Contra el culto al crecimiento

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David Pilling

El delirio del crecimiento

Traducción de Ramón González Férriz

Barcelona, Taurus, 2019, 328 pp.

A finales del año pasado, el periodista Max Read escribió en la revista New York un artículo en el que explicaba que “menos de un 60% del tráfico web es humano”. En internet, como decía una viñeta del New Yorker, nadie sabe que eres un perro. El problema para Read no estaba únicamente en los bots que promueven las fake news, sino en que una parte del sistema se basa en métricas falsas: en YouTube puedes comprar cinco mil visualizaciones por quince dólares, en Facebook pasar por encima de un vídeo se contabiliza como una visualización, y hay granjas de bots en China, Europa del Este o Rusia donde cientos de individuos se dedican a inflar las estadísticas de interacciones online.

Ahora imagina eso en toda la economía. Es más o menos lo que sugiere David Pilling en El delirio del crecimiento. El periodista del Financial Times dice que nuestra obsesión con el PIB nos impide medir con exactitud nuestras economías y, sobre todo, el bienestar real de las sociedades: “lo que con toda confianza llamamos ‘economía’ es básicamente un producto de nuestra imaginación”. Al centrarnos en el crecimiento económico hemos olvidado otras variables y mediciones importantes.

La asociación entre crecimiento económico y bienestar existe, pero no proporciona la imagen completa. ¿Podemos decir que un país está enriqueciéndose si crece su PIB un 5% pero los beneficios de ese crecimiento van a una élite oligárquica? ¿Y si ese 5% de crecimiento interanual tiene consecuencias desastrosas para el medio ambiente? Como explica Pilling, al PIB le importa poco la moral; solo le interesan el crecimiento y la producción, vengan de donde vengan. El economista Sanjiv Mahajan dice que “si quieres aumentar el PIB, deberías subir el impuesto sobre el valor añadido, aumentar el uso de las drogas ilegales y la prostitución e involucrarte en una guerra. Suena divertido, ¿verdad?”.

El PIB no es una medida del bienestar, sino de la producción. “Mide la capacidad de una economía para maximizar la actividad, sin importar el coste de la destrucción medioambiental o de la alteración social.” El PIB es “bruto” porque no tiene en cuenta la depreciación de los activos. Si destruir un bosque ayuda al crecimiento, bienvenido sea. Se creó en los años treinta para paliar la Gran Depresión y para medir el esfuerzo económico en la Segunda Guerra Mundial, y en cierto modo sigue atascado en esa época; a veces se adapta mal a una economía de servicios. Como explica en el libro el director de economía de Spotify, el PIB tiene un problema de encaje porque “fue diseñado en su origen para contabilizar bienes manufacturados tangibles, que están perdiendo relevancia en la economía moderna”.

Tampoco es un medidor adecuado para economías en subdesarrollo o en vías de desarrollo, donde la contabilidad nacional no es fiable. El PIB es poco ilustrativo en países mayoritariamente agrarios y con un porcentaje muy alto de economía sumergida. En estos casos, como explica Pilling, un meteorólogo hará mejores predicciones económicas que un economista. Y, sin embargo, el destino de estos países, la atracción de inversores internacionales o la ayuda al desarrollo dependen en buena medida de su crecimiento económico.

Pilling se dio cuenta de las limitaciones del PIB cuando vivía en Japón a mediados de los 2000. Su economía llevaba años estancada y tenía una deuda muy elevada. Pero en términos reales, de desempleo, estabilidad de precios y condiciones de vida en general, la situación era muy buena. “La delincuencia era baja, el consumo de droga casi inexistente, la calidad de la comida y de los bienes de consumo era de las mejores del mundo, como la sanidad, mientras que la esperanza de vida se hallaba a la cabeza en todas las clasificaciones internacionales. Y sin embargo, visto a través del prisma de la economía, Japón era un abyecto fracaso.”

¿A qué se debe esta obsesión con el crecimiento como único medidor? Pilling no tiene una respuesta clara, pero resulta convincente en su crítica, que no cae en el romanticismo de los decrecentistas ni en el voluntarismo de quienes anticipan con regocijo el inminente fin del capitalismo. Señala deficiencias estructurales en nuestras contabilidades nacionales y en la visión que tenemos de la economía global. A veces el crecimiento va contra el bienestar. Según la economía ortodoxa, por ejemplo, los servicios públicos no cuentan en el crecimiento económico. En los países donde la sanidad y la educación son privadas, estos sectores son competitivos y crean “riqueza”. Pero es una riqueza muy limitada: tener medicinas caras y unos costes sanitarios muy altos hace que el PIB aumente, pero no parece algo bueno para el bienestar de la sociedad.

A menudo la lógica que hay detrás del culto al PIB es circular y se basa en un silogismo muy común: si el crecimiento es bueno, y el crecimiento se mide según el PIB, que crezca el PIB es algo bueno. Si la economía está en movimiento, si hay intercambios de bienes y servicios, hay crecimiento, pero eso no significa necesariamente que seamos prósperos o sostenibles. Islandia se dio cuenta de esto con la Gran Recesión. El país basó su crecimiento en el sector financiero. En 1998 representaba un 17% de su producción económica total. En 2006 era un 26%. La renta per cápita se disparó. El país se convirtió en el sexto más rico del mundo. Cuando estalló la crisis, los islandeses se dieron cuenta de que su economía había estado durante años sobredimensionada. Al convertirse en la gran métrica, el PIB ha distorsionado nuestra percepción de la economía.

¿Qué alternativas hay? Pilling no quiere acabar con el PIB, sino combinarlo con otros medidores, como el PIB per cápita, la renta mediana, el índice de Gini (que mide la desigualdad), el Producto Interior Neto (que tiene en cuenta la depreciación de los activos), las emisiones de CO2. Pero también tiene en cuenta alternativas ya existentes, como el IPR, usado en el estado de Maryland (eeuu), que combina el PIB con otros indicadores sociales y sustrae del índice lo que considera que va contra el bienestar general, como la contaminación o la pérdida de calidad de vida.

En El delirio del crecimiento Pilling resulta muy convincente. Su heterodoxia tiene fundamentos. Si no los tuviera, una frase como la siguiente sonaría casi populista: “Si ‘recuperar el control’ se ha convertido en un mantra de nuestros tiempos, entonces apartar las políticas públicas de la supervisión exclusiva de los economistas debe ser parte de la solución.” Tras leer su libro, creo que tiene razón. ~

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Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).


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