Weinstein, Valle-Inclán y el esperpento del relativismo moral

Frente el esperpento, el género literario dibujado por Valle-Inclán, el público reacciona con desconcierto: ríe, llora, o mira hacia otra parte. Algo similar ocurre en ciertos círculos ante escándalos sexuales como el que envuelve a Harvey Weinstein.
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El caso del productor de cine Harvey Weinstein ha puesto nuevamente el dedo en una llaga que lleva tiempo supurando. Y no es solamente porque haya revelado que los abusos sexuales son práctica corriente en un Hollywood machista y explotador. Es una llaga que dice mucho de nuestra cultura política, o más bien, de nuestra cultura del poder. La misma élite liberal y progresista que ahora se escandaliza ante las revelaciones sobre el depredador Weinstein fue mucho más comprensiva con Bill Clinton, que en 1998, siendo presidente de los Estados Unidos, tuvo que explicarle al mundo que él no había sostenido “relaciones sexuales con esa mujer”. “Esa mujer” era Monica Lewinsky, con quien el presidente mantuvo al menos nueve contactos sexuales entre 1995 y 1996, siendo ella practicante en la Casa Blanca.

La pareja Clinton sobrevivió el Lewinskygate al salvarse Bill del impeachment por parte del Senado de Estados Unidos, aunque una juez encontró que el exmandatario había ofendido a la corte por haber presentado falso testimonio, lo que le costó la suspensión, en 2001, de su licencia para ejercer como abogado en Arkansas durante cinco años, prohibición confirmada por la Corte Suprema de Justicia. El expresidente estadounidense siguió en la escena pública como orador insigne (cobra altas sumas por sus conferencias) y oráculo consultado frecuentemente para descifrar los conflictos globales. Hillary Clinton no la ha tenido tan fácil. El haberse tragado las infidelidades y humillaciones de su marido no le dio el resultado que esperaba. Ella hizo un cálculo para mantener vivo un matrimonio que parecía más bien una alianza política, pero ello no le bastó para ser electa como la primera mujer presidente de Estados Unidos. El hombre Clinton sufrió menos consecuencias que la mujer Clinton, al menos políticamente, lo que muestra que incluso entre parejas progres la inequidad de género sigue siendo un asunto no resuelto.

Lo de Clinton en su momento y lo de Weinstein ahora son sintomáticos de un problema recurrente en la sociedad del espectáculo. Nuestra reacción ante lo grotesco no siempre es igual. Todo depende del personaje y del contexto en el que nos expongamos a lo que resulta repugnante, terrorífico o moralmente cuestionable. Eso lo entendió muy bien el escritor español Ramón María del Valle-Inclán, creador del esperpento, un género teatral donde las normas y los valores se ponen patas arriba. En su obra Luces de Bohemia, Valle-Inclán define el esperpento como el reflejo en los espejos cóncavos de la imagen del héroe clásico. Por ese efecto deformante, lo esperpéntico resulta de la subversión de los cánones de la belleza y de la heroicidad. El héroe nos muestra una imagen degradada de sí mismo que ya no corresponde a la idealización de los cuentos de hadas.

El público reacciona de diversas maneras ante el esperpento. A veces ríe, otras veces toma distancia crítica ante lo que ve, otras veces se horroriza, y otras prefiere no verlo. Lo mismo que le ocurre a la élite liberal y progresista ante los escándalos de explotación sexual por parte de poderosos machos. La reacción de indignación frente a las revelaciones del caso Weinstein responde al espíritu de estos tiempos, en el que las mujeres han perdido el miedo y están dispuestas a denunciar los abusos de los que han sido objeto. Pero también podemos interpretar las diferentes reacciones de las élites liberales y progres ante casos similares (pensemos en el caso Polanski, por ejemplo) como una forma de relativizar los juicios morales dependiendo de una serie de circunstancias, incluyendo quién es el acusado de cometer delitos sexuales.

Pasa lo mismo en el otro extremo del espectro político. Ocurrió cuando se difundió en plena campaña electoral de 2016 el video grabado en 2005 en el que Donald Trump, en ese entonces figura principal de The Apprentice, hizo sus comentarios sobre el cuerpo de las mujeres y su forma de tratarlas. Algunas mujeres dijeron que no cambiarían su voto para el candidato del partido Republicano después de haber visto el video, pues su rechazo de la candidata democrática Hillary Clinton era mucho más fuerte que la supuesta repugnancia que deberían sentir ante lo dicho por Trump.

En Estados Unidos existe un bien establecido ritual de confesión pública. Muchísimos personajes públicos, deportistas, políticos, actores, han tenido que pasar por allí. La confesión tiene un formato más o menos estándar. Se ponen frente a una cámara y dicen con cara compungida que han cometido tal o cual pecado. Hay quienes son más cínicos que otros (el mismo Clinton afirmando que no tuvo relaciones sexuales con Lewinsky). Al final, con ese ritual todos buscan la absolución o la comprensión del público. Más recientemente al acto de confesión pública se le ha agregado otro elemento. El perpetrador anuncia que sufre de una “adicción al sexo” y que se internará en un centro de salud especializado para tratarla. Lo ha hecho el mismo Weinstein, quien supuestamente se habría sometido a una terapia contra su “adicción al sexo”. También lo hizo el famoso jugador de golf Tiger Woods, para tratarse de un comportamiento sexual compulsivo.  Las confesiones de estos personajes públicos refuerzan la idea de que ellos son también “víctimas” de un desorden que no pueden controlar. Además, se adelantan en presentar una coartada, seguramente aconsejados por brillantes abogados, para que eventualmente un juez considere que en su caso hubo algo de “insania mental”. 

Todos estos ingredientes que alimentan el lado “entretenido” y “espectacular” de estos escándalos sexuales los hacen aún más esperpénticos. Valle Inclán tendría, sin duda, mucho material para escribir obras sobre personajes decadentes y sátiras moralizantes. Sin embargo, como en toda representación teatral estamos frente a un sistema de doble vía: lo que se ve y los que ven. A veces el público es más comprensivo y complaciente, especialmente con cierto tipo de poderosos (que lo diga Clinton). En otras oportunidades es más severo en sus juicios. El problema es que los valores del público se deforman y son relativamente elásticos como la imagen del héroe que se proyecta en los espejos cóncavos. Nada que nos sorprenda en esta sociedad esperpéntica.   

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Profesor en la Universidad de Ottawa, Canadá.


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