Supranacionalidad: ¿un experimento político anacrónico?

Qué podemos aprender los europeos del Imperio austrohúngaro y su colapso.
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En Thunder at twilight, Frederic Morton retrata cómo en 1913 coincidieron en Viena los poderosos espíritus que destruirían el pasado y crearían la modernidad. Estaban Stalin, Trotski y Lenin; Freud y Jung; Hitler; Kafka, Wittgenstein y Karl Kraus; y una pequeña banda de nacionalistas serbios, uno de los cuales fue autor del disparo que perforó la yugular del archiduque austro-húngaro Franz Ferdinand, acontecimiento que marcó el inicio de la Gran Guerra y la reconfiguración del continente europeo.

Como explica Ivan Krastev en After Europe, si bien los historiadores no están de acuerdo en si el colapso del Imperio austrohúngaro fue una muerte natural por el agotamiento institucional tras el ascenso de lo nacionalismo, o el resultado de la derrota del imperio tras la Primera Guerra Mundial, el fantasma del fallido experimento de los Habsburgo continúa atormentando las mentes europeas.

El Imperio austrohúngaro comprendía 14 naciones y más de 50 millones de habitantes. Oscar Jaszi, en The dissolution of the Habsburg monarchy (1929), analizaba el fracaso trágico en la cohesión del imperio, y su incapacidad fatal para desarrollar la lealtad política. Jaszi explicaba que si el experimento estatal austrohúngaro hubiera sido realmente exitoso, los Habsburgo habrían resuelto en su territorio el problema central de Europa, que resume en la siguiente pregunta: “¿Cómo es posible unir individualidades nacionales de ideales y tradiciones muy divergentes de tal manera que cada una de ellas pueda continuar su propia vida particular, mientras que al mismo tiempo limite su soberanía nacional lo suficiente como para hacer posible una cooperación internacional pacífica y efectiva?”.

De las fuerzas centrífugas de los nacionalismos del Imperio austrohúngaro surgieron varias repúblicas independientes y soberanas. Las repúblicas de Hungría, República Checa, Austria y Bulgaria nacieron en menos de una semana, lo que haría a los comentaristas de la época denominar a Europa una “republican mushroom bed”, y las nacionalidades destruyeron el Imperio austrohúngaro como entidad política y administrativa operativa: el sistema fue incapaz de integrarlas ordenada y satisfactoriamente en el entramado constitucional y parlamentario.

Un siglo después, el experimento supraestatal tiene todavía una gran importancia teórica y práctica. Los europeos debemos preguntarnos si la experiencia debía fracasar porque era una especie de imposibilidad natural, o si se debía a las circunstancias del momento, al ascenso de los nacionalismos y a las deficiencias estructurales de la monarquía dual austrohúngara.

Pero muchos parecen desconocer el papel destructivo de los nacionalismos. En Breve historia del mundo contemporáneo, Juan Pablo Fusi destaca que en las últimas décadas del siglo XIX y los primeros veinte años del siglo XX el nacionalismo cristalizó como principal factor de desestabilización de la política europea y se configuró como la principal alternativa ideológica al liberalismo.

El dilema es si hoy en día una entidad cosmopolita y supranacional como la Unión Europea cuenta también con herramientas políticas anacrónicas para hacer frente a los movimientos euroescépticos y el rebrote de los nacionalismos, y si esto supondrá un impedimento para el desarrollo de una mayor integración europea.

En el epílogo de su ensayo sobre Europa, ¿Una gran ilusión?, Tony Judt estudia la vigencia del concepto de los Estados-nación en la Unión Europea, y plantea que deberíamos conocer la realidad de las naciones y Estados, y advertir del riesgo de que no tenerlos en cuenta revierte en una fuente electoral de “nacionalismo virulento”.

Las lealtades nacionales, una vez consideradas muertas y enterradas, vuelven, con fuerza, a la Europa contemporánea, pues la conciencia supranacional como una cooperación libre y espontánea no ha podido superar completamente los límites del Estado-nación y la conciencia de unidad nacional sigue prevaleciendo por encima de la conciencia de una comunidad estatal.

Hay que puntualizar que los partidos euroescépticos de hoy no rechazan necesariamente formar parte de la UE (salvo en el caso de Brexit), sino que supeditan la supranacionalidad a la soberanía nacional; lo que cuenta para estos europeos es la “nación”, o más exactamente, el nacionalismo. El carácter supranacional de la UE implica que las decisiones de sus organismos no necesitan ser refrendadas por los Estados para entrar en vigor; ni tampoco tienen colores políticos (por ejemplo, el marco institucional de la política monetaria única aísla al BCE de la influencia política). Esto tiene por respuesta un discurso que pone el acento en la pérdida de soberanía y defiende que el Estado-nación es la forma política más adecuada para compensar el efecto perturbador de los patrones supranacionales.

Las demandas por recuperar la “voluntad nacional”, apelando al miedo a la “pérdida de identidad” y de “soberanía” ganan terreno en el eje Roma-Budapest-Varsovia-Viena, y ello ha ido unido a un creciente sentimiento antieuropeo que ha abierto una brecha entre las calles europeas y los pasillos de Bruselas, y que percibe a la UE a ser percibida como un proyecto elitista.

Frente a este discurso, la UE puede dar mayor poder de decisión a los Estados miembros (lo cual implica crear nuevas herramientas políticas nacionales a escala supranacional, o un rediseño de las instituciones europeas), o bien poner en valor la participación de los ciudadanos en tanto que eligen a sus representantes en el Parlamento Europeo. Como explica Caroline de Gruyter en ECFR, “es en Bruselas donde, en su nombre, los eurodiputados luchan en batallas políticas internacionales que sus gobiernos ya no pueden luchar solos”.

La decisión de Gran Bretaña de abandonar la Unión y el aumento de los partidos nacionalistas y euroescépticos podría señalar el desenlace de nuestro experimento para resolver, en palabras de Krastev, “el problema más fundamental de Europa”, que es el de una supranacionalidad que, ya sea por sus anacronismos o por el ascenso de los nacionalismos, no puede responder a las demandas ciudadanas. Pero quizás la desconfianza hacia las instituciones puede servir para que la UE adopte nuevas herramientas políticas e innove, más allá del falso dilema nacionalismo vs supranacionalidad, buscando soluciones intermedias que apuesten por la participación democrática de los ciudadanos a escala supranacional.

 

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