranianas, Vera y Sonja. Katharina está siempre encerrada en su cuarto, donde lee y escucha la radio y hace manualidades. Se casó muy joven con Eberhard von Globig, el dueño de la casa y destinado durante la guerra en Italia. Quien lleva las riendas de la finca es la tiita, familiar lejana de los Von Goblig, estereotipo de “solterona” estricta y resentida. El hijo de Katharina y Eberhard es un chico de doce años solitario, enfermizo (siempre encuentra excusas para no enrolarse en las juventudes nazis) y soñador. Colecciona sellos y siempre carga consigo un microscopio.

Para los habitantes de Georgenhof, representantes de una aristocracia anticuada y nostálgica de los años dorados de Prusia, la guerra es como un rumor de fondo, a veces solo una incomodidad que ha alterado algunas costumbres. Pero con el acercamiento de las tropas rusas, se ha vuelto algo más. Cada vez vienen más refugiados o gente desplazada. Llaman a la puerta de la casa y piden ayuda: un rato frente al fuego, algo de comer, un sitio donde dormir. Una violinista, un aristócrata báltico, un economista, un pintor. Esto provoca problemas de logística doméstica. La tiita no puede llevar las riendas de la casa con tanto trasiego. ¿Dónde los aloja? ¿Qué les puede dar de comer? ¿Les darán al menos unos cupones de comida a cambio de su hospitalidad? Hay que arreglar la cancela, cada vez pasan más carros de refugiados por delante.

Todos los personajes tienen muchas otras cosas que pensar más allá de la guerra. No consiguen determinar la gravedad del asunto. Incluso cuando la evacuación resulta inminente, la tiita solo piensa en la organización de la casa. “Por la tarde seguían tronando las explosiones al otro lado del horizonte, pero no era posible quedarse eternamente sentadas en la sala, había cosas que hacer. ¿Quizá lavar los visillos antes de irse? ¿Hacer una limpieza a fondo?” No sabe si ha de pedir permiso al alcalde, o al líder del partido nazi de la zona, para iniciar su partida. ¿Qué hacer con las cucharitas de plata? Quizá las pueden llevar y usarlas como sustituto del dinero. No funcionan las vías de tren, pero quizá podrían enviar un coche a Berlín con algunas posesiones valiosas (vajillas, cuadros) de los Von Goblig, para ponerlas a salvo.

Katharina no está tan ciega como la tiita, pero intenta hacer su vida con normalidad. Y eso implica paseos en coche de caballos hasta el pueblo, ir a librerías o visitar a amigos para tomar té con pastas mientras el resto de la población prepara trincheras y se organiza para enfrentarse a los rusos. A pesar de vivir en una burbuja aristocrática, es el único personaje que realiza un acto valiente: un cura de Mitkau le pide el favor de alojar a un hombre perseguido por el régimen. Ella duda mucho pero finalmente accede.

El doctor Wagner, que da clases particulares a Peter y pasa mucho tiempo en la casa, también vive en su mundo. Hay una escena que explica bien su ceguera e ingenuidad. Escapando del avance de las tropas rusas, se topa con un albergue juvenil llamado Johann Gottfried Herder. Durante las siguientes horas, su mayor preocupación es que no recuerda ningún poema de Herder. Kempowski relata su breve obsesión con un humor ligeramente absurdo: “Herder… ¿no tenía un absceso en el ojo? Le sonaba que tenía un absceso en el ojo”, va pensando el Doctor Wagner mientras anda sobre la nieve, perdido y hambriento.

Es el niño Peter, comprensiblemente, el más ingenuo. Recuerda a los personajes infantiles, muchas veces autobiográficos, de Appelfeld: sufren penurias y están perdidos, pero todo les resulta más o menos indiferente. En mitad de bombardeos y rodeado de muertos, Peter piensa “en la navaja de cuatro usos que su padre le había traído el año anterior. Le roía no habérsela traído.”

En Todo en vano, el drama de la guerra es secundario; lo primario son los pensamientos de los personajes, sus obsesiones y reflexiones banales, su melancolía y nostalgia. De vez en cuando Kempowski sale de sus cabezas y traza con frialdad y sin caer en el melodrama breves escenas de la tragedia que rodea a los personajes: “Y entonces el hielo se rompió y los carros se hundieron, y los gritos de la gente sonaban a lo lejos como un gran suspiro.” Pero luego vuelve a la mente de sus personajes, sus preocupaciones mezquinas y sin importancia.

En la manera de narrar de Kempowski se adivina en ocasiones su proyecto más célebre, Das Echolot (algo así como ecosonda, o sonido de eco), una serie de seis volúmenes de diarios y archivos autobiográficos de la Segunda Guerra Mundial. En Abgesang 45 (Canción de cisne), uno de esos volúmenes, realiza un collage de diarios de centenares de personas durante los días 20, 25 y 30 de abril, y 8 y 9 de mayo de 1945. Muchos son anónimos, otros son de personalidades como Churchill o Hitler. Las entradas conversan entre ellas y crean un relato colectivo, y a la vez radicalmente privado, de los últimos días de la guerra.

En cierto modo, Kempowski hace algo parecido en Todo en vano: a través de párrafos sueltos, escenas breves y casi epigramáticas, a menudo banales, construye una gran novela coral sobre el fin de la guerra y el suicidio de una nación. La tensión y el drama se construyen a través de la acumulación y el ritmo. El resultado es fresco y original. El narrador a menudo comparte la ingenuidad de sus personajes y se hace preguntas banales o hace reflexiones superficiales mientras la Historia con mayúsculas (los bombardeos, los refugiados, el Ejército Rojo, los nazis) sigue su curso.

La tiita repite a menudo que “las cosas no son tan sencillas”. No es una reivindicación en favor de análisis más complejos, es una manera de no pensar y no juzgar. Es una forma de autojustificación y autocomplacencia. El régimen llega a su fin. Prusia, una entidad casi milenaria y núcleo simbólico de una idea de germanidad (militarista y autoritaria y, a la vez, idealista y pastoral), también está a punto de desaparecer. “Las cosas no son tan sencillas”. Es solo una excusa para no enfrentarse a la realidad y no asumir las propias culpas. ~

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Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).


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