El problema religioso en España

Durante mucho tiempo, se identificó a España con el catolicismo. Sin embargo, como ya señaló Azaña, la relación entre nuestro país y la religión católica es mucho más compleja.
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La afirmación de que España es católica, como, en su caso, la afirmación de que ha dejado de serlo, según proclamó Azaña en su célebre discurso sobre el artículo 26 de la Constitución de 1931, suele dar lugar a disquisiciones sociológicas acerca del número de católicos existente en España. En realidad, se trata de una afirmación equívoca. España es católica puede significar que la mayoría de los españoles profesan este credo, lo mismo que podría entenderse que son minoría si lo que se dice es que España ha dejado de serlo. Pero la afirmación de que España es católica puede significar, además, que en España el poder político está vinculado al catolicismo, ya sea porque asume como propios sus preceptos y considera el pecado como delito, según estableció el sistema inquisitorial, ya sea porque adopta este credo como fuente de legitimidad política, una idea a la que todavía recurrió el general Franco para proclamarse caudillo “por la gracia de Dios”. La insistencia en interpretar la afirmación de que España es católica solo de acuerdo con el primer sentido, con el sentido sociológico, y no con el sentido político, ha llevado a creer, entre otras cosas, que el problema religioso se remonta hasta los orígenes de la unificación peninsular.

En realidad, el problema religioso en España es relativamente reciente y, salvo algún episodio significativo durante el reinado de Carlos III, no puede rastrearse con su sentido actual antes del siglo XIX, cuando en el contexto de nuevas doctrinas políticas, y bajo el empuje de la invasión napoleónica, los españoles tuvieron que interrogarse sobre la naturaleza del poder que querían para su país. Es entonces, y solo entonces, cuando se enfrentan a la inexcusable necesidad de deshacer el equívoco implícito en la afirmación de que España es católica, decidiendo si el hecho de que una mayoría de españoles profesara ese credo obligaba a que el poder político también lo hiciera suyo, subrogándose en su moral y en sus fines. Hasta ese momento, la tradición dinástica había permitido obviar la pregunta, puesto que el monarca encarnaba íntegramente el poder y todos los monarcas españoles desde el siglo xv en adelante habían sido católicos. Entre el poder político y la Iglesia se habían producido disputas como la que llevó al saco de Roma bajo el reinado del emperador Carlos V o a los enfrentamientos sobre la iniciativa para la designación de cargos eclesiásticos. Pero se trataba de diferencias en el interior de un sistema conceptual que asociaba fe y política, no de conflictos derivados de un hipotético intento de separar ambas esferas.

Se cometería un error al imaginar que la existencia de estrechos vínculos entre la religión y la monarquía constituye una singularidad de España. La capacidad taumatúrgica atribuida desde antiguo a los reyes fue, seguramente, uno de los caminos por los que las creencias trascendentes, y entre ellas el cristianismo y, más tarde, el catolicismo y también la religión reformada, llegaron a obtener un lugar de privilegio en la configuración del poder político. Lo que sí representa, en cambio, una excepción en el panorama de las monarquías europeas de la época es el uso que Isabel de Castilla y Fernando de Aragón hacen de la religión católica, al adoptarla como programa político para emprender la conquista del reino musulmán de Granada y, después, para justificar la soberanía de Castilla sobre las Indias. Antes de Isabel y Fernando, los reyes guerreaban en defensa de sus intereses materiales, confiando en que sus dioses les concedieran la victoria. Ahora empezaron a guerrear para demostrar la superioridad de esos dioses, a veces sacrificando los intereses materiales. Es en la península, y de la mano de Isabel y Fernando, donde se va incorporando al territorio europeo ese sistema conceptual que, tomado originariamente del islam, llegaría hasta las guerras de religión del siglo xvii, una variante de las guerras ideológicas que han existido en todo tiempo; guerras que se libran más para dirimir la validez y, en resumidas cuentas, la superioridad de una idea, que para reivindicar un interés material.

La resistencia a considerar la toma de Granada y la conquista de las Indias como lo que fueron, expresiones de una guerra ideológica en la que Isabel y Fernando adoptaron, aunque dándoles la vuelta, los mismos conceptos que su enemigo musulmán, ha llevado a convalidar como hechos históricos los mitos que reforzaron o que construyeron para legitimar su proyecto político, en el que el catolicismo ocuparía el lugar del islam. A diferencia de otros monarcas cristianos que se habían enfrentado a los reyes musulmanes de la península en los siglos anteriores, Isabel y Fernando se esforzaron en hacer explícito, en dar forma teórica, el modelo político que estaban instaurando en sus dominios. La idea de Reconquista se consolidó como pieza esencial de una narración del pasado que, tomando como base las crónicas elaboradas en tiempos de los Reyes Católicos, y en muchos casos bajo su patrocinio, sigue marcando las aproximaciones historiográficas al periodo medieval de la península. Suele contraponerse el argumento de que Reconquista no es un término adecuado para describir el final de una presencia que, como la musulmana, se extendió a lo largo de ocho siglos. Pero, una vez más, se trata de una afirmación equívoca, puesto que parece dar por descontado que el islam –como, en su caso, el judaísmo– es una religión extraña a la península, que solo habría ganado un hipotético derecho de naturalización gracias a un periodo de residencia varias veces centenario.

El mito de la Reconquista

El desacierto de usar un término como Reconquista para explicar el fin del islam peninsular procede de una causa más profunda, relacionada con las insalvables dificultades que presenta cualquier intento de distinguir entre creencias propias y foráneas, salvo que se realice desde la más completa arbitrariedad. Si el islam se considera como una fe llegada de fuera es por una razón que también obligaría a considerar el cristianismo como extranjero: ninguna de las dos religiones tuvo su origen en la península. Por consiguiente, si una se estima como propia y otra como ajena es, sencillamente, porque en algún momento se decide que esto sea así, anteponiendo los beneficios que se espera extraer de esta problemática operación a las incongruencias en las que se incurre e, incluso, a las desorbitadas consecuencias que se desencadenan. Los beneficios eran manifiestos, y de ahí la preocupación de los Reyes Católicos por rodearse de una legión de notarios y cronistas que pusieran sus hazañas en el contexto que convenía a su interés político: al presentar la toma de Granada como culminación de una Reconquista inmemorial, Isabel y Fernando aludían a una remota conquista previa, lo que permitía presentar como defensiva una guerra que, al igual que tantas de la época, pudo ser de agresión. Además, la insistencia en que sus acciones militares culminaban una lucha iniciada siglos atrás concedía una dimensión milenaria a sus ambiciones, permitiéndoles reclamar una consideración especial, un privilegio, frente a otros monarcas de la cristiandad, dentro y fuera de la península.

Pero, junto a los beneficios, las incongruencias. Si el mito del apóstol Santiago mantuvo su vigencia a lo largo de los siglos fue porque, de algún modo, sirvió para resolver lo que Claudio Sánchez Albornoz definió ilustrativamente como un enigma, cuando se trataba de una contradicción, producto de tomar por hechos contrastados los que ofrecía la propaganda al servicio del proyecto político de los Reyes Católicos. ¿Por qué podía España reclamar el cristianismo como parte de su esencia si, al igual que el islam, declarado religión conquistadora y, en consecuencia, foránea, había surgido también en el exterior de sus fronteras? El mito tenía por función deshacer la contradicción, mantener la coherencia de una narración construida desde una interesada arbitrariedad: el apóstol Santiago propagando la fe en la península y, finalmente, enterrado en Galicia, se erigió en nexo argumental imprescindible entre la historia de España y la del cristianismo, con el inevitable corolario de convertir el enclave donde la leyenda situó su tumba en una segunda Tierra Santa. Gracias a Santiago y a la leyenda construida a su alrededor, se podía resolver en parte la incongruencia de declarar nativa una religión que, como el cristianismo, no era menos foránea que el islam o el judaísmo si se atendía al lugar en el que surgió y no a aquel en el que se profesaba.

Pero convertir el cristianismo en la religión propia de España, recurriendo para ello a un mito que representaba los lazos entre un credo y un territorio como necesarios, como un nomos de la tierra, en expresión de Carl Schmitt, era un proyecto que no solo tendría efectos sobre la lucha contra los restos del poder musulmán en la península, convirtiéndolo en anómalo y en extranjero. Como si fuese la otra cara inevitable de la moneda, acabaría afectando, además, a la concepción del poder en el propio bando cristiano, haciendo que se equiparasen la disidencia religiosa y la disidencia política. Expresar dudas de fe o profesar una religión distinta pasaron a constituir desafíos a la autoridad real tan intolerables como alegar un mejor derecho dinástico o incitar a la rebelión, y de ahí que la Inquisición se estableciera como parte indisociable del aparato de gobierno. Este se comprometía con los designios de la ley religiosa, transformando poco a poco su naturaleza hasta convertirse en el brazo secular de los designios divinos. Pero, en estricta correspondencia, tampoco la ley religiosa aplicada por el Santo Oficio saldría incólume de esta promiscua asociación con el poder terreno, alterando por la vía de la interpretación algunos conceptos que podían ser útiles para gobernar la coyuntura política posterior a la toma de Granada.

Al poco de su instauración, la Inquisición consideró, por ejemplo, que la condición de hereje, castigada con la pena capital, no solo abarcaba a los católicos que negaban aspectos indisponibles de la doctrina, según establecía el sentido original del término, sino que debía también aplicarse a los súbditos que abrazaban o se mantenían en otros credos. Al ampliar la noción de herejía, esta interpretación inquisitorial, esta feroz jurisprudencia, abrió las puertas para imponer la pena de muerte a los súbditos acusados de judaizar o islamizar, cuando, en aplicación de la lógica penal de la época, basada en el fuero personal, un tribunal cristiano no tenía jurisdicción sobre los creyentes de otras religiones. Un judío o un musulmán no era un hereje; era, sencillamente, un fiel de otro credo, aunque, como fiel de otro credo, su sola presencia en un territorio administrado por un poder político asociado al catolicismo y asistido por la Inquisición se convirtiera en disidencia. Fue esta fatídica traducción de la presencia religiosa en disidencia política lo que desencadenó el implacable mecanismo de la intolerancia en España, un mecanismo que, por disponer de una doble dimensión, religiosa y política, se activaba frente a la disidencia religiosa por ser, precisamente, religiosa, y frente a la disidencia política por ser política, cercenando cualquier manifestación de libertad.

El reinado de Isabel y Fernando supuso el comienzo de una portentosa ampliación de los dominios territoriales de la dinastía, tanto en Europa, debido a lo que la historiografía bautizó como la política matrimonial de los Reyes Católicos, como al otro lado del Atlántico, con la conquista de las Indias. El sistema de poder construido en el contexto de la lucha contra el islam peninsular se proyectó, así, fuera de España. En particular, bajo Felipe II, un rey obligado a residir en Castilla a consecuencia de la revuelta de los comuneros, que logró imponer esta condición al emperador Carlos V. La reivindicación de los comuneros tenía su origen en la extrema debilidad de las Cortes castellanas, a las que Isabel la Católica privaría de poder efectivo por haber tomado partido contra ella en la guerra de sucesión al trono de Castilla. Isabel venció sobre la legítima heredera, Juana, y gran parte de sus decisiones, como la de reducir el papel de las Cortes, vinieron determinadas, no por una supuesta modernidad en la concepción del poder del monarca, según se esforzaría en explicar la historiografía nacionalista a partir del siglo XIX, sino por su condición de usurpadora. Cuando, con Carlos V, Castilla deja de tener un señor en exclusiva y debe compartirlo con otros territorios de la dinastía en Alemania, Italia y los Países Bajos, además del propio reino de Aragón, cuya estructura política fue respetada por Fernando, se encuentra en inferioridad de condiciones para defender sus intereses frente a estos dominios: mientras, por ejemplo, en estos el emperador debía obtener autorización de las respectivas Cortes y Dietas para imponer los tributos, acomodándose el sistema vigente durante los siglos xv y xvi, en Castilla podía hacerlo sin contrapesos efectivos, de acuerdo con la forma de gobierno establecida por Isabel.

El mito del imperio

La circunstancia de que Felipe II, titular de unos amplísimos dominios, estuviera obligado a residir en Castilla a causa del compromiso adquirido por Carlos V con los comuneros favoreció el equívoco de convertirlo en un rey español. Pero el deslizamiento semántico fue más lejos, haciendo pasar también por español un poder, un imperio, que, en rigor, era propiedad de una dinastía. Es decir, se acabaron considerando españoles unos dominios que tan solo se gobernaban desde España. Si el mito de Santiago cumplió la función de identificar esencialmente un territorio y un credo religioso, el mito del Imperio español afianzó la idea de que ese territorio estuvo en condiciones de alcanzar el apogeo, la Edad de Oro, cuando adoptó el catolicismo como guía incontestable de su política. Este nuevo mito orientó la interpretación retrospectiva de cuanto sucedió en la península bajo el reinado de los austrias, destacando los hechos que parecían confirmar la existencia de una gloria nacional pasada y olvidando otros que, sin desmentir el inmenso poder que acumuló una dinastía, ponían en cuestión la transferencia automática de ese poder a España. Hechos como la pobreza que asolaba los territorios peninsulares de Felipe II o como la naturaleza ferozmente autoritaria de su poder. También en este caso se repitió el equívoco, el desplazamiento semántico, aunque no para transferir a un país el esplendor de una dinastía sino para hacerlo cargar con sus crueldades. Aquella leyenda negra tan extendida en los dominios europeos de los austrias no fue, en este sentido, más que el reverso de la leyenda áurea, tan inconsistente una como la otra: los castellanos y aragoneses padecieron la misma represión, y por idénticos motivos, que el resto de los súbditos no peninsulares de Felipe II y sus sucesores.

La acumulación de mitos sobre los que se erigió la identificación de España con el catolicismo encontró en el siglo xviii, en la Ilustración, un escollo difícil de salvar, un largo periodo en el que con aquella narración que identifica esencialmente una fe religiosa con un país no encaja con los hechos. Por una parte, es entonces cuando se agota la dinastía de los austrias al morir sin descendencia el rey Carlos II y, en la guerra subsiguiente entre las principales casas reinantes en Europa, se impone la de Borbón. Por otra parte, la nueva dinastía reinante en España se compromete con el ideal ilustrado, lo asume como guía de su política en detrimento del catolicismo. En contra de lo que defendieron las corrientes ultramontanas opuestas al gobierno de los borbones, como también la posterior historiografía nacionalista, la condición de ilustrado no era contradictoria con la de católico: la mayoría de las principales figuras políticas del siglo xviii en España, al igual que las del resto de Europa, profesaban el catolicismo, aunque distinguían la esfera de la política y la religión.

En el terreno de la ciencia y del pensamiento, los ilustrados defienden la experiencia como fuente del saber y cuestionan el argumento de autoridad, esto es, la idea de que una doctrina solo es válida si encuentra acomodo en algún argumento presente en las Sagradas Escrituras o en el pasado clásico, interpretado según la tradición escolástica impulsada por el catolicismo. En el terreno de la política, el objetivo era el adelanto en la producción material y en los modos de vida, esto es, el progreso, pero no el cumplimiento de unos supuestos designios divinos que, en forma de recompensa, se harían palpables si el poder se preocupaba de la salud de la religión, tanto entre los propios súbditos como en la adopción de su defensa frente a otras monarquías. La idea tantas veces repetida de que la Ilustración fue ajena a “lo español”, de que fue minoritaria y careció de resultados, tiene su origen último en el intento de salvar el cúmulo de mitos que asocian España al catolicismo. En realidad, minoritaria fue también en el resto de Europa, donde los niveles de instrucción y alfabetización no favorecían que fuera asumida por la mayoría de la población. La diferencia con España es que, en los demás países europeos, no han estado a la orden del día los discursos que consideren la Ilustración como un movimiento ajeno, como una corriente de pensamiento importada. Y no porque la consideren propia, sino porque no existe la pretensión de distinguir entre corrientes propias y foráneas que, en el caso de España, prosperó a consecuencia de los proyectos políticos obstinados en definir una esencia del país ligada al catolicismo.

Es falso que en España no existiera la Ilustración, según se defendió tanto desde posiciones ultramontanas y nacionalistas con el propósito de salvar su narración del pasado como desde las posiciones contrarias, que creyeron y aún creen encontrar en esta afirmación la causa de los conflictos del país durante los siglos posteriores. Resulta revelador que se reproduzca el mismo equívoco presente en la afirmación de que España es católica. Para las posiciones ultramontanas y nacionalistas, la mayoría de los españoles no eran ilustrados y, por consiguiente, la Ilustración ni existió ni podía existir. Sus oponentes parecieron aceptar no solo el mismo argumento, sino también el mismo terreno de discusión. Deberían haber respondido desde el terreno político y sostener, así, que la Ilustración existió en España por una razón tan incontestable como que existieron los ilustrados y, además, ocuparon puestos relevantes del gobierno, desde el que trataron de llevar a cabo su ideal; la Ilustración existió, pero fue derrotada por la reacción ultramontana y desalojada del poder político, algo que no ocurrió con el catolicismo. Ahí es donde mejor se aprecia la diferente naturaleza entre el proyecto ilustrado y el católico: mientras que este se valió de los más brutales resortes de gobierno para que la afirmación de que España es católica no se refiriese solo a que el poder político lo era, sino también todos y cada uno de los españoles, el proyecto ilustrado no hizo de la represión, del terror ideológico, un instrumento para imponer su ideal. De ahí que las víctimas del poder ilustrado fueran las creencias fundamentadas en la tradición, las preocupaciones, y las del poder católico, personas de carne y hueso.

La grave crisis de la dinastía borbónica durante el reinado de Carlos IV, coincidiendo con la Revolución francesa, abonó el terreno para un periodo de desgobierno, de disolución de las viejas instituciones sin que las nuevas llegaran a implantarse. En la interpretación de la época, la Revolución de 1798 era la consecuencia, incluso el resultado inevitable, del ideal ilustrado, y de ahí que los propios partidarios españoles de las Luces tuvieran que reformular sus objetivos, intentando establecer una nítida distinción entre la Ilustración, que ellos apoyaban, y la política revolucionaria que llegaba de Francia, de la que se consideraban enemigos. La intervención de Napoleón en los asuntos de la península complicó aún más la posición de los ilustrados, forzados a elegir entre la fidelidad a unos ideales que, pese a todo, eran los que inspiraban la acción de José Bonaparte, y la lealtad patriótica, que les llevaba a repudiar a un rey impuesto por una potencia extranjera. La reacción ultramontana presionaba para disolver estos matices: la acusación de afrancesados pesaba indistintamente sobre quienes abrazaban la Ilustración pero repudiaban la Revolución y quienes, por convicción u oportunismo, se decidieron a apoyar al rey José. La invasión napoleónica y la subsiguiente conversión de la península en escenario de una guerra europea más amplia, en la que se enfrentaban las distintas concepciones del poder tras los acontecimientos de 1789, pero también las ambiciones de potencias como Francia e Inglaterra, estrechó definitivamente el margen de maniobra de los ilustrados españoles: la crueldad con la que se desarrolló el conflicto, arrasando campos y ciudades y perpetrando brutales represalias contra los civiles, permitió que los ultramontanos los presentaran como cómplices del invasor y los asociaran con los partidarios de José Bonaparte.

el origen del problema religioso

La situación de la península alcanza su máximo deterioro a partir de 1808. No es tanto una crisis política lo que se vive desde entonces como una devastadora crisis de legitimidad. La dinastía borbónica se encuentra fuera del país, retenida por Napoleón e invalidada para reclamar el poder por la forzada abdicación de Fernando VII, al menos desde un punto de vista formal. José Bonaparte, en el otro extremo, es contestado por la mayoría de los españoles, exasperados por la invasión y por el comportamiento de las tropas francesas en la conducción de la guerra. Parecía necesaria una solución de urgencia para colmar este vacío y la convocatoria de unas Cortes se presentaba como una de las escasas vías de acción. En Cádiz se intentó alcanzar, así, un acuerdo entre españoles de las diversas tendencias para establecer instituciones capaces de acabar con el desgobierno y, en definitiva, reconstruir el poder político en España, interrumpido y desarticulado en los primeros años del siglo XIX. La tarea de los diputados gaditanos era necesariamente fundacional: no solo tenían que argumentar por qué adoptaban determinada forma de gobierno, determinadas instituciones, sino también explicar qué títulos les acreditaban para hacerlo. Fue el inevitable recurso a la historia como fuente de legitimidad de su tarea lo que abrió el camino para que, junto a las interpretaciones del pasado, la religión volviera a estar presente en las deliberaciones políticas: la acumulación de mitos que durante siglos había establecido un nexo esencial entre España y el catolicismo hizo que, salvo raras excepciones, los diputados no percibieran diferencias entre hablar del pasado y hablar de la fe. Puesto que el poder que deseaban instaurar en España no podía desentenderse de la historia, tampoco podía hacerlo del catolicismo. Ahí, exactamente ahí, comienza el problema religioso en España, el problema religioso en los términos en que pretenden resolverlo la República y Azaña.

Aunque breve, la discusión del artículo 12 de la Constitución de Cádiz dejó establecidas las principales posiciones acerca de las relaciones entre el catolicismo y el Estado que perdurarían durante los dos siglos siguientes hasta llegar a nuestros días. En una redacción inicial, establecía que “La Nación española profesa la religión católica, apostólica, romana, única verdadera, con exclusión de cualquier otra.” Pero la presión de los diputados ultramontanos, que consideraban esta fórmula insuficiente porque se limitaba a reconocer un hecho, a constatar el sentido sociológico incluido en la afirmación de que España es católica, obligó a añadir una nueva disposición dentro del artículo que reforzase el carácter normativo del mandato constitucional, esto es, que reivindicase el sentido político de aquella afirmación. El resultado fue una norma en cierto modo extravagante, que rechazaba la libertad religiosa al mismo tiempo que encargaba a las instituciones seculares velar por la fe católica: “La Nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquier otra.”

Para el diputado Inguanzo, que defendió la interpretación ultramontana, la redacción ampliada del artículo 12 amparaba el propósito de su partido, para el que “la religión debe entrar en la Constitución como una ley que obligue a todos los españoles a profesarla, de modo que ninguno deba ser tenido por tal sin esta circunstancia”. Inguanzo volvía a definir la condición de español en los mismos términos en los que los Reyes Católicos pretendían identificar a sus súbditos, en función del credo religioso. Un sector de los liberales consideró, por su parte, que la frase añadida al artículo 12 dejaba abierta la posibilidad de emprender algunas reformas sin atender las razones que pudiera alegar la Iglesia: puesto que, a tenor del mandato constitucional, el juicio sobre la mejor manera de “proteger” la religión correspondía al poder político, era posible, en teoría, dictar “leyes sabias y justas” contra la opinión de la jerarquía eclesiástica. Para el diputado Muñoz Torrero, encargado de defender esta interpretación, la redacción final autorizaba, por ejemplo, la supresión del Santo Oficio. Bastaba con que el poder político estimase que esta medida no dañaba sino que contribuía a salvaguardar el catolicismo en España. De hecho, la Inquisición fue abolida en virtud del artículo 12 al año siguiente de que las Cortes de Cádiz aprobasen el texto constitucional. Paradójicamente, esta decisión no era consecuencia de la separación entre la Iglesia y el Estado, sino de la reformulación del integrismo.

Otros liberales, sin embargo, consideraron un error esta concesión a los ultramontanos. Fue el caso, entre otros, de Argüelles y, sobre todo, de José María Blanco White, cuyos pronunciamientos en contra del artículo 12 fueron reiterados. Blanco predijo las consecuencias de que la Constitución de Cádiz, la primera aprobada en España bajo el empuje del pensamiento liberal, declarase el catolicismo como religión de Estado, anunciando una permanente inestabilidad en la que la fe, asociada a una forma de gobierno, incluso a una política, se condenaba a servir de disfraz a la lucha por el poder. Partidario de la separación entre la Iglesia y las instituciones políticas, sus esperanzas en las Cortes de Cádiz y en su labor legislativa se fueron viendo defraudadas hasta quedar reducidas a un simple ruego:

No pretendo que en España se haga de repente lo que juzgo ser lo mejor en este punto; solo apetezco que no se establezca lo peor, como amenaza. Enhorabuena se declare el catolicismo religión de Estado, y se prometa que lo será hasta el fin de los siglos. Niéguense a las demás el ejercicio público, si así lo juzgan conveniente los legisladores; pero por amor a la justicia, y a los derechos sagrados de todo ciudadano, déjese a cada uno que profese los principios religiosos que le dicte su conciencia, y no se persiga a nadie porque meramente se separe de la religión católica.

La separación siempre pospuesta

En materia de libertad religiosa, la tumultuosa historia del constitucionalismo español durante el siglo XIX se tradujo en un constante ir y venir entre la prohibición absoluta de profesar cualquier credo distinto del católico y la tolerancia de cultos, sin poner nunca en entredicho el peso de la Iglesia y de su fe en el Estado. Mientras que las constituciones inspiradas por el ideario absolutista solían ser concluyentes al defender el monopolio del credo católico en las instituciones y la conciencia individual de los españoles, los textos liberales no desbordaron, por lo general, el desengañado ruego de Blanco a los constituyentes de Cádiz: el catolicismo seguiría siendo, enhorabuena o enhoramala, la religión del Estado, aunque se habilitara un espacio de libertad más o menos amplio para otros credos. Esa fue la fórmula reiterada por las constituciones liberales a lo largo del siglo XIX y, también, por la de 1869, fruto de una revolución política y, por lo tanto, más propicia, al menos en teoría, para recoger las posiciones doctrinales de quienes se habían alzado contra Isabel II y la habían vencido. Pero ni siquiera en esta ocasión los liberales españoles se propusieron desarrollar la lógica de su doctrina hasta sus últimas consecuencias y establecer, en nombre de la libertad que proclamaban, la separación siempre pospuesta entre la Iglesia y el Estado. Una vez más intentaron un compromiso con los sectores ultramontanos, con los neocatólicos a los que se dirige un diputado y escritor, Juan Valera, con el que Azaña sentiría particular afinidad.

Más allá de los estrictos avatares políticos en los que el problema religioso desempeñó un destacado papel a lo largo del siglo XIX, la timidez de los liberales a la hora de proponer la separación de la Iglesia y el Estado tuvo una consecuencia capital aunque no siempre advertida: reforzó el mito de la asociación esencial entre España y el catolicismo, puesto que en una lucha ideológica tan encarnizada como la que enfrentó a liberales y absolutistas siguieron siendo escasas las voces que, como la de Argüelles o la de Blanco White, reclamaron unas instituciones políticas desligadas del credo religioso. La corriente principal del liberalismo español quedó voluntaria o involuntariamente impregnada de integrismo y, por consiguiente, la lucha política permaneció encerrada dentro del ámbito del catolicismo hasta bien entrado el siglo XX. La importancia de la Constitución republicana de 1931, en cuya discusión Azaña proclamó que España había dejado de ser católica, esto es, que el Estado, no los españoles, había dejado de serlo, radica en que venía a recuperar la genealogía, tantas veces postergada y tantas veces vencida, del liberalismo no integrista de nuestro país. La victoria de Franco, “caudillo de España por la gracia de Dios”, permitió restablecer el viejo proyecto de definir a los españoles por la creencia. Retomando el mismo discurso que Isabel y Fernando tras la toma de Granada, el mismo discurso que el diputado Inguanzo durante el debate sobre el artículo 12 de la Constitución de Cádiz, un escritor español partidario de la rebelión militar contra la República volvió a expresar con nuevas palabras la vieja idea: “Quien dice ser español y no ser católico –escribió García Morente– no sabe lo que dice”.

Pero la insistencia con la que las corrientes ultramontanas defendieron desde la política la unidad indisociable entre España y la religión católica no se comprende sin el papel que, desde la historiografía, desempeñaron algunos de los principales escritores e intelectuales preocupados por el señuelo ideológico de identificar el ser de la nación. Fueron ellos los que, proponiéndoselo o no, suministraron el alimento principal a una opción de gobierno que aspiraba a presentarse como necesaria, como derivada del orden natural de las cosas, de la simple lógica del devenir humano. La historiografía, la ciencia de la historia, no adoptó, por lo general, una actitud crítica con el cúmulo de mitos puestos al servicio de los proyectos políticos del pasado, sino que les concedió un nuevo marchamo de veracidad, insertándolos como piezas imprescindibles de una narración que, como en el caso de Modesto Lafuente, se proponía en último extremo demostrar que la historia de España había ejecutado el plan de la Providencia, de la voluntad de Dios. La adopción explícita de este punto de vista, de esta perspectiva narrativa, obligaba a una minuciosa reinterpretación del pasado español, expurgando no solo los hechos, sino también las obras artísticas y literarias que no encajaban o que, incluso, desmentían la identificación de España y el catolicismo.

Esa fue la tarea en la que destacaron autores como Menéndez Pelayo, quien desplegó una formidable erudición y un juicio crítico extraordinario en la belicosa tarea de trazar una frontera entre ortodoxia y heterodoxia y, además, hacerla coincidir con una distinción de tintes nacionalistas entre lo genuinamente español y lo extranjerizante, lo anómalo, lo inmoral, lo pecaminoso. La potencia arrolladora de una obra como Historia de los heterodoxos españoles marcó el trabajo de los escritores españoles durante las décadas siguientes, hasta el extremo de que la obra de la generación del 98, de autores como Ganivet y Unamuno, no se entiende cabalmente sin referirla al marco de reflexión que fijó Menéndez Pelayo. La aventura intelectual fuera de ese marco, la curiosidad hacia los hechos o las obras artísticas y literarias colocadas en el lado inapropiado de esa frontera entre ortodoxia y heterodoxia, se convirtió en una singular rareza, con lo que la identificación entre España y la religión católica acarició la posibilidad de una victoria completa, definitiva: privada del contraste que hubiera podido ejercer cuanto esta visión del pasado dejaba fuera, podía presentarse no como una hipótesis inverosímil y sectaria, sino como un hecho incontrovertible.

Tal vez resulte exagerado hablar hoy de un retorno del problema religioso en España: ni las fuerzas en presencia son tan poderosas como lo fueron a lo largo del siglo XIX ni existe la misma unanimidad, ya sea en el ámbito político o en el del pensamiento, sobre el papel que debe desempeñar la religión en el Estado. A lo que sí se asiste, sin embargo, es a una disputa sobre el destino que debe darse a los restos del problema religioso. Para algunos españoles de nuestros días, convendría apoyarse en esos restos y reconstruir la identificación entre España y el catolicismo, una fórmula que imaginan eficaz frente a algunos asuntos contemporáneos, como la aceleración de los flujos migratorios o ciertos avances científicos. Para otros españoles, en cambio, el mejor destino para esos restos del problema religioso sería la desaparición. Se trata de la mejor alternativa, a condición de que se advierta la dimensión de la tarea, que exige poner en cuestión el cúmulo de mitos que siguen vigentes en la historiografía y los estragos que esos mitos siguen causando en el conocimiento y la comprensión de nuestro pasado. Y a condición, además, de que se entienda que rechazar la identificación entre España y el catolicismo, como hizo Azaña, no equivale a proscribir el catolicismo, sino a defender la libertad. ~

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