Souvenirs: París, 1956 – 1957

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Souvenirs: como muchas palabras con resonancia, tiene un eco diferente en francés y en inglés. En francés, al igual que en el título de la obra inconclusa de Tocqueville sobre 1848, significa reminiscencias o remembranzas, recordar el tiempo pasado (comme, à la recherche). En inglés, indica un artefacto o un objeto del recuerdo, como esos maravillosos medallones de La Monnaie, los relieves de bronce esculpido que empecé a coleccionar en París y que aún adornan mis repisas.
Estos souvenirs, la prosa y el lente que enfoca mi pasado, son eso.
     Llegué a París en el otoño de 1956, para quedarme un año y trabajar en el Congreso para la Libertad Cultural. Tenía una licencia de la revista Fortune, de la que era editor. No fue mi primer viaje. De hecho, había estado viajando a Europa cada verano desde 1951. Había pasado dos veranos en Berlín. Una vez con mi colega universitario Melvin J. Lasky, a quien había contratado como asistente cuando, a una edad precoz, de 1941 a 1944, fui editor administrativo de la publicación (entonces) socialista New Leader, y a quien había entrenado para ser periodista; él había comenzado a publicar Der Monat en Berlín, bajo la ocupación aliada. La otra vez fue con un amigo cercano, Philip Heller, que en una época fue director educativo de un local del Sindicato de Prendas para Damas y que estaba al frente de la sección laboral del Plan Marshall.
     Mi recuerdo más vívido y duradero corresponde a un mes en Salzburgo, en 1953, en el Seminario de Estudios Norteamericanos de Salzburgo. En 1948 había inaugurado el seminario Clemens Heller, un estudiante austriaco de posgrado en Harvard, que tuvo la idea alentadora de juntar a jóvenes académicos y escritores de Europa, quienes no tenían acceso al conocimiento de los estudios norteamericanos, con académicos jóvenes de los Estados Unidos. En ese entonces, el Seminario de Salzburgo era informal, verboso y festivo. Heller había convencido a la viuda de Max Reinhardt, el gran director teatral europeo cuya producción de Jederman fue el acontecimiento hipnotizante del festival de Salzburgo en la preguerra, de ofrecerle al Seminario el dilapidado Schloss Leopoldskron, justo en las afueras de Salzburgo. Los estudiantes vivían en dormitorios cuyos pisos de madera con frecuencia estaban astillados. Los profesores se quedaban en suites tales como el kindermordzimmer, donde el Gauleiter nazi había matado a su familia y luego se había suicidado al final de la guerra.
     La sesión en la que dicté mi conferencia trataba de sociología y economía. Junto conmigo estaban S.M. Lipset de la Universidad de Columbia, Bert Hoselitz de la Universidad de Chicago, y Frank Sutton, con doctorado de Harvard y miembro ya de la Fundación Ford. En ese entonces, cuando estaba aún en Fortune, yo era catedrático adjunto de sociología en Columbia, y esa era mi especialidad. Había cerca de cuarenta "estudiantes" ahí, provenientes de alrededor de media docena de países europeos, pero los que recuerdo mejor eran tres: Paul Lemerle, con ojos redondos y resplandecientes, y que era ya Inspecteur des Finances; Jacques Lesourne, que se había hecho famoso por ser la única persona con calificaciones perfectas en la École des Mines; y Henri Mendras, un joven cortés que, por alguna razón inexplicable, se había convertido en un experto en el campesinado francés. Lo más sorprendente es que seguimos siendo amigos hasta la fecha.
     Pero no fue el hecho físico de Francia lo que atrajo a mi lente. En mi adolescencia había leído, o más bien devorado, un río interminable de novelas francesas. Mi mundo era el de Jean Christophe de Romain Rolland, el de Les Thibault (yo era uno de ellos) de Roger Martin du Gard, el de Chroniques des Pasquiers de Georges Duhamel y el de Hommes de Bonne Volonté de Jules Romains. Mis amigos leían a Jane Austen y a Anthony Trollope, pero esas novelas de costumbres y morales me eran ajenas. Las novelas francesas palpitaban de puro tumulto y conflicto de ideas, de sexualidad abierta y de política izquierdista. Quién no se sentiría cautivado por las deliberaciones de Lafcadio Wluiki acerca de cometer o no un acte gratuit al lanzar a un desconocido de un tren en movimiento, por más melodramático que eso parezca ahora.
     Pero la fascinación secreta, debo confesarlo, eran esas escenas, como en Jean Christophe, donde la mujer seductora, mundana y cosmopolita inicia al joven soñador y sin experiencia en los placeres del sexo. Yo añoraba y esperaba. Añoraba y esperaba, sin remedio. Estaban las muchachas, enfurruñadas y juguetonas, del movimiento socialista al que me había unido a los trece años, y a ellas les podía implorar. Pero sus esfuerzos eran tan torpes como los míos. En cuanto a las mujeres mayores, trabajadoras fatigadas y desaliñadas de las fábricas de ropa, las más de las veces se la pasaban manteniendo a raya las insinuaciones de sus capataces. El Lower East Side de Nueva York, donde yo vivía, carecía de esplendor. Francia significaba lo erótico y la politique, la tierra del ensueño y el deseo. No es de extrañarse que quisiera vivir ahí y convertir mis fantasías en realidad.
     El Congreso para la Libertad Cultural, donde fui a trabajar, era una organización de la Guerra Fría entre cuyos patrocinadores estaban algunos de los intelectuales más famosos del mundo, tales como Bertrand Russell, John Dewey, Karl Jaspers, Benedetto Croce y Reinhold Niebuhr. A finales de los cuarenta, los rusos habían organizado múltiples ardides publicitarios en el mundo, como la Conferencia de Wroclaw (antes Breslau), con la participación de Ilya Ehrenbourg y George Lukács, y en marzo de 1949 otra en el Hotel Waldorf-Astoria de Nueva York, cuyos patrocinadores fueron Albert Einstein y Charlie Chaplin, y que presentó como conferencistas a Dimitri Shostakovich, Paul Éluard, Lillian Hellman, Arthur Miller y Norman Mailer. Sidney Hook, Dwight Macdonald y Mary McCarthy organizaron una contrarreunión.
     De estas riñas culturales surgió el Congreso para la Libertad Cultural. La reunión en Berlín en junio de 1950, que coincidió con el estallido de la guerra de Corea, fue inaugurada por Ernst Reuter, alcalde de Berlín; Arthur Koestler, Melvin Lasky y Sidney Hook. Asistieron más de cien intelectuales, muchos de ellos antiguos prisioneros de los nazis o de los fascistas, como David Rousset, Eugen Kogon y Altiero Spinelli (que había pasado 17 años en la cárcel en Italia), y refugiados y activistas de la Resistencia. De Francia, estaban André Philip, Henri Frenay, Claude Mauriac y Jules Romains. Casi todos los participantes, como lo ha señalado Peter Coleman en The Liberal Conspiracy, la historia del Congreso, "eran liberales o socialdemócratas, críticos del capitalismo y opositores del colonia-lismo y el imperialismo".
     Al cabo de cinco años, el Congreso se había convertido en un éxito extraordinario. Patrocinaba revistas como Encounter, editada en Londres por Stephen Spender e Irving Kristol; Der Monat, en Berlín, a cargo de Melvin Lasky; Preuves, en París, editada por François Bondy; Forum, en Viena, editada por Friedrich Torborg. Pero el Congreso era algo más que una organización de la Guerra Fría en Europa. También había creado una comunidad internacional de intelectuales —como Ezekiel Mphahlele en África del Sur, J.P. Narayan en la India, José Sunil en las Filipinas y Mochtar Lubis en Indonesia— y ofrecía apoyo cuando tales individuos podían ser arrestados por sus regímenes. Una magna conferencia en Milán, en septiembre de 1955, contó con la asistencia de un grupo representativo del Partido Laborista británico, e incluyó a Hugh Gaitskell, Hannah Arendt y Mary McCarthy.
     En la conferencia de Milán el Congreso decidió llevar adelante un programa mundial de seminarios, para incluir algunos de los asuntos intelectuales que iban emergiendo en los países en desarrollo y las cuestiones ideológicas que dividían a los intelectuales del mundo. Se me invitó a dar inicio a este programa y acepté. De ahí mi traslado a París, que era la sede del Congreso.
     Se divulgó después, en 1965, que la CIA había proporcionado los fondos del Congreso y que su secretario administrativo, el genio motriz de la organización, Michael Josselson, era miembro de la CIA. Lo de los fondos secretos provocó un revuelo entre muchos intelectuales que quedaron horrorizados por la noticia. Sin embargo, para cualquiera que estuviera familiarizado con los problemas de la reconstrucción política en Europa, así como con el control casi total que ejercía el Partido Comunista sobre el patrocinio cultural en Francia e Italia, nada de esto podía resultar sorprendente. Muchas otras organizaciones norteamericanas, además de la CIA, participaban ya desde antes en este tipo de actividad. Las secciones laborales del Plan Marshall usaron los fondos complementarios del Plan para este propósito. Mi amigo Philip Heller, en Berlín, otorgó dinero a Willy Brandt y a Hebert Wehner para objetivos del Partido. Bill Kemsley, de los United Auto Workers (UAW: Sindicato de Trabajadores Automovilísticos), estableció un mercado negro en Berlín a fin de conseguir dinero para el movimiento sindical alemán. Tom Braden, quien fue director de actividades culturales secretas de la CIA, escribió su ignominioso artículo en el Saturday Evening Post en 1967, en el que se jactó de sus actividades (pero ¿por qué?) y afirmó que le había dado dinero a Victor Reuther del UAW, hermano de Walter Reuther, para Ludwig Rosenberg, líder del movimiento sindical alemán. Y Kurt Schumacher, líder del SPD (Partido Socialdemócrata Alemán), y sobreviviente lisiado de diez años en campos de concentración nazis, aceptó dinero de una agencia norteamericana en 1948, para ayudar a echar abajo una fusión con los comunistas. ¿Dónde más podría él, o los otros, conseguir dinero para tales propósitos?
     El Congreso nunca fue una organización títere de la CIA. Por un lado, Michael Josselson, el individuo clave del Congreso, combatió astutamente tal política, cuando la propusieron Irving Brown, de la AFL (Federación Americana del Trabajo), y James Burham, que eran asesores de la CIA en estrategias de Guerra Fría. Por el otro, ¿cómo podría "manipularse" una organización cuyo comité ejecutivo, que se reunía cada mes, incluía a individuos tan decididos como Raymond Aron, Ignazio Silone, Michael Polanyi y Denis de Rougemont? Cuando llegué a París, Josselson, un hombre enteramente honesto, me dijo una noche al final de una cena: "Dan, te quiero contar de dónde viene el dinero para el Congreso". "Mike —le respondí—, no quiero saberlo; si lo supiera, perdería mi independencia". Y, de hecho, yo había aceptado venir sólo si podía informarles a las instituciones con las que planeaba trabajar acerca del origen de los fondos. El dinero provenía de la Fundación Ford. Podría decirse que esto fue resultado de una "sugerencia" de la CIA. Pero ¿sería ese también el caso de la Universidad Libre de Berlín, del Instituto de Estudios Estratégicos de Londres o de la Maison des Sciences Sociales en el Bulevar Raspail 54, cuyos fondos provenían todos de la Fundación Ford?
     En París vivía una existencia dividida. Estaban los típicos expatriados norteamericanos, que perseguían las memorias de Ernest Hemingway o creaban un nuevo ambiente, como el grupo de la Paris Review de George Plympton, Peter Matthiessen y William Styron, cuyo lugar predilecto era un café en la Rue Tournon. Pero yo no tenía casi nada que ver con ellos. Mi mundo dividido era el del Congreso y el de un círculo de amigos franceses, sobre todo sociólogos de mi generación. Mientras tanto, viajaba a Tokio y a Londres, donde había organizado dos seminarios internacionales, uno sobre desarrollo económico y el otro sobre la sociedad soviética.
     Vivía con una compañera, una francesa que llamaré Louise, en uno de los niveles de una casa de tres pisos en Neuilly, sobre el bulevar Général Koenig, frente al Sena. Esto estaba antes del edificio de La Défense y había una isla en medio del río, por lo que, fuera del tráfico, la atmósfera era bucólica. La dueña del edificio era una mujer d'un certain age, que me dio a entender que era amie de John Paul Getty. En ese entonces, no conocía ese nombre, pero como ella vivía allí con una hija adolescente y ningún hombre la visitaba, el lugar era callado. La casa estaba apartada del bulevar, la femme de ménage y su marido ocupaban la planta baja y en un espacio tras una reja calada de metal había lugar para dos coches, el de mi casera y el mío, que le había comprado de segunda mano a un amigo norteamericano.
     Louise era de padre norteamericano, al cual apenas conocía, un soldado durante la Primera Guerra Mundial que había regresado a su país después de la guerra. Su madre había sido integrante activa del Partido Socialista Francés y líder de su sección de mujeres. El hombre con el que casó después vivía en Beaune y era inspector de escuelas, por lo que Louise y yo no lo veíamos con frecuencia. A Louise le encantaba cocinar y era una verdadera maestra. Cocinaba un coq au vin chambertin, pero protestaba cuando yo le decía que no quería que usara la sangre de cerdo que, según ella, era necesaria para la salsa. Hacía una muy buena soupe de poisson, ratatouille, y los domingos en la mañana, cuando yo quería salmón ahumado y queso crema —pero imposible sustituir el bagel con una baguette—, preparaba una omelette piperade. Los domingos, cuando podíamos, íbamos a la Foret de Marly, al Coq Hardi o al Pavillon Henri IV, y cenábamos con París en el horizonte. Yo ya no leía novelas francesas. La vida era más satisfactoria que el arte.
     Las oficinas del Congreso estaban en Bulevar Haussmann 104, a una puerta de distancia de donde había vivido y escrito en su habitación recubierta de corcho Marcel Proust. Pasaba la mayor parte de mi tiempo preparando los dos seminarios que conduciría posteriormente ese año y el año próximo. El comité de planeación de los seminarios, que se reunía frecuentemente, estaba formado por Raymond Aron, cuyo lúcido pensamiento y cuya claridad de expresión ("il y a deux choses, et un…") siempre producían admiración y abreviaban nuestras reuniones; Michael Polanyi, científico de renombre mundial, que originalmente fue médico en Hungría durante la Primera Guerra Mundial, quien se convirtió luego en un importante físicoquímico en el Instituto Kaiser Wilhelm de Berlín y después en filósofo de la Universidad de Manchester (su obra sobre el "conocimiento tácito" había suscitado una atención considerable); y Tony Croslan, ex soldado paracaidista y economista de Oxford, protegido de Hugh Gaitskell, que había perdido un escaño laborista en el Parlamento y trabajaba sobre el libro que lo haría famoso, The Future of Socialism. Yo había conocido a Tony el año anterior en Milán, y nos llevamos bien desde un principio y nos hicimos amigos cercanos.
     La vida social estaba dedicada al desfile interminable de visitantes o miembros del comité ejecutivo que venían a las reuniones mensuales: Nicola Chiaromonte, a quien había conocido en Nueva York durante la guerra, cuando estaba en el círculo político de Dwight Macdonald; Ignazio Silone, un hombre callado, casi hosco, que solía hablar poco pero que se sorprendía cuando yo ocasionalmente me ponía a cantar canciones socialistas italianas ("su fratelli, su compagna"); y Stephen Spender, a menudo fantasioso y abstraído, aburrido por las discusiones interminables acerca de las cuestiones culturales en Europa Oriental, Latinoamérica, la India y Japón, que ocupaban gran parte del orden del día de nuestras reuniones.
     La relación más honda era con la camarilla de individuos que vivía en la tensión cotidiana de las actividades y decisiones que impulsaban al Congreso. La persona central era Mike Josselson, un hombre inolvidable. Nació en Estonia, fue a la escuela en Alemania, vivió en París antes de la guerra y se trasladó a los Estados Unidos, donde se incorporó al ejército y trabajó en la sección de guerra psicológica. Mike tenía un dominio increíble del ruso, el alemán, el francés y el inglés, y hablaba cada uno de estos idiomas con tal perfección que uno estaba seguro de que era nativo de esos países. Tenía una cabeza absolutamente redonda y ojos de un negro profundo; no parecía caminar, sino deslizarse de un lado a otro como bailarín. Poseía una enorme avidez cultural, tanto por la literatura como por el arte, y vivía en el Congreso 25 horas al día. (Cuando en una ocasión se le preguntó a un rabino cómo lograba trabajar 25 horas al día, respondió que dormía una hora menos cada noche.) Mike era prusiano durante el día y ruso durante la noche. Afortunadamente, me tocó tratar más con su personalidad nocturna. (Cuando cumplió cincuenta, escribí una comedia corta para el festejo, que comenzaba con el inicio famoso de Boris Godounov: "Skorbit dusha…") Estaba casado con Diana Dodge, una norteamericana, cuyo discreto ingenio a menudo extinguía los frecuentes destellos de ira de Mike. También estaban François y Lillian Bondy: él era suizo húngaro, hijo de un periodista famoso y padre, posteriormente, del director teatral Luc Bondy, lo cual lo llevó a decir que vivía dentro de un paréntesis; ella, una judía belga muy coqueta. François, con quien yo compartía el gusto por los retruécanos —la competencia consistía en ver cuántos idiomas podíamos retorcer en un solo retruécano— editaba Preuves, y los "Mardi Preuves" eran las ocasiones semanales en que se reunían escritores, se proponían artículos para la revista o simplemente se chismeaba; alrededor de una docena de personas se congregaba cada semana para tomar la copa. En las reuniones del comité ejecutivo, François solía dormirse, y Mike le gritaba: "François, traduce"; y él se despertaba y decía: "¿En qué idioma?"
     Y estaba Constantin Jelenski, Kot, para quien trabajaba Louise, un polaco crítico de arte, amable y gentil, que se encargaba de las relaciones con Kultura, la famosa revista de emigrados en París, así como de los contactos con escritores disidentes en Polonia, como Pavel Hertz y Jan Kott. Kot vivía con la hermosa pintora italiana Leonor Fini y con otro poeta polaco, un ménage à trois en un departamento de dos pisos en el Marais. Uno de los pisos estaba bellamente decorado con muebles Regencia y pinturas de los amigos surrealistas de Leonor, el otro lo ocupaban alrededor de treinta gatos: persas, angoras, siameses, cuyo remolino de colores creaba su propia decoración fantasmagórica. Leonor había hecho la escenografía de la producción francesa del Requiem for a Nun de William Faulkner, y en la intimidad hacía intrincados dibujos pornográficos que mostraba furtivamente a los amigos mientras bailaba con suavidad alrededor de un cuarto. Pintó muchos autorretratos, en tonos rosas, cada uno de los cuales le hacía preguntarse al espectador si la cara era la de una niña de doce años o la de una mujer de treinta, ninfa y prostituta a la vez. Los sábados Louise y yo íbamos con Kot a los numerosos vernissages de amigos que inauguraban exposiciones en las galerías de la rive gauche, y acerca de los cuales él escribía en varias revistas de arte. Kot era amigo de Czeslaw Milosz, que había sido agregado cultural del gobierno polaco en París, luego había roto con el régimen y esperaba una visa de los Estados Unidos para unirse con su familia. Para ganar dinero, Milosz hacía traducciones para Kultura, una de las cuales fue mi monografía Work and Its Discontents, que me dio cierto renombre en Polonia, sobre todo cuando estuve ahí de visita en 1960.
     Mi relación más cercana era con Manes Sperber, a quien siempre le reservaba mis mejores cuentos judíos para la competencia que de inmediato se iniciaba cuando nos sentábamos a tomar una copa o cenar o cuando caminábamos en el Bois de Boulogne. Munya, como se le llamaba, había nacido en Galitzia, Austria; era hijo de un rabino y se educó en Viena, donde se convirtió en psicoanalista adleriano y enseñó psicología en Berlín. Se unió al movimiento comunista en 1927 y fue el re-presentante del Comintern en Yugoslavia. A principios de los treinta, junto con Arthur Koestler, Munya formó parte del grupo de Willi Munzenberg que alertó al mundo acerca del terror de Hitler. Munya, que ya vivía en Francia (luego de un breve periodo bajo arresto nazi en 1933), rompió con el Partido Comunista durante las purgas, cuando algunos de sus amigos yugoslavos fueron asesinados, pero tuvo dificultades para ganarse la vida debido al control que ejercía el partido en el ámbito cultural. Durante la guerra estuvo en el ejército francés y sobrevivió escondido de la ocupación alemana. Después de la guerra se convirtió en novelista y escritor. Su trilogía, Like a Tear in the Ocean, y los tres volúmenes de su autobiografía, All Our Yesterdays, constituyen uno de los grandes legados de Europa en su perio-do más turbulento y una lectura obligada para cualquiera que desee entender esas épocas.
     Mis amigos franceses estaban a un mundo de distancia, y bastante literalmente. El Congreso estaba en la rive droite y casi todos mis amigos vivían en la rive gauche. Había conservado la amistad de Paul Lemerle y lo había ayudado, después de 1953, a conseguir una beca de un año para MIT (Instituto Tecnológico de Massachussetts), y él me visitaba en Nueva York. En París le dije bromeando a Paul que Saul Bellow había vivido durante un año en Francia y que cuando se disponía a partir había pensado poner un anuncio en Le Monde que dijera: "Escritor norteamericano, que nunca fue invitado a una casa francesa, aceptaría cualquier invitación". En una ocasión, Paul me invitó a cenar en casa de sus padres donde vivía. El padre de Paul era profesor de estudios bizantinos en el College de France; su madre era de origen ruso y su hermano más joven, Jean, estudiaba medicina. Dos semanas después, recibí una segunda invitación, pero esa vez se discutió mucho acerca del compromiso de Paul, la educación de Jean, los viajes posibles, y me di cuenta de que ahora estaba en famille. Ni el padre ni la madre de Paul hablaban inglés y nuestra conversación languidecía con frecuencia por falta de un tema común, así que en adelante, un viernes sí y un viernes no, leía asiduamente Le Monde y preparaba una "conversación". Cuando la familia Lemerle se enteró de lo que estaba haciendo, le entró alegremente al juego y mi "conversación" se vio recompensada con risas. Conocí a los copains de Paul, en particular a Olivier Chevrillon, un hombre con forma de cigüeña y una enorme risa, que después se convirtió en el editor de L'Express, más tarde de Le Point, y, durante una temporada, fue director de los Museos de Francia, con un departamento suntuoso que daba al Louvre, donde tuvimos el placer de cenar en años posteriores. Paul trabajaba en el Commissariat du Plan con Jean Ripert, luego pasó a ser el secretario general adjunto de la OCDE y más tarde fue durante muchos años el ministro francés ante la ONU para asuntos económicos y sociales. Yo me convertí en el tío de las tres hijas de Paul y Monique, y mi hijo David terminó sintiéndose en famille con los Lemerle, como lo ha hecho saber en sus libros.
     Por medio de Henri Mendras, conocí a los sociólogos fran-ceses de mi generación: Michel Crozier, Alain Touraine, François Bourricaud, y al antropólogo Eric de Dampierre. Eric, aristocrático y cultivado, trabajaba como editor en Plon, donde introdujo, entre otros, a Max Weber y a Leo Strauss en Francia, y hablábamos interminablemente acerca de libros y de cuáles debía publicar en Francia. Su muerte el año pasado fue un tremendo golpe para nosotros.
     También estaba Jean-René Treanton, un sociólogo rico y vivaz, lleno de entusiasmo y chismes ("Deberías conocer a Pierre Bourdieu, un hombre 'de gran porvenir'…"), que me descubrió muchas librerías en París, en especial la de Marcel Riviere, en la esquina de la rue Jacob y la rue Bonaparte. Las cuatro paredes llenas de libros ocuparon mi atención durante numerosas tardes. Compré los volúmenes de Dolleans sobre la historia laboral, cuyo último volumen terminó Michel Crozier; los volúmenes de Leroy sobre la historia del socialismo, de Maitrion sobre el anarquismo, y la revelación de ese momento: Probleme de l'incroyance de Lucien Febvre, con su discusión de la mentalité.
     Mi experiencia académica más extensa fue con Georges Friedmann, uno de los grands patrons de la sociología en ese entonces, junto con Jean Stoetzel y George Gurvitch. (En esa época, Aron no tenía cátedra, sino que coordinaba el Centre de Sociologie Européen, establecido por la Fundación Ford, con Pierre Bourdieu como su asistente principal.) Friedmann había sido filósofo antes de la guerra, especializado en Leibniz, pero posteriormente se había interesado por el trabajo industrial y la división del trabajo. Nos habíamos conocido antes a causa de esos intereses, y me invitó a asistir a un seminario semanal sobre el trabajo que él impartía en la École Pratique de Hautes Études; y yo iba cada vez que podía. Un día me invitó a pronunciar el discours de la sesión de clausura. No podía negarme; hubiera sido muy vergonzoso. Pero aceptar tenía sus dificultades. No era tanto la preparación de la conferencia, sino el pronunciarla. Mucha gente habla un idioma extranjero con el acento de su lengua nativa. Los norteamericanos hablan inglés "con sus labios", como Jean Seberg en A bout de souffle. Pero aunque nací en Nueva York, mi idioma materno era el yiddish, y no hablé inglés hasta que fui a la escuela a los seis años. Mi francés tenía una "r" pesada y gutural, que hacía que la gente me preguntara a veces si mi padre había sido un taxista ruso en París. Sin embargo, mis amigos me aseguraron que me daría a entender, pues el tema, aunque quizá no la jerga, era del conocimiento de los miembros.
     Mi tema era Le capitalisme du proletariat: Une théorie du syndicalisme américaine. Había escrito el texto en inglés, lo había traducido con ayuda de Henri Mendras y lo había ensayado ante Paul Lemerle; me lo aprendí casi todo de memoria para no tener que leer, pues eso sería impropio ante un público francés. Aun así, el público, de más de veinte personas, fue intimidatorio. Estaban Jean-Daniel Reynaud, especialista en la materia, que luego sustituyó a Friedmann en el Conservatoire des Arts et Métiers; Alain Touraine, que había terminado un libro sobre la industria automovilística de Renault, una de sus theses, y amigos como Dampierre (que vino especialmente para esta ocasión), Crozier, Mendras, Edgar Morin y Roland Barthes. Yo conocía a Morin y admiraba realmente su auto-critique, uno de los mejores libros sobre las atracciones y desilusiones de los ideales comunistas. Pero, ¿Barthes? Era crítico literario. Resultó que Friedmann fue su protector y les consiguió puestos en el CRNS, por lo cual ellos acudían fielmente a su seminario.
     Di el discours y traté de modular mi acento ruso. Y el público golpeó las mesas aprobatoriamente cuando terminé. Pero luego Friedmann dijo: ¿contestarías preguntas? Aunque estaba tenso y agotado, no pude más que aceptar. Entonces ocurrió algo curioso. Respondí algunas preguntas directamente en francés; para otras, tuve que hacer una pausa y decir, disculpándome, que tendría que responder eso en inglés. No entendí por qué. Cuando más tarde salimos a tomar una copa, le pedí a Eric que me explicara. "Ah, la diferencia es sencilla —dijo—. Cuando un extranjero hacía la pregunta, respondías en francés; cuando un francés hacía la pregunta, respondías en inglés". La estructura de una pregunta enmarca la estructura de una respuesta.
     Durante mi periodo en el Congreso, me pasé casi un mes viajando por Asia, con todo y una semana en Tokio, donde junto con Herbert Passin organicé una conferencia de alrededor de treinta economistas de doce países diferentes, sobre modelos de crecimiento económico. Esta fue la primera conferencia que desafió al modelo soviético, que había resultado tan atractivo para países en desarrollo. La presidió W. Arthur Lewis, el economista negro que luego ganó un Premio Nobel, y que resultó ser el presidente más dotado que he visto nunca para asegurar que la discusión se llevara con claridad. También estaban Peter Bauer, de la LSE, un conservador escéptico de la planeación; Saburo Okita, que fue uno de los arquitectos de la política industrial de Japón; Asoka Mehta, el líder socialista indio, y Tun Thin de Birmania. (Tun Thin se había ganado el premio Wells en Harvard y se había convertido en el asesor económico de U Nu, el primer ministro. Cuando se le preguntó sobre un negocio de cemento con China, aconsejó que no se aceptara, pero U Nu invalidó su consejo, pues su astrólogo le había dicho que los signos eran favorables. Tun Thin abandonó Birmania para irse al FMI).
     Y yo pasé un mes en St. Antony's College en Oxford, donde con David Footman, historiador que había escrito sobre populismo ruso, y el anarquista Nestor Makhno, organicé un seminario acerca de la posible liberalización del régimen; esto fue después de la "conferencia secreta" de Krushev y de la expulsión del "grupo antipartidista" (Molotov, Malenkov y Kaganovich) del Comité Central. Faute de mieux, escribí el texto de base, "Ten Theories in Search of Reality", toda una proeza pues no era especialista en Rusia, y ahí expuse los esquemas diversos propuestos por especialistas rusos. Había alrededor de treinta personas, incluyendo a Raymond Aron, Isaiah Berlin, Merle Fainsod, Bertram D. Wolfe, G.H. Seton-Watson y Max Hayward, quien escribió un texto brillante: "Potentialities for Freedom: The Restlessness of the Writers". En él señalaba la determinación que teníamos algunos de nosotros de llegar hasta los intelectuales soviéticos y minimizar la dureza del lenguaje de la Guerra Fría.
     Pero dos acontecimientos sobresalen durante esa época de mi época: uno, el octubre polaco; otro, el noviembre húngaro. En octubre, los "comunistas nacionales", al mando de Gomulka, habían expulsado a la jefatura exiliada impuesta por Moscú y, sobre todo, a la tan odiada policía secreta. Buscamos establecer contacto con los intelectuales polacos. Le propuse a la Fundación Ford que creáramos un Comité de Escritores y Editores para enviar revistas y libros a Polonia. A través de Clemens Heller, que tenía una red de contactos en todas partes, conocí a Alexander Gieztor, historiador del Medioevo y rector de la Universidad de Varsovia, y le dije que podía mandarnos una lista de libros y publicaciones académicas que quisieran él y sus colegas, y que nosotros trataríamos de proporcionárselos. Establecimos dicho comité, administrado por Kot, y siguió operando, mucho después de la desaparición del Congreso, como la "Entraide".
     Hungría fue el acontecimiento electrizante. Como en 1848, fue la revolución de los intelectuales, conducida por Tibor Dery y Julius Hay y el círculo Petofi. El primer ministro, Tibor Nagy, un comunista, había repudiado el comunismo. Incluso George Lukacs se había unido tímidamente al llamado, pero previsiblemente pronto se echó para atrás. Fue la revolución que todos habíamos deseado y a la que nos hubiéramos unido de haber estado ahí. Hannah Arendt, en la reimpresión de Orígenes del totalitarismo, añadió un capítulo sobre los Consejos de Trabajadores Húngaros, que habían surgido espontáneamente, y escribió que era "difícil reconciliar esos acontecimientos con la hipótesis de la última sección" de su libro de que no había esperanza posible bajo el totalitarismo. "La revolución húngara," dijo, "me había dado una lección".
     Las actividades del Congreso fueron múltiples, con docenas de reuniones en todo el mundo. Bill Deakin, el director de St. Antony's, y Max Hayward, armados con pasaportes británicos, fueron a Budapest para ayudar a sacar a muchos escritores. Melvin Lasky y François Bondy fueron a Viena para hacerse de más información. Me di cuenta de que los servicios cablegráficos, con espacio limitado, cubrirían sobre todo los acontecimientos políticos pero descuidarían las noticias sobre intelectuales, que eran las que más nos interesaban. Por consiguiente, organicé un servicio de noticias, de textos, boletines y artículos, muchos de los cuales escribí febrilmente con el material de Viena, y los enviamos por telex o correo aéreo a más de cien publicaciones culturales alrededor del mundo.
     Temeroso de las consecuencias, Andropov, el embajador ruso, señaló con desesperación la necesidad de usar tanques para suprimir la rebelión, y Krushev aceptó. Quince mil húngaros fueron asesinados, cinco mil arrestados sin juicio. Imre Nagy fue ejecutado. El Congreso ayudó a reconstituir la Asociación de Escritores Húngaros y su revista Idrolami Ujsag en Londres, y les pagó estipendios a alrededor de noventa intelectuales húngaros hasta que pudieran restablecerse. En 1968, en la época de la controversia acerca de los fondos de la CIA, Tamaz Aczel, ganador del premio Stalin, y luego líder de la revuelta, escribió: "Quizá ha llegado el momento de aclarar las cosas […] el Congreso para la Liberación Cultural desempeñó una función humana y moral importante […] con respecto a un gran número de intelectuales húngaros […] durante los primeros años aterradores e inolvidables de su exilio".
     Mi año en París, cada día y cada noche colmados hasta sus 25 horas, se desborda en mi vida y no puede caber en unas cuantas páginas. Hay una canción judía sentimental que dice: "Qué días aquellos, mi amigo, creímos que nunca terminarían…" Pero sí terminaron.
     Regresé a casa con la determinación de abandonar Fortune y retomar mi vida académica y los libros que quería escribir. Y lo he hecho. Pasé un año en la Guerra Fría y no me arrepiento. Pienso en el comentario de Irving Howe cuando regresé: Si tuviera que escoger entre Washington o Moscú, escogería Nueva York. Amigos como Manes Sperber nunca tuvieron ese lujo. Yo me pronuncié. Y tengo mis souvenirs. – — Traducción de Tedi López Mills

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Daniel Bell (Nueva York, 1919 - Cambridge, Massachusetts, 2011) era sociólogo. Entre sus libros destacan 'El advenimiento de la sociedad post-industrial' o 'Las contradicciones culturales del capitalismo'.


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