La aldea irreductible

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Al que le han gustado las aventuras de Tintín, en el fondo, siempre ha tenido que estar pidiendo disculpas. Su protocómic En el país de los soviets y su tratamiento colonialista de los congoleños estaban siempre ahí como una acusación. La famosa línea clara de este cómic tenía el perfil definido de la mala conciencia. En cambio, el seguidor de los puñetazos de Astérix y Obélix podía estar tranquilo, podía hacer ostentación de su gusto. Ha pasado el tiempo y esto requiere una revisión.

El creador de Tintín, Hergé, se documentaba mucho para sus cómics. Esto es conocido. Goscinny, el guionista ya fallecido de Astérix, también se documentaba sobre la época romana, pero de los países por los que hace pasar a sus personajes sólo se queda con los tópicos más groseros. Ya conocemos el Astérix en Hispania: toros, “olés” y procesiones. Además, Hergé fue un hombre en evolución, no hace falta ser tintinófilo para reconocer sus cambios e inquietudes en sus cómics. Hergé, ya mayor, se hizo el psicoanálisis. En cambio Uderzo, que ahora nos presenta el último número de Astérix, ¡El cielo se nos cae encima!, de lo que hace bandera es de la inmovilidad, de que nada cambia ni cambiará nunca en la pequeña e “irreductible” aldea gala. La cuestión es si a alguien le gustaría vivir tras la empalizada defensiva de esa aldea.

Los cómics de Astérix pueden reducirse a dos modelos con final feliz: o que Astérix y Obélix tengan que salir para cumplir necesariamente una misión, y el posterior regreso a la aldea para que todo siga igual; o que alguien de fuera, bueno o malo, llegue a la aldea, en cuyo caso el final feliz consiste en que el forastero por fin se marche y les deje tal y como estaban. ¡El cielo se nos cae encima! se amolda a este segundo patrón. Uno y otro, desde luego, son terribles. El primero porque Atérix y Obélix jamás viajan por gusto, afición o curiosidad. Lo hacen a la fuerza, porque el druida o el jefe de la aldea o alguien les encomienda una misión. Normalmente el propósito último es, como digo, que nada cambie en la aldea. Durante estos viajes Astérix y Obélix se suelen comportar como unos aldeanos odiosos. En Astérix gladiador, por ejemplo, estos dos personajes llegan a Roma, la ciudad más desarrollada del mundo en aquella época. Avanzan entre un fondo de esculturas de mármol y muestras de civilización que en ningún momento hacen ni siquiera que nuestra pareja vuelva la vista. Entran en unas termas, ese lugar que habla de higiene y refinamiento. ¿Acaso les dice algo a los dos galos? No, a Obélix el calor de la sauna le parece insoportable. Cuando un romano les ofrece delicadezas gastronómicas de Mongolia y de otros lugares del mundo ellos lo que añoran es el restaurante galo que hay en Roma, donde sirven sus jabalíes. Tintín tendrá sus defectos, pero es mejor que esto. Tintín es un periodista, un hombre de mundo con interés por las cosas que tiene delante. Representa un mínimo aprecio por la democracia, por Europa. Mientras que la aldea de Astérix es simple mitología arcádica, en el peor sentido, en el xenófobo.

El segundo modelo, decía, es el que consiste en que el foráneo se marche. En El regalo del César el forastero ni siquiera es alguien de otro país, es un galo que llega con su familia en un carromato. Enseguida comienzan las “habladurías” y frases como “no son de casa”. En los cómics de Astérix no hay malos del todo, hasta los romanos resultan simpáticos. Pero el caso es que en todo momento se deja claro quiénes son unos y quiénes los otros. Aquel galo que llega con su mujer y su hija no es mala persona, desde luego, pero el banquete con el que se cierra el libro se celebra, como es tradición, cuando el de fuera por fin se ha ido.

En ¡El cielo se nos cae encima! los foráneos llegan del espacio estelar. Unos son malos, y representan el mundo manga oriental y los monstruos mecánicos del tipo Mazinger Z. Otros son menos malos, y representan el mundo Disney, los Estados Unidos y los superhéroes del tipo Superman. Dentro del delirio de Uderzo se nos presenta a lo oriental como una amenaza perversa y despreciable, mientras que los norteamericanos, siendo también una amenaza, estarían más próximos de espíritu a la aldea gala. De entrada es algo desconcertante, después de tanto repetir que el trasfondo de los romanos en los cómics de Astérix es el imperialismo yanqui.

Es como si ahora se nos quisiese advertir de que todavía hay algo peor: el despertar del dragón capitalista de Oriente… De todos modos, la frase que más repite el galo Astérix en este volumen es “¡Desconfiad!”. Esto lo dice todo sobre la filosofía de este personaje. Y lo mismo le vale para los extraterrestres de un bando que los del otro.

Hay cosas en este volumen que hacen sonreír. A los extraterrestres que representan Norteamérica se les parodia diciendo que sólo comen perritos calientes, cuando Astérix y Obélix desprecian cualquier otra dieta que no sea la de los jabalíes. O la renuncia al conocimiento que hace Tun, el extraterrestre, cuando al final, escarmentado de su paso por la aldea, dice: “Esto me enseñará a ser menos curioso en lo sucesivo […] ¡Adiós, galos! ¡Esta vez regreso definitivamente a mi estrella!”. Estos son los finales felices de Astérix.

En los cómics de Atérix percibo algo de homofobia: los amaneramientos, las posturas ambiguas, son cosas de los romanos. De misoginia: las mujeres son chismosas y no sirven más que para reñir en la cola de la pescadería. De odio a la cultura: al poeta, al bardo, se le amordaza a un árbol en cada volumen (final feliz). De puritanismo: en la aldea gala todo es “transparente” y queda moralmente a la vista, mientras que cuando aparece Roma se dibujan calles oscuras con el letrero de “mala reputación”. Como en las dictaduras, también se crea un “estado de guerra” para que nada cambie: desde el primer número, Astérix el galo, se presenta a una niña con un cuchillo en la mano diciendo: “Tenemos que estar a punto”. A diferencia de los romanos, todos los galos llevan bigote. A diferencia del mundo de los romanos, el de los galos es mágico: las pócimas del druida.

El “síndrome Astérix” es muy preocupante en la medida en que nuestro país vecino, Francia, adopta ese modelo como seña de identidad y de actuación. En los orígenes de Astérix, al final de los años cincuenta, se dice que el reto editorial de Uderzo y Goscinny era crear unos personajes netamente franceses, en respuesta al cómic norteamericano. De entrada, pues, no es un cómic que nace por sí mismo, sino “a la defensiva”. Esto ya es un mal síntoma. Pero es que, además, lo típicamente francés sería algo resultado de las ideas universales de la Ilustración. La aldea de Astérix es lo contrario a esto, lo contrario a lo europeo y lo que consideramos francés.

La imagen de Astérix es utilizada por sectores nacionalistas y personas de todo el mundo pertenecientes a eso que, de un modo equívoco, se llama “culturas amenazadas”. El periódico Gara dedicó una página al hecho de que el último Astérix no haya aparecido traducido al vasco. Reacciones similares se producen por todo el mundo con cada cómic de Astérix. Se ha hecho una edición en catalán de cincuenta mil ejemplares (retirada, por cierto, debido a una errata en el título), y de trescientos mil en castellano para España. Y el síndrome de Astérix está en Francia en la medida en que se interpreta el progreso ajeno como una agresión ante la que ponerse en guardia. Los premios César nacen en los años setenta no como una simple celebración del estupendo cine francés, sino como una respuesta oficial a los Oscar. El “héroe nacional” José Bové, que incluso físicamente parece buscar un parecido con Astérix, no es conocido por los quesos de las ovejas que criaba, ni por haber abierto su propia cadena de restaurantes de comida francesa, sino por tirar piedras al escaparate del McDonalds de Millau. La idea del presidente Chirac de crear un canal de noticias internacional en francés es, como él mismo ha declarado, una respuesta a la CNN. Y lo mismo con el proyecto de crear una biblioteca virtual francesa, impulsado por el ministro de cultura y el director de la Biblioteca Nacional: no surgió de ellos, sino como reacción, tres meses después, al anuncio de que Google se proponía digitalizar quince millones de libros, con fondos de las principales universidades del mundo anglosajón y financiación publicitaria. Podríamos seguir poniendo ejemplos. En el propio rechazo a la Constitución europea quizá hubiese algo de este peligroso encasillamiento. –

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(Huesca, 1968) es escritor. Su libro más reciente es La flecha en el aire. Diario de la clase de filosofía (Debate, 2011).


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