Ilustración: Aldo Jarillo

El gran encuentro

El libro más reciente del historiador británico Matthew Restall busca desmontar el relato tradicional de la conquista. A pesar de sus brillantes hallazgos y novedosas interpretaciones, la vasta y plural historiografía hispanoamericana está ausente en esta obra.
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Con When Montezuma met Cortés. The true story of the meeting that changed history, el historiador británico Matthew Restall, profesor en la Universidad Estatal de Pensilvania, ha escrito una nueva historia de la conquista de México o, como él la ha rebautizado con insistencia, la “guerra hispano-azteca (1519-1521)”: detallada, llena de hallazgos puntuales, sugerencias interesantes y precisiones. Su material no es nuevo, sería muy difícil a estas alturas hallar mucha nueva documentación, pero utiliza la muy copiosa información existente, desde las cartas de Hernán Cortés, los cronistas seculares y religiosos, la Historia general de fray Bernardino de Sahagún y sus informantes –que Restall llama la versión franciscana-tlatelolca de la conquista– y las diversas versiones nahuas hasta las probanzas de méritos, peticiones y materiales semejantes de archivo. Hace en particular un uso muy fino de la pictografía relativa a la conquista, mesoamericana y europea, de la más antigua a la más reciente, y no desdeña los relatos derivados y secundarios.

Lejos de una acumulación académica, la densidad historiográfica del libro se beneficia de la sensibilidad y el conocimiento de Restall del alcance de las ediciones y las obras, y sus repercusiones en las mentalidades de cada época. El propósito final de esta hermosa inmersión historiográfica es mostrar cómo la “narrativa tradicional” o “mitohistoria” se afianzó en nuestra percepción histórica con la acumulación en el tiempo y sobre todo con la repetición de falsedades. Contra esa historia tradicional, Restall pretende ofrecer –y así lo pone en claro el título de su libro– la “verdadera historia”.

¿Cuáles son, en la visión de Restall, las grandes mentiras de la narrativa tradicional? Como también deja ver el título, el eje de su reinterpretación reside en el primer encuentro entre Moctezuma y Cortés, el 8 de noviembre de 1519. En torno a ese momento se han congregado muchas interrogantes: ¿Moctezuma quería o no que los españoles llegaran a Tenochtitlan? ¿Cuándo fue apresado Moctezuma en su propio palacio: muy al principio, o cerca del final de esa etapa? ¿Cómo fue esa “ocupación pacífica” o drôle de guerre de 235 días? Estas son preguntas que, a lo largo del tiempo, han dejado perplejos a un gran número de historiadores. Y, aunque pretende resolverlas y aporta precisiones importantes, el propio Restall es presa como todos del asombro. Eso lo lleva a ensayar interpretaciones inventivas: sostiene, de modo insólito, que Moctezuma quería atraer a los españoles para añadirlos a sus colecciones (de animales y gente extraordinaria, mantas y atuendos, obras de arte, piedras: toda la diversidad del mundo a sus pies), y sacrificarlos si no había más remedio.

Para Restall, el gran encuentro fue el eje de la versión de Cortés, que a su vez fue el núcleo de la gran narrativa tradicional de la conquista: Cortés, el conquistador providencial, obtiene el sometimiento de Moctezuma por medio del “requerimiento”, tramposo instrumento legal que se leía (eso sí, tres veces, aunque no entendieran en absoluto el idioma) en las conquistas americanas para obtener de manera formal la rendición de los nativos al monarca español. A esta versión tradicional, claro está, la acompañó la idea errónea de que las huestes de Cortés estaban formadas por unos cuantos, que pudieron genialmente vencer a centenares de miles de combatientes indígenas. Según y como aparece en sus Cartas de relación y en la crónica de Bernal Díaz del Castillo, Cortés quiere dar la impresión de haber estado siempre, en lo individual, en ese territorio inmenso, desconocido y hostil, en control de los hechos, de victoria en victoria. La versión de Sahagún, por su parte, añade la fábula católica providencialista, que incluye los augurios o portentos que anunciaron la llegada del nuevo Quetzalcóatl, la noción de que los nahuas vieron a los españoles como dioses, y a un Moctezuma azorado, de antemano derrotado, en castigo por haber cedido a los masivos sacrificios humanos.

Es cierto que los historiadores caemos en alguna de esas trampas de la historia tradicional. Y parte de la razón de esto –además del atractivo de una historia bien narrada, con sentido– es que mucho de lo sucedido durante la conquista de México no termina de quedar dilucidado. Restall, por ejemplo, da buenos datos para sostener que los sacrificios humanos de los aztecas eran mucho menos masivos de lo que se ha asegurado. Sin embargo, a partir de 2015, el Programa de Arqueología Urbana del Instituto Nacional de Antropología e Historia descubrió un tzompantli con una torre anexa, del periodo 1486-1502, ubicado detrás de la actual catedral metropolitana. El tamaño de la pared de cráneos o tzompantli era un poco más grande que el de una cancha de básquetbol (35 metros por doce y cuatro metros de altura, aproximadamente), y la torre (se calcula que eran dos, una de cada lado del tzompantli), cilíndrica, de 1.7 metros de alto, iba ensanchándose en círculos concéntricos de calaveras; su parte más ancha medía casi cinco metros de diámetro. La conclusión de los arqueólogos es que esas tres estructuras de calaveras pegadas con mortero contenían varios miles de cráneos a la vez.

(( Lizzie Wade, “Feeding the gods: Hundreds of skulls reveal massive scale of human sacrifice in Aztec capital”, en Science Magazine y en UNAMGlobal, México, DGCS-UNAM, 21 de junio 2018.
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 El de los sacrificios humanos, como otros temas difíciles de la historia de la conquista, ha sufrido un vaivén en la historiografía: los cronistas, con la intención de justificar una invasión brutal y la erradicación de la religión de los nahuas, aumentaron la importancia de los sacrificios humanos y la antropofagia; los antropólogos e historiadores “proindígenas”, algunos de ellos movidos por un catolicismo indigenista, han querido relativizarlos y reducirlos. Y los descubrimientos sucesivos parecen jugar con todos nosotros.

No obstante, la trampa de Restall es que contrapone esas versiones tradicionales antiguas con sus propios y brillantes descubrimientos. Hay evidentemente un faltante entre los dos: la historiografía moderna, que comenzaría, digamos, en el siglo XIX. Restall alinea en su campo la historiografía moderna anglosajona con muy pocos representantes de la rica historiografía hispanoamericana; pero al andamiaje retórico de su libro le estorbaría reconocer que mucho de lo que pretende descubrir ya se conocía.

Prescott ya había escrito en su Historia de la conquista de México, de 1843: “El imperio de los indios fue, en cierto modo, conquistado por indios”,

((William H. Prescott, Historia de la conquista de México, anotada por Lucas Alamán. Primera edición en español, 1844. Ciudad de México, Porrúa, colección “Sepan Cuantos…”, 1970.
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 en referencia a que, desde el principio, y en números crecientes, los españoles fueron acompañados por grandes ejércitos indígenas, desde los taínos que trajeron consigo al continente, y luego los cempoaltecas, tlaxcaltecas, tetzcocanos; lo que se sabe desde hace mucho y ha sido documentado en numerosas obras. Otro ejemplo: contra la versión cortesiana de que la masacre de Cholula se produjo porque los españoles descubrieron una conspiración para acabar con ellos, Fernando de Alva Ixtlilxóchitl a principios del siglo XVII sostuvo la versión de que fueron los tlaxcaltecas quienes, acompañando en masa a los españoles al encuentro de Cholula, provocaron esa masacre por sus propios intereses. Por cierto, este es otro tema que se balancea con el vaivén de las interpretaciones: ¿acusar a los tlaxcaltecas es devolverle la iniciativa al campo indígena, o es estigmatizarlos? ¿Qué “preferimos”, que los cholultecas hayan sido masacrados inermes –el indio bueno, víctima– o que hayan planeado aniquilar a los españoles –el indio no sobornable, guerrero– y hayan sido descubiertos? Esta temática se repite en el caso de la otra gran masacre, la del Templo Mayor: ¿los guerreros aztecas se proponían destruir a los españoles dentro de su ciudad y se alistaban para el ataque, o Pedro de Alvarado los asesinó como ovejas? Estos son casos, como muchos otros, en que ya desde tiempos antiguos había un debate sobre los hechos y sus causas. Otro tanto se puede decir acerca de las circunstancias de la muerte de Moctezuma. La historia de la conquista pudo ser manipulada; pero, con todo, nunca fue monolítica.

Restall es un promotor entusiasta de lo que ha llamado la Nueva Historia de la Conquista (NHC), corriente en la que incluye a historiadores anglosajones de importancia, como Michel Oudijk y Florine Asselbergs.

((Autora del muy valioso estudio Conquered conquistadors. The Lienzo de Quauhquechollan. A Nahua vision of the conquest of Guatemala, Leiden, cnws Publications, 2004, y Boulder, University Press of Colorado, 2008. Los conquistadores conquistados. El Lienzo de Quauhquechollan. Una visión nahua de la conquista de Guatemala, Puebla, Gobierno del Estado de Puebla/Conaculta/Plumsock Mesoamerican Studies, 2010. Incluye una reproducción a color de ese mapa que representa la conquista de Guatemala desde el punto de vista de la participación de ejércitos nahuas y oaxaqueños.
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 Podemos dudar, no obstante, de si en realidad han creado una historiografía distinta. Intentando definir esta corriente, Restall declara que su enfoque les permite “ver la guerra hispano-azteca a través de las experiencias de los pueblos marginados”. Pocos mexicanos no brincarán recordando la Visión de los vencidos, de Miguel León-Portilla,

((Miguel León-Portilla, Visión de los vencidos. Relaciones indígenas de la conquista, traducción del náhuatl de Ángel María Garibay K., primera edición, Ciudad de México, UNAM, 1959. Numerosas ediciones y reimpresiones.
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 que no se menciona aquí. Junto con otros precursores estadounidenses y alemanes, Ángel María Garibay K. y Miguel León-Portilla emprendieron en el siglo XX, en México, la lectura de fuentes en lenguas indígenas. James Lockhart, el nahuatlato californiano que fue un importante maestro de Restall, aquí apenas reconocido, promovió la traducción de numerosas fuentes indígenas para crear las historias de los diversos pueblos mesoamericanos al encuentro de la dominación española. Ahora la NHC quiere ir más lejos aún y al parecer su pieza de resistencia es sostener que en realidad –más allá de lo que sostuvo Prescott y hemos repetido tantos historiadores desde entonces (la conquista como una guerra de indios contra indios)– no solo los ejércitos indígenas pelearon junto con Cortés, sino que fueron ellos los agentes y fueron ellos quienes triunfaron. Los españoles quedan así reducidos por las fuerzas indígenas a actores manipulados o meros espectadores secundarios.

Ese punto de vista es el que aparece en el libro Memorias de conquista. De conquistadores indígenas a mexicanos en la Guatemala colonial, de Laura E. Matthew,

((Laura E. Matthew, Memories of conquest. Becoming mexicano in colonial Guatemala, Chapel Hill, University of North Carolina Press, 2012. Memorias de conquista. De conquistadores indígenas a mexicanos en la Guatemala colonial, Puebla y Tlaxcala, Plumsock Mesoamerican Studies/cirma/buap/csyh/sghel/ceur, 2017.
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 otra suscriptora de la NHC: pero los “conquistadores indígenas” –nahuas y zapotecas llevados a la conquista de Guatemala– resultan ser en muchos casos esclavos de los españoles, o indios de sus encomiendas. ¿“Conquistadores”? Restall es demasiado conocedor como para comprometerse en exceso con esa noción, pero sí da a entender que las continuidades existentes en los gobiernos de los pueblos indios antes y después de la conquista –un hecho de sobra conocido gracias a Charles Gibson y a la escuela de James Lockhart– son prueba de su relativo triunfo en esa guerra. ¿Fue así en realidad? Los etnohistoriadores, tanto los mexicanos como los anglosajones y europeos, hemos estudiado por décadas las continuidades del mundo indígena pre y posconquista: cabildos indios o ayuntamientos que dan continuidad a estructuras sociales y políticas de la preconquista, la pervivencia de algunos tlahtoque (plural de tlahtoani: gobernante) por unas décadas, el modo nativo de guerrear, esta vez al lado de los españoles, en Centroamérica y el Mixtón, y las colonizaciones indígenas posconquista en Centroamérica y el Septentrión, que reproducen en el nuevo contexto patrones prehispánicos. Antes y después de la conquista los pueblos mesoamericanos fueron actores de su propia historia. Y sí, los principales aliados de los españoles en la conquista de México-Tenochtitlan, los tlaxcaltecas y los tetzcocanos, se consideraron aliados de los españoles, conquistadores, e hicieron su mejor esfuerzo por hacer valer los privilegios que esa condición debería haberles dado.

((“[La nación tlaxcalteca] se consideró o fue efectivamente vencedora en la guerra contra Tenochtitlan. A partir de esa victoria, los tlaxcaltecas coloniales defendieron con tenacidad su posición de privilegio y su orgullo de nación invicta y soberana, frente a un poder superior crecientemente insensible a los compromisos que lo llevaron a su posición de dominio”, Andrea Martínez Baracs, “Colonizaciones tlaxcaltecas”, en Historia Mexicana núm. 170, 1993.
 
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 Pero más temprano que tarde todos esos pueblos hubieron de aceptar la hegemonía definitiva de los españoles sobre ellos. Como decían los Anales de Juan Bautista (anales del círculo de los tlahcuilos, o escribanos indígenas, de la Ciudad de México en el siglo XVI, rescatados por otro gran nahuatlato mexicano, Luis Reyes García): “¿Cómo te confundes? ¿Acaso no somos conquistados?”: Quen timotlapololtia cuix amo tipehuallaca (f. 36r).

(( ¿Cómo te confundes? ¿Acaso no somos conquistados? Anales de Juan Bautista, edición, traducción del náhuatl e introducción de Luis Reyes García, Ciudad de México, Biblioteca Lorenzo Boturini, Insigne y Nacional Basílica de Guadalupe/CIESAS, 2001.
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Restall ha reunido una historia de la conquista de México llena de interpretaciones novedosas y de aprovechamientos frescos e ingeniosos de materiales conocidos. Del inventario de bienes de Cortés toma la lista de los 193 esclavos indígenas que había en su casa al momento de su muerte y, con el simple listado de edades probables y proveniencia, reconstruye el origen del cautiverio de quienes eran entonces niños o adolescentes: la trayectoria de rapiña y depredación de Cortés y su gente en los pueblos cercanos a la Ciudad de México. Un objetivo de la “verdadera historia” de Restall es demostrar claramente la violencia y destrucción, obra de los invasores españoles. Las matanzas imputadas a Cortés fueron cinco, pero en realidad fueron muchas más: Quecholac, Tepeaca (asesinato de por lo menos cuatrocientos hombres, esclavización de tres mil mujeres y niños), Calpulalpan, Cuauhnáhuac, Huaxtepec, Cholula; en todos estos casos “a pesar de haberse sometido la población pacíficamente”. Hay que añadir gente “aperreada”, lanceada, violada, saqueos y destrucción de poblado tras poblado. Y la esclavización, tras el simple procedimiento de herrar con la g de guerra la cara de las personas.

Restall sostiene que la esclavización masiva –que terminó cuando se decretó la abolición de la esclavitud indígena en 1551– y la destrucción de la tierra que produjo fueron justificadas o, peor aún, ocasionadas por la lectura tramposa del discurso del emperador Moctezuma en ese primer encuentro con Cortés. La cortesía verbal nahua se basaba en un lenguaje recargado, con muchos sufijos llamados “reverenciales” y una inversión de papeles, el superior humillado frente al inferior. Por algo la palabra para una persona noble era pilli, que también significa “niño”. Según Restall, la humildad mostrada por Moctezuma en su discurso (que pudo incluir expresiones que aún usamos los mexicanos como “esta es su humilde casa”) fue apresuradamente leída como sumisión a la Corona.

Tras esta sumisión, todo levantamiento azteca posterior podía ser considerado traición y castigado sin más con la esclavización. Al respecto, Restall hace una lectura aguda del capítulo excluido de la Historia verdadera de Bernal Díaz del Castillo, el penúltimo o 213, suprimido en la edición de 1632, publicado solo en el siglo XIX y omitido en casi todas las ediciones modernas. Su título: “Por qué causa en esta Nueva España se herraron muchos indios e indias por esclavos, y la declaración que sobre ello doy”.

((Se puede leer en Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, edición, presentación, estudio y notas de Guillermo Serés, Madrid, Real Academia Española, 2011, dos tomos. Edición mexicana: Ciudad de México, Academia Mexicana de la Lengua/SEP/Conacyt/Obra Social “la Caixa”, con un ensayo introductorio de Miguel León-Portilla, 2014. Bernal relata que tras la confrontación con Narváez y el regreso de Cortés a un México sublevado, Cortés y sus hombres enviaron a Santo Domingo relaciones de los hechos, y la Real Audiencia y los jerónimos de la isla les dieron autorización de herrar a los indios, autorización que fue refrendada por Su Majestad cuando estaba en Flandes y posteriormente por el Real Consejo de Indias: “y les enviamos a suplicar, atento a las relaciones ya por mí dichas y de las guerras que nos dieron, diesen licencia para que de los indios mexicanos y naturales de los pueblos que se habían alzado y muerto españoles que si los tornásemos a requerir tres veces que vengan de paz; y que si no quisiesen venir y diesen guerra, que les pudiésemos hacer esclavos y echar un hierro en la cara, que fue g como esta” (p. 1092).
 
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 En él, Bernal le echa la culpa a la expedición de Pánfilo de Narváez contra Cortés, que condujo a que el sometimiento pacífico de los aztecas terminara en rebelión y que permitió la esclavización; dice también que los aztecas tenían esclavos, y que no hicieron más que “rescatarlos” y revenderlos a los españoles; y que sí, ya entrados en gastos, muchos habitantes pacíficos en las varias áreas derrotadas fueron también marcados con la g de guerra y vendidos. Para Restall, todas las justificaciones que da Bernal, y su buena conciencia por haber evitado algunos “abusos”, son una prueba directa de la fiesta de brutalidad indiscriminada que los conquistadores perpetraron en Mesoamérica. Pero dice algo más sutil y determinante: que la centralidad del encuentro de Moctezuma y Cortés en la mitohistoria –incluidas las numerosas representaciones pictóricas emblemáticas–, con su insistencia en la “dulzura” del discurso del emperador azteca, cuya cara oculta sería su supuesta aquiescencia ante el requerimiento, es lo que permitió envolver una guerra brutal de rapiña y colonización en “el artificio de justicia y legalidad”, y finalmente en la natural imposición del superior hombre occidental sobre la barbarie de los americanos.

(( Recordemos aquí que el tema de los esclavos indios fue estudiado a fondo por Silvio Zavala en Los esclavos indios en Nueva España (Ciudad de México, El Colegio Nacional, 1968), obra y autor fundamental para los temas predilectos de Restall, pero que no aparecen en su libro.
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Es indudable que las Leyes Nuevas de 1542 fueron la culminación de un esfuerzo colectivo –franciscanos, Bartolomé de las Casas, funcionarios ilustrados– por suprimir la esclavitud indígena y los peores excesos de conquistadores y colonos españoles sobre las poblaciones derrotadas; pero ello no borra lo que ocurrió y de muchas maneras siguió ocurriendo, y es justo recalcarlo. Los historiadores sabemos que, de no ser por los esfuerzos de Las Casas, Rodrigo de Minaya, el obispo fray Julián Garcés y muchos otros, que lograron que el papa y los monarcas castellanos se hicieran conscientes de lo que ocurría y se convencieran de que, contra lo que sostenía el dominico fray Domingo de Betanzos, los americanos tenían uso de razón y no eran simples animales (bula Sublimis Deus del papa Paulo III, 1537), América habría podido sufrir la suerte del África negra.

También conviene tener presente el contexto de las guerras en la época de los descubrimientos: ver la actuación de otros imperios –el portugués, el británico, el de los belgas en África– respecto a la esclavización de las poblaciones derrotadas y, en lo elemental, la idea de la inferioridad de los nativos y el derecho de los blancos de hacer con ellos lo que quisieran. Como han recalcado grandes historiadores como Silvio Zavala y José Miranda, el Imperio español fue, con todo, uno de los pocos que desde el inicio tuvo autoconciencia –recordemos el sermón de fray Antón de Montesino en la Española, en 1511– y generó una firme corriente de cuestionamiento ante la justificación de su presencia en el nuevo continente (resuelta con el superior propósito de plantar la fe en esas tierras) y de discusión respecto de cómo debía normarse. Podemos aquí bromear sobre el británico Restall, continuador sin proponérselo de la leyenda negra.

When Montezuma met Cortés es una obra bien escrita y excelentemente documentada. Su doble intención –reconstruir la mitohistoria con su densidad de siglos y, bajo ella, destapar la verdadera historia– hace que su estructura no sea la más clara. Los historiadores de la conquista han enfrentado de varias maneras el reto de escribir una historia cuyas certezas no terminan por quedar establecidas. En su Hernán Cortés,

((José Luis Martínez, Hernán Cortés, Ciudad de México, UNAM/FCE, 1990.
 
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 José Luis Martínez hace pausas en su relato cronológico para discutir numerosos temas debatibles, sea el origen de la Malinche, la verdad sobre la muerte de la Marcaida o el número de combatientes en la guerra. Hugh Thomas se atreve a poner su vastísimo conocimiento en segundo término, en sus notas y apéndices, a favor de una historia narrativa que zanja cada hecho dudoso.

((Hugh Thomas, Conquest. Cortes, Montezuma, and the fall of old Mexico, Nueva York, Simon and Schuster, 1993. En español: La conquista de México, Ciudad de México, Planeta, 2004.
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 Restall descartó la narración cronológica a favor de una historia escrita en torno a un eje –el encuentro entre Moctezuma y Cortés– y es apenas en el epílogo donde intenta dar su versión sin más, esa “historia verdadera” que fue entregando a cuentagotas a lo largo del libro: no ocupa más que unas cuantas páginas, le debe haber parecido inútil repetirse a esas alturas.

((La importante discusión del capítulo oculto de Bernal Díaz, el requerimiento y la esclavización, central para las premisas de este libro, se encuentra asimismo en su epílogo
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 Acaso habría podido optar por escribir sin más su propia historia de la guerra hispano-azteca, incorporando en ella tantos hallazgos valiosos y enfoques originales, y separar para otro trabajo su reconstrucción de la mitohistoria. En su forma actual, la obra queda un tanto disminuida al ser meramente un escrito “polémico”, de refutación de fantasmas, muchos de ellos no vigentes, pues la historiografía de la conquista es sustancial, vasta y plural, y ha incorporado ya muchos de los temas que Restall quiere presentar como nuevos y suyos. ~

 

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(ciudad de México, 1956) es historiadora.


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