Andrés Manuel López Obrador, Mesías tropical
Ilustración: Felipe Ugalde

El mesías tropical

López Obrador ha proclamado que sus modelos son Cárdenas y Juárez. A través de una puntual interpretación biográfica, Enrique Krauze descubre en él inspiraciones mucho más profundas y perturbadoras, experiencias teológico-políticas y psicológicas que tuvieron lugar en su natal Tabasco.
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Desayuno con “El Peje”

Conocí a Andrés Manuel López Obrador, el famoso y controvertido jefe de gobierno del Distrito Federal, una mañana (casi una madrugada) de agosto de 2003. Tempranero como un gallo, rijoso símbolo con el que le gusta compararse, elusivo como el pejelagarto, típico pez de las aguas de Tabasco, del que proviene su sobrenombre, López Obrador convocaba diariamente a los medios a una conferencia a las seis de la mañana para informarles sobre la marcha de su gestión, pero también para sortear ingeniosamente las preguntas comprometedoras y lanzar certeros picotazos sobre el presidente Vicente Fox. El desayuno tendría lugar en sus oficinas, situadas en los altos del antiguo ayuntamiento. En el pequeño anexo a su despacho, mientras observaba sus objetos de culto personal (una imagen de Juárez, una foto de Salvador Allende, otra de Rosario Ibarra de Piedra, una más del propio López Obrador conversando con el “subcomandante Marcos”, la escultura en madera de un indígena), pensaba que su presencia cotidiana en aquel espacio casi teocrático de México revelaba su sagacidad política: entendía la gravitación histórica del lugar y por eso no salía de él. En cambio Fox despachaba exclusivamente en la residencia oficial de Los Pinos y sólo llegaba al Zócalo de vez en cuando.

Jovial, directo y sencillo, con una sonrisa maliciosa pegada al rostro, era difícil no simpatizar con López Obrador. Nos acompañaba un hombre de sus confianzas, José Agustín Ortiz Pinchetti, veterano luchador democrático. López Obrador comenzó a hablar de historia. En los años ochenta, en un receso involuntario de su agitada vida política, había escrito dos libros sobre Tabasco en el siglo XIX. “Están muy basados en don Daniel”, reconoció, y la alusión al mayor historiador liberal del siglo XX me llevó a recordar la opinión que alguna vez me confió el propio Cosío Villegas sobre el general Lázaro Cárdenas: “Yo siempre lo admiré por su instinto popular.” Le dije que advertía en él la misma cualidad, y que bien usada podría enfilarlo a la Presidencia. López Obrador lo tomó como la constatación de algo evidente: “El pueblo no se equivoca.” Yo tenía curiosidad de saber si era cierto que no tenía pasaporte. “Es extraño –me dijo– que me reclamen eso. El presidente Venustiano Carranza nunca cruzó la frontera.” “Es verdad –le expliqué–, pero Carranza fue presidente entre 1916 y 1920, los tiempos han cambiado mucho.” Traje a cuento el caso de Plutarco Elías Calles, que antes de ocupar la Presidencia, y para preparar la serie de reformas económicas que llevó a cabo (entre ellas la fundación del Banco de México), había viajado por Europa. ¿Por qué no seguir sus pasos y luego entrevistarse con la prensa liberal en Nueva York? No fui convincente. Años atrás había pasado unos días en Estados Unidos, y con su esposa (Rocío Beltrán, fallecida en 2003) solía visitar Cuba. Eso era todo: “Hay que concentrarse en México –me dijo–. Para mí la mejor política exterior es la buena política interior.”

Era obvio que el mundo lo tenía sin cuidado. Su mundo era México. Y el mundo de su mundo era Tabasco. Nacido el 13 de noviembre de 1953 en el pequeño pueblo de Tepetitán, en el seno de una esforzada familia de clase media dedicada a diversos ramos del comercio, nieto de campesinos veracruzanos y tabasqueños, y de un inmigrante santanderino que había llegado a “hacer las Américas”, López Obrador vivió una niñez tropical, libre y feliz. Sus biografías oficiosas contendrían datos interesantes sobre su carácter temprano. “Fue un niño muy vivaracho –recordaba su padre– pero tenía una enfermedad: no se le podía decir nada ni regañarlo, porque se trababa.” Según parece, le decían “piedra”, porque pegaba duro: “Se peleaba con alguien, le ganaba, y salía con esa sonrisita burlona de ‘te gané’.” Era malo para las matemáticas y muy bueno para el beisbol, aunque “cuando perdía su equipo, terminaba enfurecido”. Tepetitán tenía unas cuantas calles, pero los López Obrador vivían a sus anchas: “No teníamos barreras –recuerda uno de sus hermanos–, teníamos el pueblo entero, era nuestro.” Si la familia salía, era para viajar en automóvil a las playas de Veracruz y Tampico. En los años sesenta se mudaron a Villahermosa, capital del estado; en los setenta, Andrés Manuel estudió ciencias políticas en la UNAM y se hospedó en la Casa del Estudiante Tabasqueño. A partir de 1977, hasta 1996, pasaría la mayor parte del tiempo en su patria chica.

Había dos maneras de animar la conversación con López Obrador: hablar de beisbol o hablar de Tabasco. Opté por la segunda. El desayuno tabasqueño (pescado frito, plátano con arroz), el prehistórico pejelagarto disecado sobre un estante, el manoteo enfático y hasta la pronunciación del personaje (que, como es común en aquella zona del Golfo de México, convierte las “eses” en “jotas”), todo conspiraba para llevar la plática a Tabasco: cuna de la cultura madre de Mesoamérica, la olmeca; puerta de la Conquista (allí desembarcó Cortés y conoció a “la Malinche”). La historia de Tabasco lo apasionaba tanto o más que la historia de México. Con evidente gusto me refirió su buena impresión de los dos grandes jefes del siglo XX en Tabasco (Tomás Garrido Canabal y Carlos Madrazo). Y con mayor placer aún recordó su amistad con el poeta Carlos Pellicer (“el tabasqueño más grande del siglo XX”) y reconoció la obra de Andrés Iduarte (“nuestro mejor escritor”).

Yo recordaba que Tabasco –caso no único pero sí excepcional entre los 32 estados de México– no había dado un solo presidente a México y quise plantearle la cuestión, pero López Obrador abrió sin querer una posible pista: “a los tabasqueños se nos dificulta mucho acostumbrarnos al Altiplano –me dijo–, es otra cultura; también a mí me ha costado trabajo adaptarme.” Para explicarse mejor, me leyó en voz alta un párrafo extraído de uno de los libros que escribió sobre su estado:

En Tabasco la naturaleza tiene un papel relevante en el ejercicio del poder público. En consonancia con nuestro medio, los tabasqueños no sabemos disimular. Aquí todo aflora y se sale de cauce. En esta porción del territorio nacional, la más tropical de México, los ríos se desbordan, el cielo es proclive a la tempestad, los verdes se amotinan y el calor de la primavera o la ardiente canícula enciende las pasiones y brota con facilidad la ruda franqueza.

“De aquí parte –dijo–mi teoría sobre el ‘poder tropical’: el tabasqueño debe controlar sus pasiones.” Me había dado una clave biográfica que yo tardaría en descifrar. “Quizá en el futuro –le dije, al despedirme– tenga usted que hacer una adaptación aún mayor: pasar del Altiplano a la aldea global.”

Lejos de Cárdenas

Era difícil que un hombre sin mundo entendiera el mundo y el lugar de su país en el mundo. Era difícil que un hombre encerrado en su mundo viera la necesidad de reformarlo en un sentido a la vez realista y moderno. En el concepto de López Obrador, todo lo que México requería para su futuro estaba en su pasado. “La cosa es simple –me dijo meses más tarde, en una segunda y última conversación formal: hay que ser como Lázaro Cárdenas en lo social y como Benito Juárez en lo político.” Me propuse observar desde entonces los actos de su gobierno (anteriores y posteriores), para ver si confirmaban o desmentían su declarada fidelidad a aquellos dos modelos históricos.

Lázaro Cárdenas fue un presidente popular pero no populista. De temple suave, pacífico y moderado, tan silencioso y ajeno a la retórica que lo apodaban “La esfinge”, en los años treinta repartió dieciocho millones de hectáreas entre un millón de campesinos. Cárdenas fue un constructor interesado en los detalles prácticos, quiso que los campesinos llegaran a ser autónomos y prósperos mediante la organización ejidal colectiva o a través de la pequeña propiedad, ambas apoyadas por la banca oficial.

López Obrador se manifestaba cada vez más como un gobernante popular y populista. De temple rudo, combativo y apasionado, orador incendiario, su vía para emular a Cárdenas consistió en ofrecer un abanico de provisiones gratuitas, entre ellas el reparto de vales intercambiables por alimentos, equivalentes a setecientos pesos mensuales, a todas las personas mayores de setenta años. Estos programas, sobre todo el de apoyo a los “adultos mayores” (del cual no existe padrón), le granjeaban una gran simpatía pero no atacaban de fondo los problemas. “Andrés y su equipo no conocían la complejidad de la problemática social de la ciudad”, me dijo Clara Jusidman, su amiga de muchos años y su jefa en los años ochenta, en el Instituto Federal del Consumidor. En el gobierno perredista de Cuauhtémoc Cárdenas (1997-1999), Jusidman y su equipo habían establecido las bases de una amplia y laboriosa red de “facilitadores” que procuraba atender diversas necesidades relacionadas con la ruptura del tejido social en el DF. “Todo eso se desmanteló –lamentaba Jusidman–, se privilegiaron medidas sociales de relativa simplicidad pero con efectos masivos, como fue la entrega de ayudas económicas a los adultos mayores, a las madres solteras y a las familias con personas discapacitadas; o el montaje de dieciséis escuelas preparatorias y de una universidad sin requisitos de ingreso y con muy poco tiempo de planeación.” Claramente, el criterio que las sustentaba era más político e ideológico que práctico y técnico. Lo mismo ocurrió en otros ámbitos. A un costo que nunca se aclaró, en tiempos de López Obrador se construyeron los segundos pisos del Anillo Periférico, pero se relegaron necesidades mucho más urgentes que la fluidez vial para los automovilistas: el transporte público, el abasto de agua, la inseguridad, el empleo. Entre 2000 y 2004, el crecimiento del PIB en el DF fue inferior al crecimiento promedio acumulado en el resto de las entidades. Y el empleo formal entre 2000 y 2005 creció menos que en el resto del país.

La gestión de Lázaro Cárdenas coincidió con el ascenso del nazismo europeo. Se enmarcó en una época en que, para amplios sectores intelectuales y políticos de Occidente, el socialismo soviético constituía una alternativa al capitalismo occidental. Por eso, en tiempos de Cárdenas la educación oficial en México era “socialista”. Con todo, Cárdenas no atizó el odio de clases ni era proclive a las ideologías que lo propugnaban. De hecho, tras la expropiación petrolera, Cárdenas fue el precursor de la industrialización en México y para ello fundó el Instituto Politécnico Nacional.

En sus dichos y sus hechos, López Obrador ha seguido pautas muy distintas. A partir de las ruidosas querellas legales en las que se vio involucrado en 2004 y 2005, el jefe de gobierno recurrió a una retórica de polarización social que Cárdenas no habría avalado. Su vocabulario político se impregnó del conflicto entre las clases. Sus enemigos eran los enemigos del pueblo: “los de arriba”, los ricos, los “camajanes”, los “machucones”, los “finolis”, los “exquisitos”, los “picudos”. La palabra “dinero” era necesariamente sinónimo de abuso, de inmoralidad, de ausencia de decoro, de impureza. “Vamos a establecer –profetizó– una nueva convivencia social, más humana, más igualitaria, tenemos que frenar […] a esa corriente según la cual el dinero siempre triunfa sobre la moral y la dignidad de nuestro pueblo.” Su argumento central era el tema del Fobaproa, operación de rescate bancario que evitó el colapso del sistema financiero (y la consiguiente pérdida para los cuentahabientes) pero que, sin lugar a dudas, tuvo irregularidades y abusos en verdad flagrantes. Si bien el peso de la operación sobre las finanzas públicas era y es muy oneroso, López Obrador lo utilizaba para concentrar el odio en la figura de los empresarios.

Con López Obrador, la teoría de la conspiración se volvió política de Estado: toda crítica era parte de un “complot” para desbancarlo. El 27 de junio de 2004, cerca de setecientas mil personas de diversas clases sociales, alarmadas por la ola de secuestros y asaltos en la ciudad, marcharon a lo largo del Paseo de la Reforma. Horas más tarde, en vez de considerar la pertinencia objetiva de los reclamos, López Obrador se lanzó al palenque y declaró: “Sigo pensando que metieron la mano […] para manipular este asunto, y señalo tres cosas: una, la politiquería de ‘las derechas’; dos, el oportunismo del gobierno federal […] las declaraciones del ciudadano presidente […] Y también el amarillismo en algunos medios de comunicación” Para remachar, agregó que seguramente los propios secuestradores habían desfilado ese día. Al poco tiempo, aparecieron unas historietas que representaban a los manifestantes como jóvenes de clase alta y pelo rubio, encantados de acudir a la manifestación para “estrenar” ropa nueva y tomarse una foto con sus amigos. “Eran unos pirrurris”, dijo el “Peje”, refiriéndose con desdén a los marchistas. Que la referencia a la piel de los manifestantes fuera racista, y las víctimas de la delincuencia fueran mayoritariamente pobres, no lo inmutaba. Para él, la delincuencia es una función de la desigualdad y la pobreza.

El proyecto nacional de Lázaro Cárdenas se enmarcó siempre en los paradigmas de la Revolución Mexicana: por eso marginó a los comunistas prosoviéticos de la CTM, asiló a Trotsky, y dejó el poder en manos del moderado Ávila Camacho, no del radical Múgica. López Obrador repetiría incansablemente que su proyecto era “de izquierda”. Nunca sentiría la necesidad de explicar el significado de esa palabra en el mundo posterior a la caída del imperio soviético, un mundo en el que China es la estrella ascendente de la economía de mercado. Pero es natural: el mundo no es interesante para López Obrador.

Ajeno a Juárez

López Obrador había afirmado, en innumerables ocasiones, que admiraba a Benito Juárez sobre todos los seres en la tierra. Pero su identificación política con Juárez era, sencillamente, insostenible. Fuera de una apelación formal a la “austeridad republicana” de aquel legendario presidente, o la repetición escolar de algunas de sus frases, López Obrador tenía poco en común con su héroe.

La “austeridad republicana” de los gobiernos juaristas (1858-1872) debía hallar su contraparte en un manejo impecable de las finanzas públicas. No fue el caso. La opacidad en las cuentas públicas del gobierno del DF era ya entonces (y sigue siendo, hasta la fecha) la zona más turbia en su desempeño. Fox había sacado adelante una Ley de Transparencia que abría a cualquier ciudadano las cuentas públicas del gobierno federal. Muchos gobiernos estatales hicieron lo mismo, pero el del DF frenó y limitó la idea, aduciendo que era muy onerosa, y, cuando no tuvo más remedio que aceptarla, durante mucho tiempo se negó a dar oficinas al nuevo organismo. Finalmente, inconforme con el consejo nombrado, modificó la ley para disolverlo y nombrar otro.

López Obrador decía admirar a Juárez por haber integrado su gabinete con los mejores mexicanos, pero de su propio gabinete no podía predicar lo mismo. Un video que se trasmitió en 2004 por la televisión abierta mostraba a su secretario de Finanzas del gobierno del DF apostando cuantiosas sumas en una habitación reservada a clientes VIP en Las Vegas. A los pocos días, un nuevo video mostraba a su principal operador político tomando fajos de dinero de manos de un empresario consentido por los anteriores gobiernos del PRD. Aunque ambos funcionarios fueron separados de sus cargos y sometidos a juicio, la estrategia política de López Obrador no consistió en honrar su lema de gobierno (la “honestidad valiente”) sino en relativizar los hechos, desmarcarse de toda responsabilidad, y por primera vez declararse víctima de un “complot” orquestado por “las fuerzas oscuras”, por “los de arriba”.

La generación de Juárez produjo en 1857 una admirable constitución de corte liberal clásico que limitó el poder presidencial, instituyó la división de poderes y consignó las más amplias libertades y garantías individuales. Aquellos legisladores y juristas creyeron en el imperio de la ley y lo respetaron escrupulosamente. El presidente Juárez tenía adversarios de peso en la Suprema Corte y el Congreso, pero jamás utilizó contra ellos las más mínimas triquiñuelas, ni afectó o anuló su esfera autónoma. En cambio López Obrador, aunque rindiera homenaje retórico a Juárez, mostró muy pronto que no comulgaba con los preceptos esenciales de la democracia liberal.

Al despuntar su sexenio, había ocurrido un linchamiento en el pueblo indígena de Magdalena Petlacalco. López Obrador dio a entender que había normas tradicionales más altas que la ley: “el caso hay que verlo en lo que es la historia de México, es un asunto que viene de lejos, es la cultura, son las creencias, es la manera comunitaria en que actúan los pueblos originarios… No nos metamos con las creencias de la gente.” En un problema similar (una sublevación indígena en Chiapas en 1869), Juárez no dudó en enviar a la fuerza pública y aplicar la ley.

En octubre de 2003, una sentencia judicial dictada por un tribunal de circuito obligaba al gobierno del Distrito Federal a pagar una suma (en verdad absurda) por la expropiación de unos terrenos. López Obrador declaró, con tonos extrañamente evangélicos: “Ley que no es justa no sirve. La ley es para el hombre, no el hombre para la ley. Una ley que no imparte justicia no tiene sentido”, y agregó:

La Corte no puede estar por encima de la soberanía del pueblo. La jurisprudencia tiene que ver, precisamente, con el sentimiento popular. O sea que si una ley no recoge el sentir de la gente, no puede tener una función eficaz […] La Corte no es una junta de notables ni un poder casi divino.

Si la ley era injusta, había caminos institucionales para cambiarla. Si el juez, como era el caso, había dado una sentencia excesiva, existían instancias jurídicas para combatirla. Los abogados del gobierno del Distrito Federal (los había, excelentes) hicieron uso de esas instancias y, al cabo del tiempo, lograron reducir sustancialmente la cantidad que se reclamaba. Pero el tema no era legal sino político. Al litigar el asunto en los medios y negar la autoridad de la Suprema Corte de Justicia, el “Peje” había dado una primera muestra de su idea de la justicia, y su imagen condicionada de la división de poderes. Un paisano suyo explicó el fundamento de su actitud: “Tiene un concepto marxista del derecho, para él es un arma de la burguesía para dominar al proletariado.”

En mayo de 2004, otro proceso judicial comenzaría a ocupar las planas de los diarios y el espacio de los noticieros. El gobierno del DF se había negado a respetar una orden de suspensión dictada por un juez dentro de un juicio de amparo. El juez turnó el asunto a la Procuraduría para su consignación. Ante la posibilidad real de verse privado del fuero por la Cámara de diputados y ser sometido a juicio (proyecto que tanto el PAN como el PRI alentaban con la peregrina idea de inhabilitarlo como candidato a la Presidencia), López Obrador pasó de nuevo a la ofensiva, dobló las apuestas, declaró que no emplearía abogados ni se defendería y que –como admirador de Gandhi y Mandela– prefería ir a la cárcel en vez de acatar una orden que consideraba injusta. La responsabilidad directa recaía sobre un subordinado que había firmado la documentación, pero López Obrador se negó a involucrarlo y así liberarse legítimamente del problema. En términos legales, el caso era discutible. Para los defensores de López Obrador era inexistente o nimio; para sus críticos tenía un valor de principio, no debía permitirse el desacato a una sentencia judicial. López Obrador declaró que el poder judicial actuaba en connivencia con las “fuerzas oscuras” y dijo que lo reformaría al llegar a la Presidencia. Su “ruda franqueza” tabasqueña necesitaba de enemigos, y los encontró en la Suprema Corte.

Años atrás, al tomar posesión, el “Peje” había delineado su concepto de la verdadera democracia, no la democracia liberal sino la “democracia popular”: “El gobierno es el pueblo organizado o, para decirlo de otra manera, el mejor gobierno es cuando el pueblo se organiza. La democracia es cuando el pueblo se organiza y se gobierna a sí mismo.” Pero esa democracia requería la presencia cotidiana de un líder social que midiera “el pulso a la gente”, que “metiéndose abajo” escuchara y canalizara –sin intermediaciones burocráticas o institucionales– las demandas de “la gente”. Ésa era, a su juicio, la función del jefe de gobierno.

¿A qué tradición correspondían estas ideas? “La nación –había escrito hacia 1837 el pensador conservador Lucas Alamán al carismático dictador Antonio López de Santa Anna– le ha confiado a usted un poder tal como el que se constituyó en la primera formación de las sociedades, superior al que pueden dar las formas de elección después de convenidas, porque procede de la manifestación directa de la voluntad popular, que es el origen presunto de toda autoridad pública.” Precisamente contra esa concepción “directa” del poder –de raíz medieval y monárquica–, la generación de Juárez concibió una constitución liberal en la que la “voluntad popular” se expresaba en votos individuales y el poder presidencial permanecía acotado por los otros poderes.

Curiosamente, a fines de 2004 López Obrador se hizo fotografiar con un ejemplar de la biografía de santo Tomás de Aquino, en cuya Summa teologica la división de poderes no es siquiera imaginable. En esa visión orgánica del poder público (muy arraigada en la cultura política de los países hispánicos), la soberanía popular emana de Dios hacia el pueblo, y quien debe interpretarla correctamente es la autoridad elegida por Dios. (Por eso “no había que meterse con las creencias de la gente”). ¿Y quién interpreta el divino poder de la “soberanía popular”? El líder social que se autodesignaba “el rayo de esperanza”: López Obrador.

En ningún momento quedó más clara esta inspiración divina que sentía encarnar el jefe de gobierno como en la fervorosa concentración del Zócalo, el día del desafuero. Ni en los tiempos dorados del PRI se había visto algo similar, porque en el viejo sistema político mexicano la gente acudía al Zócalo para apoyar al detentador temporal de la investidura presidencial. Ahora no, ahora acudía a mostrar su apego solidario al “hombre providencial”. Un grupo de ancianas portaban un letrero que decía “Que Dios te cuide, rayito de esperanza”.

“La doble valla metálica que corta por la mitad a la multitud y dentro de la cual camina solitario el Jefe hacia la gran tribuna de la plaza”. ¿Qué recordaba la escena? Adolfo Gilly, historiador respetado y viejo militante de izquierda, señalaría tiempo después que la inspiración de aquella “coreografía y escenografía”, de aquel “método de centralización personal de la organización en la figura del Jefe”, provenía “de los años treinta, en la figura y las ideas del tabasqueño Tomás Garrido Canabal”.

Tenía razón. La clave para comprender mejor la formación, la imaginería, el estilo y sobre todo la actitud política de Andrés Manuel López Obrador no estaba en la historia de México, en Cárdenas o Juárez. La clave –como él mismo me había dado a entrever en aquel desayuno de agosto de 2003– estaba en la historia de Tabasco, la tierra del “poder tropical”.

Un “ferviente deseo de gobernar”

“Ese estado pantanoso y aislado, puritano e impío”, escribió Graham Greene en Caminos sin ley (1939), libro de viaje complementario a El poder y la gloria (1940). A Graham Greene, que recorrió Tabasco en 1938, tres años después de terminada la era de Garrido, lo intrigaba la “oscura neurosis personal” de aquel “dictador incorruptible”. Su sombra seguía rondando.

Ahí estaban las “escuelas racionalistas”, instituciones de disciplina casi militar donde los niños era adoctrinados “científicamente”, aprendían las virtudes de la razón, la técnica agrícola y los ejercicios físicos. Greene se impresionó con los carteles que vio en las escuelas: una mujer crucificada a la que un fraile le besa los pies, un cura borracho bebiendo vino en la Eucaristía, otro tomando dinero de manos indigentes. Su confesor en Orizaba se lo había advertido: “A very evil land”, y Greene, converso al catolicismo, creyó constatarlo a cada paso: “Supongo que siempre ha existido odio en México –apuntó–, pero ahora el odio es la enseñanza oficial: ha superado al amor en el plan de estudios […] Uno se niega a creer que logrará algo bueno: y es que ese odio envenena los pozos de humanidad.” Ahí estaba también la huella de una existencia puritana (las luces se apagaban todavía a las 21:30, la venta y consumo de alcohol estaban prohibidos) y el recuerdo de una sociedad regimentada: cooperativas de distribución agrícola controladas por el gobierno, “ligas de resistencia” obligatorias para cada gremio de trabajadores o empleados, y, sobresaliendo entre todas, los llamados “camisas rojas”, contingentes estudiantiles de ambos sexos uniformados con colores rojinegros, recorriendo las calles con disciplina fascista y sirviendo como tropas de adoctrinamiento y choque para la intensa campaña “contra Dios y la religión”. En escenas filmadas por el gobierno de Garrido para fines de propaganda se veía cómo los “camisas rojas” (precursores de los “guardias rojos” chinos) empuñaban la piqueta para destruir, piedra por piedra, la Catedral de Villahermosa; arrojaban a las llamas imágenes piadosas de los templos destruidos y los objetos de culto que la gente guardaba en sus casas, y escenificaban tumultuosos “autos de fe” donde los niños, maestros, jóvenes y viejos se turnaban para destruir con la piqueta grandes esculturas de Cristo crucificado.

A juicio de López Obrador, el mérito de Garrido fue convertir a Tabasco “en la Meca política del país”. El uso de la metáfora religiosa no era casual. Tabasco, en efecto, creció a través de los siglos con una población alimentada por la madre naturaleza, pero literalmente dejada de la mano de Dios: sin la presencia de los misioneros que evangelizaron a la mayor parte del país, casi sin templos ni parroquias (el Obispado, muy tardío, es de 1880), y con una cuota de sacerdotes pequeñísima frente al promedio nacional. Tampoco las instituciones de enseñanza –colegios o seminarios, comunes también en el resto de la República– se arraigaron en el lugar (el Instituto Juárez, único plantel de enseñanza superior, no se fundó hasta 1879). Además de su aislamiento geográfico, Tabasco resentía su marginalidad espiritual, y esperaba su oportunidad para afirmarse en la historia nacional, para convertirse en su Meca. Esa oportunidad arribó con la Revolución Mexicana.

Había llegado de fuera, traída por los generales del norte y del Altiplano. El primero que puso su sello en Tabasco fue el general Francisco J. Múgica, antiguo seminarista de la seráfica ciudad de Zamora que, en un movimiento muy típico de los revolucionarios de la época, se había rebelado contra su formación católica llevando el jacobinismo a extremos de profanación sólo vistos en la Revolución Francesa o antes, en la Inglaterra isabelina. Al llegar a Tabasco en 1916, Múgica ocupó con sus tropas la catedral, cambió el nombre de la capital de San Juan Bautista a Villahermosa, y dio inicio a un reparto agrario. Múgica estaba orgulloso de la naturalidad con que los tabasqueños parecían adoptar su radicalismo antirreligioso: “Hay que tabasqueñizar a México”, llegó a decir. Según Andrés Manuel López Obrador, Múgica –tutor de Garrido– fue “el más idealista de los revolucionarios”.

En su libro Entre la historia y la esperanza (1995), López Obrador describe este proceso como un historiador oficial, sin mayor distancia crítica. Gracias a Garrido –recuerda–, Álvaro Obregón había dicho: “Tabasco es el baluarte de la Revolución.” Debido a su falta de tradición religiosa –escribió–, Tabasco tenía “condiciones ideales” para la política anticlerical. Aunque entrecomilló la “obsesión” de Garrido por destruir de raíz “el virus religioso”, su recuento de aquella gestión era neutro o francamente positivo, como cuando refería la “extraordinaria” labor educativa, la organización de las Ligas de Resistencia obreras y campesinas, las ferias y los conciertos. Si bien le objetaba que, “en sentido estricto, no fuera socialista” y que “sin ser un dictador, fuese un caudillo autoritario”, lo consideraba “un visionario de gran sensibilidad que supo combinar armónicamente economía y política”. Para López Obrador, su verdadero error fue táctico y posterior a su gubernatura: “Querer trasladar la política anticlerical del trópico al altiplano […] Eran otras las condiciones.” (En 1935, siendo ya ministro de Agricultura en el gobierno de Cárdenas, Garrido ordenó una matanza de católicos en la ciudad de México, hecho que le valió su dimisión y exilio a Costa Rica.) “Don Tomás”, en definitiva, era objeto de su admiración: “Era muy hábil, muy eficaz, muy sensible […] Tenía un instinto certero […] tenía otra cosa que también es fundamental […] era un hombre con aplomo.”

López Obrador admiraba al político en Garrido, pero no veía que el político era inseparable del teólogo. El  celo antirreligioso de Garrido Canabal era en sí mismo “religioso”, un reverso torcido y cruel del celo que furiosamente combatía. Esa dialéctica está en el centro de la novela de Greene. Al describir al teniente garridista, puritano y ateo, Greene percibe “algo sacerdotal en su andar decidido y vigilante, parecía un teólogo que volvía sobre los errores de su pasado para destruirlos nuevamente […] Hay místicos que dicen haber conocido directamente a Dios. Él también era un místico y lo que había conocido es el vacío”. El espacio de ese vacío, el espacio de la fe, no se llenó en Tabasco con un humanismo laico. Se llenó, sobre todo, con una fe agresiva y militante. En la Meca tabasqueña no se enseñaba la ciencia: se la predicaba. En términos históricos y culturales, en el Tabasco de entonces no había Ilustración: había una religiosidad invertida, y había iconoclasia.

Esa paradójica inserción de Garrido en la sociología religiosa es un dato crucial: se daría también –aunque con un perfil distinto– en Andrés Manuel López Obrador. Según algunas versiones, su religión, como la de más de un veinte por ciento de tabasqueños, era evangélica. Según su propio testimonio, es católico, aunque no practicante. Una biografía oficiosa consigna que, siendo adolescente en Macuspana, fue monaguillo y recorría los pueblos pobres con los curas. La familia creyó que tenía vocación sacerdotal. Su amistad posterior con el poeta Carlos Pellicer (hermano espiritual de Neruda, hombre de izquierda, cantor de la naturaleza, de la América hispana y de la religiosidad cristiana) fue, seguramente, otro momento de inspiración. ¿Frecuentó en algún período posterior a los jesuitas postconciliares? En todo caso, su religiosidad fue buscando cauces propios, políticos, pero habría de tener una inspiración garridista: puritana, dogmática, autoritaria, proclive al odio y, sobre todas las cosas, redentorista.

Gilly tenía razón, pero no sólo la coreografía, la escenografía, el culto a la personalidad que rodeaban a López Obrador provenían del Tabasco de Garrido Canabal. También la propensión al liderazgo religioso en la política. En la era de Garrido (que duró catorce años: un salvador, como se sabe, necesita tiempo), el diario oficial se llamaba Redención, se publicaban poemas religiosamente ateos, se escribían nuevos “credos” y loas al salvador: “Ese hombre es Garrido / el hombre de acción / que al pueblo oprimido / trajo redención.”

Hacia mediados de 2004, el tema del liderazgo religioso comenzó a aparecer explícitamente en las entrevistas de López Obrador. Él no buscaba el poder, sino la oportunidad de servir al prójimo. Su desapego de los bienes terrenales, su pureza, no eran sólo virtudes personales sino argumentos de autoridad política indisputable, pruebas de que él tenía la razón, que sus adversarios estaban equivocados o actuaban de mala fe. Para entonces ya se refería a su persona en términos inconfundiblemente mesiánicos:

yo estoy convocando a un movimiento de conciencia, un movimiento espiritual, mucha gente que me ve, gente humilde, lo que me dice es que está orando […] Yo soy muy demócrata y muy místico, estoy en manos de la gente.

El otro gran líder de Tabasco (mitad cacique, mitad caudillo) había sido Carlos Madrazo. López Obrador se refirió a él también en Entre la historia y la esperanza y en entrevistas posteriores. Becado desde joven por Garrido –fundador de los “camisas rojas”, impulsor de la “educación socialista”–, se incorporó en los años treinta a las filas del PRI (entonces el Partido Nacional Revolucionario). En 1958 alcanzó su sueño, llegó a Tabasco con “el ferviente deseo de gobernar”:

Tengo recuerdos de él cuando llegaba a mi pueblo –rememoraba López Obrador–. Había cierta veneración por los hombres del poder. Cuando Madrazo visitaba Tepetitán se ponían arcos de triunfo con palmas, las calles se adornaban […] lo recibían las mujeres más bellas del pueblo.

Madrazo presidió una nueva etapa de crecimiento económico, obra pública y concentración de poder. A los ojos de López Obrador, Madrazo era admirable pero imperfecto: “no era un idealista, no actuaba motivado por las necesidades de la gente […] del pueblo raso, de los de abajo.” Sin embargo, en los años sesenta, siendo presidente nacional del PRI, había intentado una audaz reforma democrática, la celebración de elecciones internas en el partido. El sistema no lo toleró y Madrazo dimitió. Durante el movimiento estudiantil del 68, pudo haber fundado una corriente política de oposición. López Obrador recuerda cuánto se reprochaba a sí mismo su indefinición. En junio de 1969, meses antes del período preelectoral, el avión comercial en que viajaban Madrazo y su esposa se estrelló en la sierra de Monterrey. Dejaban huérfanos a sus hijos, entre ellos a Roberto, que desde 1994 se volvería el principal enemigo político de López Obrador. “Yo tengo razones suficientes para sostener que fue un asesinato político, iba a lanzarse como candidato independiente”, sostenía López Obrador.

Carlos Madrazo era su modelo político. Los adjetivos que le dedicaba en su libro eran caudalosos como el Usumacinta: avispado, ejecutivo, eficiente, de mucho carácter, todo él era nervio y acción, apasionado, abierto, desbordante, caliente, auténtico. Al hablar de Madrazo estaba hablando de sí mismo.

***

Finalmente, junto a Garrido y Madrazo, en el libro Entre la historia y la esperanza aparecía un tercer personaje. Era el sucesor natural de ambos. Como ellos, gustaba de sentir “la veneración por los hombres del poder”, y compartía con ellos “el ferviente deseo de gobernar”. Heredaría sus virtudes y corregiría sus defectos; él era un idealista de izquierda; nunca se reprocharía su indefinición porque se había atrevido a salir del espacio institucional; no se identificaba con “los de arriba”, él sólo quería el poder para servir a “los de abajo”. Él sí sabría cómo purificar a la Revolución. En él terminaba la historia y comenzaba la esperanza. Era, naturalmente, Andrés Manuel López Obrador.

El “rayo de esperanza”

Su trayectoria de líder social y activista político, recogida en ese libro y en varias biografías subsiguientes, es notable por su tenacidad y eficacia. Su carrera había comenzado en 1976, como director de campaña de Carlos Pellicer, cuando el viejo poeta lanzó su candidatura como senador del PRI (y de los indígenas chontales, decía él) por Tabasco. Quizá fue suya la idea de no gastarse en publicidad todo el dinero que el PRI les dio para la campaña, sino comprar máquinas de coser y regalarlas a las comunidades pobres, como se hizo. Pellicer moriría en 1977, pero recomendaría a su discípulo con el gobernador Leandro Rovirosa, que al advertir de inmediato la “emoción social” de aquel joven impetuoso, le encomienda la dirección del centro que atendía a los indígenas de Tabasco, los “chontales”. “Andrés lo tomó como si se hubiera tratado de una misión –recordaba su esposa–. Muchas veces, en lugar de ir al cine o a un parque conmigo, yo lo acompañaba a reuniones o a asambleas para aprovechar el poco tiempo que teníamos para vernos.” Gracias al súbito y fugaz boom petrolero de esos años, el gobierno pudo apoyarlo para financiar la construcción de obras sanitarias, pisos de concreto, letrinas y viviendas para los indígenas. Los “camellones chontales” creados por López Obrador (islotes de tierra firme ganados al agua, inspirados en técnicas de los aztecas) serían sus primeras “obras públicas”, visibles y útiles.

En 1982 tomó posesión un nuevo gobernador, Enrique González Pedrero. Brillante maestro de la UNAM, hombre de izquierda y teórico de la política, González Pedrero y su esposa, la escritora Julieta Campos, reconocieron la vocación social del fogoso líder, y el gobernador le encomendó la dirección del PRI estatal. López Obrador puso en marcha una reforma democrática interna no muy distinta de la que Carlos Madrazo había intentado en su momento. Se dice que, al advertir en el proyecto ecos de la organización territorial del Partido Comunista Cubano, González Pedrero le advirtió “esto no es Cuba”, pero el líder persistió en su plan. Igual que con Madrazo, los jefes políticos locales se rebelaron y, de manera intempestiva, el gobernador le exigió la renuncia, ofreciéndole la Oficialía mayor. López Obrador declinó, y emigró con su familia a México. Del exilio lo sacó la siguiente elección estatal. Todavía dentro del PRI, buscó la candidatura a la Presidencia municipal de Macuspana y, al serle denegada, la fraguó con una coalición de partidos de izquierda.

Su trayectoria correría en paralelo a la de Cuauhtémoc Cárdenas que, sintiéndose verosímilmente despojado del triunfo legítimo en las elecciones presidenciales de 1988, optaría por fundar el PRD. Su hombre en Tabasco fue López Obrador. Recorriendo los pueblos, pernoctando en las comunidades, editando un periódico combativo –Corre la voz–, López Obrador edificó exitosamente al PRD tabasqueño. Su primera gran campanada fueron las elecciones intermedias de 1991. El PRI reclamó, como siempre, el triunfo completo, pero López Obrador había construido una poderosa base social y, para protestar por el fraude, encabezó un “éxodo por la democracia” (de obvias resonancias bíblicas) a la ciudad de México. Una multitud de campesinos recorrió el país, del Trópico al Altiplano, y acampó en el Zócalo (la zona teocrática). El gobierno de Salinas de Gortari no tuvo más remedio que ceder a la presión. López Obrador regresó a Tabasco con una buena cosecha: tres municipios reconocidos para el PRD y la inminente renuncia del gobernador. De aquel movimiento, López Obrador extrajo una experiencia clave, que le confió a un amigo: “Diálogo verdaderamente sustantivo para el avance de la democracia es el que se acompaña de la movilización ciudadana.”

En 1992, López Obrador amplía su radio de acción: organiza exitosas movilizaciones y marchas en defensa de trabajadores transitorios despedidos por Pemex. “La empresa –recuerda en su libro– tuvo que acceder a pagar las prestaciones básicas de miles de transitorios, no sólo en Tabasco sino en todas las zonas petroleras del país.” Dos años más tarde, va tras la huella de Garrido y Madrazo: se lanza a la gubernatura de Tabasco. Su contrincante es nada menos que Roberto Madrazo que, a diferencia de su padre, ha seguido una trayectoria de ortodoxia partidista y ha operado de manera turbia en no pocos procesos electorales. En su campaña, López Obrador ofrece 32 compromisos muy similares a los que aplicará en el gobierno del DF. Visita todos los municipios, conoce a cientos de miles de ciudadanos. “La gente estaba prendida”, recuerda. Las elecciones son disputadas, y por una diferencia de apenas veinte mil votos se declara el triunfo de Madrazo. López Obrador busca deliberadamente una proyección nacional y organiza una “caravana por la democracia” hacia la ciudad de México. En Tabasco, la protesta incluye nuevas tomas de las instalaciones petroleras. Sus simpatizantes se posesionan de la plaza de armas en Villahermosa, se declaran en desobediencia civil e instalan un gobierno paralelo.

A principios de 1995, decidido a abrir de verdad el sistema político, el presidente Zedillo pacta con todas las fuerzas –incluido el PRD– una reforma que consolidaría la autonomía del Instituto Federal Electoral y echaría a andar la transición democrática. Zedillo no acude a la toma de protesta de Madrazo, que habita un “búnker” en Villahermosa. Ante el peligro inminente de una represión, López Obrador disuelve el plantón en Villahermosa, pero al poco tiempo convierte su derrota en victoria al exhibir, en un segundo “éxodo” de campesinos tabasqueños al Zócalo de México, las cajas con documentos que contenían pruebas del fraude electoral en Tabasco.

En el horizonte se dibuja la oportunidad de incidir, no ya en la política de Tabasco, sino en la nacional. En 1996 moviliza a las organizaciones indígenas de La Chontalpa para tomar cincuenta pozos petroleros. Protestan por el daño ecológico causado por la empresa y apoyan a productores con carteras vencidas. La fuerza pública encarcela a doscientos seguidores. López Obrador cumple ya veinte años como líder social, siempre en ascenso: “Este país no avanza con procesos electorales –le confía entonces a su paisano, Arturo Núñez–, avanza con movilizaciones sociales.” Había arribado a su teoría de la movilización permanente. El problema, claro, era que la movilización y algunas formas de resistencia (como la negativa a pagar la luz) podían entrar en conflicto con el estado de derecho. Pero el derecho para López Obrador –apunta el propio Núñez– no era (ni es) más que una “superestructura” creada por los burgueses para oprimir al trabajador. El 10 de noviembre escribió la última línea de su libro, con una profecía:

Hemos aprendido que se puede gobernar desde abajo y con la gente; desde las comunidades y las colonias; desde las carreteras y las plazas públicas; que no hace falta tener asesores ni secretarías ni guaruras; que lo indispensable es poseer autoridad moral y autoridad política; y tenemos la convicción de que mientras no haya ambiciones de dinero y no estemos pensando nada más en los puestos públicos, seremos políticamente indestructibles.

Gobernar es una palabra que le gusta a López Obrador. La usa como sinónimo de mando. Gobernaba sin ser gobernador. Y seguiría su incontenible ascenso hasta volverse “el rayo de esperanza”: la Presidencia nacional del PRD en 1996 (muy exitosa en lo electoral pero no en el avance de la democracia interna del partido), la Jefatura al gobierno del DF en el 2000 y, a fines de 2005, la candidatura a la Presidencia de la República por el PRD.

“Tabasco en sangre madura”

En términos sociológicos, su misión “providencial” proviene del redentorismo garridista. Pero ¿cuál es el resorte psicológico de su actitud? Sus hagiografías refieren el episodio de una excursión con el poeta Pellicer y unos amigos, en el que la traicionera corriente de un río en Tabasco puso al joven Andrés Manuel en trance de muerte. Según esa versión, López Obrador habría interpretado su salvación como un llamado a cumplir con una misión trascendental. Pero otras publicaciones consignan un hecho anterior, íntimo, que tuvo lugar en Tabasco.

Graham Greene había escrito que Tabasco “era como África viéndose a sí misma en un espejo a través del Atlántico”. Extrañamente, Andrés Iduarte –“el mejor escritor de Tabasco” según López Obrador– tenía una línea similar: “Tabasco es un país de nombres griegos y alma africana.” En su obra Un niño en la Revolución Mexicana, uno de los textos clásicos del género, Iduarte se refiere con insistencia a los rostros de la violencia en Tabasco: “El desprecio a la muerte, presente en todo mexicano, adquiere en Tabasco un diapasón subido […] El tabasqueño peleaba y mataba sin saber que hacía algo malo […] Lo malo no es que maten [en Tabasco], lo malo es que crean que matar es algo natural.”

“Estábamos envenenados de una hombría bárbara” –apuntaba Iduarte–, recordando cómo los muchachos “usaban una pistola encajada en el pantalón, bajo la blusa” y se liaban “con brutalidad”, en “verdaderas batallas […] con rifles de salón bajo los platanares”. ¿Cómo explicarlo? Era el “ambiente de Tabasco, cargado de pasiones tempestuosas”, era el “individualismo tropicalmente vital, impetuoso, desorbitado”, era la voz de la selva a cuya escucha los hombres se “agujereaban a tiros por la más leve ofensa”. Iduarte hablaba por experiencia propia. Hombre culto y gentil, escribía su memoria en 1937, fuera del país. Autor de una obra literaria e histórica vastísima, Iduarte llegaría a ser Profesor Emérito de la Universidad de Columbia en Nueva York, pero viviría casi todo el resto de su vida en destierro voluntario. Presa de la “pasión tropical”, el caballeroso Iduarte había matado a un hombre.

Andrés Manuel López Obrador vivió también una dolorosa experiencia con la muerte. En su edición del 9 de julio de 1969, los periódicos Rumbo nuevo, Diario de Tabasco y Diario Presente consignaban la muerte de su hermano, José Ramón López Obrador. Los hechos habían ocurrido a las dieciséis horas del día anterior, en el interior del almacén de telas “Novedades Andrés”, propiedad de la familia en Villahermosa. De la declaración que rindió Andrés Manuel López Obrador ante el agente del ministerio público (recogida parcialmente en la prensa), se desprendía que los dos hermanos habían tenido una discusión. Tomando un arma, José Ramón había querido convencer a su hermano de “espantar” a un empleado de una zapatería cercana. Andrés Manuel habría intentado disuadirlo, pero José Ramón lo tildaba de miedoso. De pronto, al darle la espalda a su hermano, Andrés Manuel escuchó un disparo. Trató de auxiliarlo y quiso llevarlo rápidamente con un médico, pero al poco tiempo José Ramón dejó de existir. Versiones distintas consignaban que a Andrés Manuel, accidentalmente, se le había escapado un tiro. La declaración ministerial desapareció de los archivos.

Cabe conjeturar que la muerte de su hermano no pudo menos que pesar profundamente en la vida de Andrés Manuel. Tal vez de allí proviene su conciencia de los peligros de la “pasión tropical”, de esa “ruda franqueza”, tempestuosa, desbordante, que sin embargo aflora en él saliéndose de cauce con mucha frecuencia. Y quizá también de allí provenga su actitud mesiánica. Él no había sido culpable de los hechos, pero tal vez pensaría que podía haberlos evitado. En un cuadro así parece difícil liberarse de la culpa. Y la culpa, a su vez, busca liberarse a través de una agresividad vehemente, tan temeraria como para tomar pozos petroleros. O mediante vastas mutaciones espirituales. López Obrador pudo haber encontrado su forma de expiación llenando su existencia con una misión redentora. Dedicaría la vida al servicio de los chontales, de los tabasqueños, de los mexicanos, del “pueblo”. “Tabasco en sangre madura”, había escrito Carlos Pellicer. Andrés Iduarte y Andrés Manuel López Obrador sabían con cuánta verdad.

Personalidad “maná”

Ése es “el hombre de acción que a todas sus huestes trae redención”. La versión actual de Garrido Canabal que desde el poder purificará y organizará a la sociedad, mostrándole el camino de la verdadera convivencia, liberándola de sus opresores. En sus ratos de ocio lee cuentos sobre Pancho Villa, y –dato curioso– recomienda la lectura de El poder y la gloria. Lo inquietante no es su ideología: la opinión liberal en México podría ver con naturalidad y con buenos ojos la llegada al poder de una izquierda democrática, responsable y moderna, como ocurrió en Brasil y Chile. Tampoco preocupa demasiado su programa: da la espalda a las ineludibles realidades del mundo globalizado e incluye planes extravagantes e irrealizables, pero contiene también ideas innovadoras, socialmente necesarias. Lo que preocupa de López Obrador es López Obrador. No representa a la izquierda moderna que, a mi juicio, sería la alternativa ideal frente a un PAN ultramontano, sin autoridad política, y un PRI anquilosado, sin autoridad moral. Representa a la izquierda autoritaria. “No es un pragmático –comenta Gustavo Rosario Torres, perspicaz tabasqueño, psicólogo de tabasqueños–, el altiplano no lo atempera, le gana la ‘pasión tropical’.” Pero la suya no es una simple pasión política, sino una pasión nimbada por una misión providencial que no podrá dejar de ser esencialmente disruptiva, intolerante.

En una entrevista de televisión, al preguntársele por su religión, contestó que era “católico, fundamentalmente cristiano, porque me apasiona la vida y la obra de Jesús; fue perseguido en su tiempo, espiado por los poderosos de su época, y lo crucificaron”. López Obrador no era cristiano porque admirara la doctrina de amor de los Evangelios, porque creyera en el perdón, la misericordia, la “paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”. Él era “fundamentalmente cristiano” porque admiraba a Jesús en la justa medida en que la vida de Jesús se parecía a la suya propia: comprometida con los pobres hasta ser perseguido por los poderosos. La doble referencia a “su época” y “su tiempo” implicaba necesariamente la referencia tácita a nuestra época y a nuestro tiempo, donde otro rebelde, oriundo no de Belén sino de Tepetitán, había sido perseguido y espiado por los poderosos, y estuvo a punto de ser crucificado en el calvario del desafuero. No había sombra de cinismo en esta declaración: había candor, el candor de un líder mesiánico que, para serlo cabalmente, y para convocar la fe, tiene que ser el primero en creer en su propio llamado. No se cree Jesús, pero sí algo parecido.

Hay diversos escenarios para la mañana del 3 de julio, pero son tres los que, en mi opinión, tienen mayor posibilidad. El menos probable es la derrota de López Obrador por un margen amplio, digamos más de un siete por ciento: en ese caso, el tabasqueño esperaría una nueva oportunidad en el 2012. Si el margen fuera menor que un siete por ciento, López Obrador repetirá su experiencia en Tabasco: desconocerá los resultados, aducirá fraude, hablará de complot, fustigará a los ricos, redoblará sus apuestas, invocará la resistencia civil, llamará a movilizaciones en todo el país para convocar a nuevos comicios y hasta intentará formar un gobierno paralelo. Si Madrazo se suma a las protestas, la situación sería caótica: aunque, en teoría, ese endurecimiento le daría una posición más fuerte para negociar un pacto de gobernabilidad, las fuerzas desatadas en el proceso podrían resultar incontenibles. En caso de darse la convergencia, ésta tendería a desacreditar la movilización del PRD, aunque no necesariamente a detenerla, porque para ello haría falta también negociar con López Obrador y el PRD. La tercera posibilidad –que es alta en este momento–, es el triunfo de López Obrador en las elecciones. En ese caso, la democracia en México también enfrentará una prueba histórica, aunque en otros términos.

Hace treinta años, en su ensayo “El 18 Brumario de Luis Echeverría” (Vuelta, diciembre de 1976), Gabriel Zaid recordaba los estudios de Jung sobre la “personalidad maná”: “El inconsciente colectivo puede arrastrar a un hombre al desequilibrio, exigiéndole cumplir expectativas mesiánicas”. Para compensar su responsabilidad en el crimen del 68, Echeverría asumió una personalidad mesiánica. Pero para acotarlo –además del límite infranqueable de los seis años–, el sistema político mexicano tenía sus propios valladares internos, como la fuerza de los sindicatos.

Ahora, mucho más que en la época de Echeverría, la dialéctica descrita por Jung está operando. El “inconsciente colectivo” de muchos mexicanos está arrastrando a López Obrador al desequilibrio, exigiéndole cumplir expectativas mesiánicas: “Acá Andrés Manuel es como una creencia, nosotros pedimos en la iglesia para él” –dijo una mujer de la comunidad Pentecostés, durante la gira por Tabasco–. “Yo que soy católica también pido que gane”, dijo otra. “México necesitaba un Mesías y ya llegó López Obrador”, decía una pancarta en el pueblo natal de Juárez. Pero él ha sido el primero en alentar esas expectativas y en creer que puede cumplirlas. “Ungido”, más que electo, por el pueblo, podría tener la tentación revolucionaria y autocrática de disolver de un golpe o poco a poco las instituciones democráticas, incluyendo la no reelección. Ésta parece ser, por cierto, la preocupación de Cuauhtémoc Cárdenas, líder histórico de la izquierda mexicana, hombre tan ajeno a la explotación de la religiosidad popular para fines políticos como lo fue su padre, que por ese motivo rompió con Garrido Canabal. En una charla, Cárdenas me dio a entender que no descarta la perpetuación de su antiguo discípulo en el poder. Quizá tenga razón. Un proyecto mesiánico aborrece los límites y necesita tiempo: no cabe en el breve período de un sexenio.

Pero México no es Venezuela. Si bien ya no existen los antiguos valladares del sistema que autolimitaban un poco los excesos del poder absoluto, ahora contamos con otros, nuevos pero más sólidos: la división de poderes, la independencia del poder judicial, la libertad de opinión en la prensa y los medios, el Banco de México, el IFE. México es, además, un país sumamente descentralizado en términos políticos y diversificado en su economía. El federalismo es una realidad tangible: los gobernadores y los estados tienen un margen notable de autonomía y fuerza propia frente al centro. Adicionalmente, dos protagonistas históricos, la Iglesia y el Ejército, representarán un límite a las pretensiones de poder absoluto, o a un intento de desestabilización revolucionaria: la Iglesia se ha pronunciado ya por el respecto irrestricto al voto, y el Ejército es institucional. Por sobre todas las cosas, México cuenta con una ciudadanía moderna y alerta. Los instintos dominantes del mexicano son pacíficos y conservadores: teme a la violencia porque en su historia la ha padecido en demasía.

Costó casi un siglo transitar pacíficamente a la democracia. El mexicano lo sabe y lo valora. De optar por la movilización interminable, potencialmente revolucionaria, López Obrador jugará con un fuego que acabará por devorarlo. Y de llegar al poder, el “hombre maná”, que se ha propuesto purificar, de una vez por todas, la existencia de México, descubrirá tarde o temprano que los países no se purifican: en todo caso se mejoran. Descubrirá que el mundo existe fuera de Tabasco y que México es parte del mundo. Descubrirá que, para gobernar democráticamente a México, no sólo tendrá que pasar del trópico al Altiplano sino del Altiplano a la aldea global. En uno u otro caso, la desilusión de las expectativas mesiánicas sobrevendrá inevitablemente. En cambio la democracia y la fe sobrevivirán, cada una en su esfera propia. Pero en el trance, México habrá perdido años irrecuperables. ~

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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