Eméritos populares

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Aunque es imposible quisiera que este texto tuviera la levedad de la estupenda novela El mapa de los afectos, de Ana Merino, y la humanidad del compendio misceláneo de Canciones tristes que te alegran el día, de Miguel Mena.

Se ha puesto de moda la figura del emérito. El primero y más flamante, un papa, que dimitió y propició el cónclave para elegir a su sucesor. En España está en auge el rey emérito, que ahora ejerce su alcurnia, como en un cuento oriental, en lejanos emiratos.

Sugiero que se establezca como nueva figura institucional en países, iglesias y donde proceda el emérito o emérita popular. Este nuevo cargo honorífico, elegido por sorteo o sistemas similares, podría servir de representación de la soberanía popular. Para acceder, aparte de acreditar la edad de jubilación (que pronto llegará a los cien años), habría que demostrar cierta trayectoria cívica: no haber matado ni robado a mansalva, no haber ejercido cargos públicos, no deber a bancos, usureros o a la hacienda común (aunque esto restringiría demasiado el acceso a las candidaturas: quizá se podría fijar un tope superior de deuda o fraude, para excluir solo a los grandes evasores).

En todo caso no se exigirían títulos, idiomas, genoma, seguidores en redes ni experiencia previa. Por ejemplo, para ser presidente emérito de una república o rey emérito de una monarquía, casi mejor no saber nada. Más frescura, más espontaneidad y más capacidad de representar al censo. Cada institución correría con los gastos mínimos, una habitación cualquiera en palacio o sede y el vestuario que exige el decoro.

Se trata de que la ciudadanía, muy alejada y quejumbrosa de estas altas dignidades y de los gerifaltes en general, pueda identificarse con una persona que habría ascendido a la máxima magistratura por el mero azar. Usted misma/o podría ser la próxima reina, presidente, papisa, ayatolá, etc. Incluso el Partido Comunista de China o de Cuba, si es que existen todavía, podrían acogerse a esta fórmula empatizante con la sufrida plebe, grey, etc.

En el apartado de casas reinantes un emérito amateur, sin vínculos con la familia (aunque todos somos remotamente familia, tanto por parte de Darwin como por parte de Adán y Eva), supondría un alivio inmenso y un refresco, incluso conceptual.

El papado ganaría frescura teologal y humildad populista, liberando al emérito titular de ejercer esas tareas que tanto fatigan. A las instituciones y países que niegan la jerarquía y por tanto la humanidad a las mujeres el emeritaje popular les daría la oportunidad de adaptar sus bárbaras costumbres a la igualdad de sexos (incluso de admitir la palabra sexos) sin incurrir de momento en catarsis, cismas o motines, dado que semejante alcurnia sería fortuita y temporal.

Este emeritazgo liberaría a los titulares de engorrosas tareas y daría visibilidad al pueblo raso, encaramado de súbito a los puestos de relumbrón sin más méritos que la mera existencia y la mano del azar. Por supuesto, aquellas personas que hubieran desempeñado cargos en los organismos a emeritar no podrían acceder a esta nueva dignidad honorífica. Si la idea funciona se podría ampliar tanto por arriba como por abajo y por los lados. Un país podría sortear para el puesto a ciudadanos de un territorio rival y esta sencilla operación inocua aliviaría las tensiones. Los miembros de asociaciones, alianzas o clubs, como la Unión Europea, pueden elegir a sus eméritos entre toda la población, aprovechando incluso la rutina del sorteo de Euromillones, los bombos de la Champions, etc.

Así que se pueden aprovechar los cargos no ejecutivos para restablecer la amabilidad universal y cierta cortesía. Dos o tres reglas bastarían para normalizar esta levísima institución, siendo la primera no envenenar ni trocear al insaculado. Una vez investido el emérito correspondiente, cada país, iglesia u organismo sentiría de inmediato un alivio inmenso de sí, y una relajación de las esencias difusas de las patrias que tanto enturbian el trasiego comercial y la simple convivencia.

Porque aun siendo cargos honoríficos sin mando alguno, y precisamente por eso, l@s emérit@s gozarían del fervor popular, del carisma de la inocencia y de la atención universal.

Bien mirado, lo lógico sería que toda la humanidad (el censo) fuera candidata a todos los países y organismos, que tendrían que aceptar el designio del sorteo y honrar y respetar al emérito o emérita que les hubiera correspondido. Esto ayudaría a disipar recelos, aligerar prejuicios y dar luz y dignidad global a minorías perseguidas, castas sometidas, refugiados y diversos en general.

Países o iglesias que no admiten la variedad tendrían la oportunidad de limar por arriba sus retrógrados códigos de Hammurabi. El supremacismo se iría moderando.

La falta de competencias de esta figura representativa es lo que podría facilitar que se implantara en todo el mundo. Dado que la democracia está en retroceso (“Democracy’s backsliding in the international environment”, dirigido por Susan D. Hyde) e incluso hay cierta complacencia en denigrarla, muchos países e instituciones pueden hallar en el emeritoriaje global una capa cosmética para sus atrocidades y la civilización –que mejora a escala pinkeriana– un alivio de luto.

Bien mirado, dado que la mujer, en general y en particular, todavía está en situación de inferioridad en gran parte o en todo el orbe, el meritoriaje se podría arbitrar como una institución que ostentaran ellas, al menos durante un tiempo, un siglo quizá, hasta que se alcanzara cierta equidad. ~

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(Barbastro, 1958) es escritor y columnista. Lleva la página gistain.net. En 2024 ha publicado 'Familias raras' (Instituto de Estudios Altoaragoneses).


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