¿Dónde está Andy?

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Blake Gopnik

Warhol

Nueva York, Ecco Press, 2020, 976 pp.

La respuesta a la pregunta del título es: aquí, allá y en todas partes. Y con todos. Como Wally, pero con la diferencia de que a Andy se lo encuentra enseguida. Su peluca platinada y radiactiva destaca en toda multitud. Alcanza y sobra con repasar el índice onomástico de su reciente megabiografía. No falta nadie a lo largo de algo fácil de confundir, por la contundencia de sus casi mil páginas, con aquellas hoy extintas guías telefónicas (de redacción y cadencia, nombres y números y direcciones, inequívocamente Andy). Titulada, simple y eficazmente Warhol y firmada por el crítico de arte de The Washington Post Blake Gopnik. El apellido como marca registrada, como signo de los tiempos, como forma de vida propia a la vez que variedad exótica que solo puede generar algo como el American way of life (el hijo de humildes inmigrantes incultos convertido en magnate cultural Made in USA) y como estilo resultante de lo ajeno y de lo anterior centrifugándolo para lanzarlo al futuro como algo para siempre suyo y a su manera (cine, música, publicidad, moda, video, reality show antes del reality show, video-clips, marketing y figurante deluxe en casi todo, biografía ajena y contemporánea; y no es casual su duelo de décadas con Bob Dylan, otro camaleónico acelerador de partículas en permanente evolución que se las arregló para sobrevivir a los sixties y reprocesador/abducidor compulsivo extraordinaire) . Algo que empieza y termina en sí mismo. El onomatopéyico Pop como también onomatopéyico Big Bang que –gracias o por culpa de Warhol– pone de cabeza la idea de Gran Arte y que, ahora mismo, no deja de aumentar su millonaria cotización en subastas y en el ojo de críticos y coleccionistas. (“¿Qué es el Pop Art?”, le pregunta alguien en 1962. “Sí”, responde Warhol. Para 1967, alguien pregunta: “¿Piensa usted que el Pop Art…?” “No”, interrumpe Warhol.)

Así, Warhol –inmortal a pesar de su muerte en 1987– como cura milagrosa a la vez que virus contagioso que se propaga al día de hoy y hasta el infinito y más allá, brotando y rebrotando y perpetuándose en la más o menos mediocre hueste (Jeff Koons y Damien Hirst están entre los más aplicados y listos) de imitadores torpes de un imitador genial.

Y ya había otras biografías atendibles como las de Victor Bockris (próxima a ser llevada al cine con Jared Leto en el protagónico luego de que Crispin Glover, David Bowie, Jared Harris y Bill Hader lo invocaran en otras películas); el clásico oral-colectivo Edie de Jean Stein & George Plimpton como representativo del destino de agujero negro de tanta superstar explotada hasta la implosión en cualquiera de las cuatro The Factory (incluyendo a su casi asesina Valerie Solanas, quien intentando matarlo dio a luz al Warhol Inc. suplantando al Warhol hasta entonces under); o Holy terror: esa obra maestra del “esclavo” Bob Colacello registrando su paso por la revista Interview (a destacar el pasaje de/con Truman Capote: otro American psycho de cuidado y, de algún modo, el tránsito a sangre más que fría de Warhol es un poco esa novela, Plegarias atendidas, que el escritor nunca pudo terminar). Además, estaban los libros “firmados” por el propio Warhol (con ayuda más o menos reconocida a sus “colaboradores”) incluyendo rejunte de conversaciones, sus “filosofías” e “ismos”, sus célebres y casi hipnóticos diarios, así como esa extraña y joyceana “novela” grabada por “Sony, mi esposa”.

Pero el Warhol de Gopnik –quien evidentemente adora a su biografiado y tiende a disculpar hasta al comportamiento más cruel en el nombre de patologías infantiles y timidez crónica– se vende como “definitivo”. Ocho años de trabajo, entrevistas con “más de 260 amantes, amigos, colegas y conocidos”

((El inevitablemente omitido índice de fuentes de 741 páginas se descarga aquí: www.harpercollins.com/pages/warhol/
))

y la consulta de unos cien mil documentos con apoyo incondicional del Andy Warhol Museum de Pittsburgh que cobija el monumental archivo del artista. Y puede serlo en teoría, pero a la vez resulta imposible de conseguirlo en la práctica. Y está bien que así sea, porque así fue y sigue siendo Warhol. Visto y leído y recorrido en retrospectiva, Warhol es la exploración del magistral enigma irresoluto que resuelve todos los misterios tontos de nuestra sociedad. Warhol como producto perfecto con ingrediente secreto. Como la Coca-Cola.

Y así habló Andy: “Si quieres saberlo todo sobre Andy Warhol, nada más tienes que fijarte en la superficie de mis cuadros y películas, y de mí mismo. No hay nada detrás de eso […] Yo veo todo de ese modo, la superficie de las cosas es una especie de Braille mental. Mi trabajo consiste en deslizar mis manos sobre la superficie de las cosas […] Cuando murió Picasso, leí en una revista que había realizado cuatro mil obras maestras a lo largo de su vida y pensé: ¡Wow, yo soy capaz de hacer eso en un día!; y me puse a trabajar. Luego me di cuenta de que: ¡Wow, se tarda más de un día en hacer cuatro mil cuadros! […] Si pinto de esta forma, es porque quiero ser una máquina. Las máquinas tienen menos problemas y no sienten dolor […] No quiero acercarme mucho a nada o a nadie. No me gusta tocar las cosas. Por eso mi obra está tan distante de mí mismo. Preferiría ser un misterio. Ser una superficie. Porque así veo yo las cosas. Solo su superficie…”.
 Warhol entonces es el más profundo descenso a la más abismal de las superficies: un viaje al fondo de la forma.


De ahí, de nuevo, Warhol se nos presenta aquí centrifugador de alta y baja cultura y acelerador de partículas de lo clásico con lo publicitario, como sólido gas inasible y perverso polimorfo, como vivísimo zombi robótico vampírico (¡con ancestros en los Cárpatos! y, nada es casual, “Agente Encubierto W” en Men in Black 3 agotado por su propio personaje/fachada), como espejismo vendedor de oasis o viceversa, como el más elocuente de los monosilábicos y yonqui telefónico, como gay de armario abierto pero saliendo solo lo justo y necesario, como fingido idiota savant escondiendo a un voraz enciclopedista de vertiginoso coeficiente intelectual, como políticamente transgresor-conservador, como practicante de los deportes de “lavar los platos y pasar la aspiradora”, como testigo protagonista al que nada ni nadie le es impropio porque no hay objeto o persona imposible de ser warholizada ni famoso al que se pueda potenciar/degradar a partir de su propia e invulnerable fama. La vida como obra y –al igual de lo que ocurre con Philip K. Dick y J. G. Ballard– la muerte como puerta de escape justo cuando los modales del mundo y de sus habitantes comienzan a parecerse demasiado a los suyos y, por lo tanto, lo normaliza y vulgariza. Y, sí, ya en 1966 Warhol predijo que “todo se está simplificando tanto que pronto todo será arte”.

Y de acuerdo: el adictivo Warhol de Gopnik –quien postula que “ha superado con creces a Picasso como el artista más grande del siglo XX y alcanzado las cumbres de Miguel Ángel y Rembrandt”– no aportará gran cosa al fan, pero sí tiene el mérito de organizar tanta información dispersa y atar tantos cabos sueltos y aventurar atendibles hipótesis en lo que hace a su faceta de astuto estratega sexual (llega a especificarse el inesperado para muchos tamaño XL de su pene) y a su religiosidad tan devota como sui generis, así como revelar su inesperada pericia gimnástica y fortaleza física. Pero lo que se impone aquí, de nuevo, es la foto movida y el cuadro desmarcado pero que queda bien en todas partes: el itinerario incluyendo al Max’s Kansas City y a Studio 54 y a penthouses frente al Central Park y las mejores pinacotecas del planeta (que nunca le interesaron, no pasó más de quince minutos en El Prado, en realidad diez: cinco los gastó en la tienda de souvenirs. “Es mucho más interesante lo que ves yendo de una galería de arte a otra que lo que hay dentro de las galerías”, explicó), la celebridad como combustible volátil, el desfile de famosos e infames como en Comedia In/humana. A su manera –y nunca mejor dicho– Gopnik pela y enlata a Warhol. Y la única manera de hacerlo (y no deja de ser una buena decisión) es la de procesarlo como el más largo profile de Vanity Fair jamás redactado. (Consejo atendible: lo inevitablemente escaso de su insert fotográfico/ilustrado hacen recomendable la lectura en tándem con la visualización del colosal y exhaustivo Andy Warhol “Giant” size editado por Phaidon en su más maleable formato “mini” o aquel catálogo de formato casi cúbico que se editó para la muestra total de lo suyo en Bilbao cuando a finales de milenio se detuvo allí –para tomar por asalto y por completo el Museo Guggenheim– la itinerante y de pretensiones igualmente totalizadoras Andy Warhol: a factory.)

Leer y disfrutar entonces de este nuevo Warhol como se viene haciendo con el mismo Warhol de siempre y para siempre: como catalogue irraisonné en el que el sueño de sus razones no produce monstruos sino prodigios y freaks que, sospechan, no podrán ser considerados auténticos fenómenos de su era hasta que Warhol no los autentifique a cambio de, también, ser legitimado por ellos en un minué cortesano que hubiera fascinado a Marcel Proust, acaso el más warholiano antes de Warhol pero, sí, adicto a frases más largas y a reflexiones más sinuosas, pero no por eso más iluminadoras de los ambientes y conductas de los poderosos. Lo interesante –lo que hace a Warhol diferente a todos– es que su conducta no es la de un típico y maquiavélico trepador sino la de una suerte de gurú elevado por el aliento caliente de sus adoradores como el más aerostático de los dirigibles. Y, last but not least, digámoslo: a diferencia de aquellos típicos vividores cuyo único talento reside en la riqueza de su ambición, Warhol fue y es –por encima de todo y de todos, por muy encima– un genio.

Su ausencia entre los convocados para la wallyesca portada de Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band de The Beatles (saga UK tan arquetípica y paradigmática como la de Warhol en USA) no hace más que sospechar que no le interesó figurar allí porque no le pidieron a él que la diseñara.

Y, además, Andy ya tenía su propia banda neoyorquina, tan influyente como la de Liverpool: The Velvet Underground.

Y una idea de portada aún más original.

En 2019, en uno de los spots presentados en el intermedio del Super Bowl, Warhol volvió 33 años después de su muerte, para viralizarse comiendo una Whopper de Burger King (#EatLikeAndy se leía allí y, ah, qué feliz habría sido el hombre en estos tiempos de iPhones y redes sociales con distancia de seguridad y sintéticos tuits.)

Así, de nuevo, el suyo es un presente con futuro de famoso que ya viene durando mucho más de los postulados por él quince minutos de rigor.

Una cosa es segura: donde y cuando sea, Andy será.

Y –aquí y allí, ahora y siempre– Andy seguirá estando. ~

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es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).


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