EFE

Pedro Sánchez no es culpable

Tras los malos resultados del PSOE en País Vasco y Galicia, el secretario general de los socialistas parece más muerto que nunca.
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Tiene mérito lo de Pedro Sánchez. Aquella noche del 20 de diciembre, en Ferraz, parecía un cadáver. Y no es que hoy luzca lozano, al contrario, pero hay que admitir que ha sabido hurtarle a la guadaña de la política casi un año más de vida. Será en vano, es cierto, casi una obsesión masoquista por prolongar la propia agonía, pero pudo haberle salido bien.

No hace tanto de aquello. El PSOE había firmado un acuerdo de gobierno con Ciudadanos. Entonces Sánchez pudo haber sido presidente, aun habiendo obtenido el peor resultado electoral de la historia de su partido, y jubilar, de paso, a Rajoy. Estuvo en la mano de Pablo Iglesias, que prefirió, sin embargo, desoír a Íñigo Errejón y llenarse de balón en unas segundas elecciones.

Hoy, tras los malos resultados del PSOE en las elecciones vascas y gallegas, Sánchez parece más muerto que nunca y la tensión entre los socialistas da idea de cuán fracturada se encuentra la socialdemocracia. Por un lado, las baronías territoriales han pasado de la guerra fría a una carrera armamentística que va camino de desembocar en la destrucción mutua asegurada. Una facción del socialismo, con Susana Díaz a la cabeza, está pidiendo la dimisión de Sánchez. Por otro lado, los leales al líder tratan de convencernos de que el resto de los partidos debería hacer presidente a un candidato que cuenta con 85 escaños escasos y que ni siquiera tiene el respaldo de sus compañeros.

Mientras tanto, la izquierda continúa instalada en la retórica excluyente del “cordón sanitario”, que pretende negar al PP como opción legítima de gobierno, por más que la cuenta de papeletas de Rajoy no haya hecho sino crecer en el último año. Es una inclinación difícil de corregir, porque, aunque es dañina para el sistema, parece firmemente arraigada entre los electores de izquierda, dificultando la capacidad del candidato socialista, al que tampoco adornan grandes dotes de liderazgo, para contravenirla.

La tendencia de las últimas citas electorales ha venido a confirmar lo que algunos señalamos hace algún tiempo: que la llamada crisis del bipartidismo no era sino la crisis de uno de sus dos partidos, el PSOE. El PP sigue siendo una maquinaria formidable de ganar elecciones. Es cierto que no está exento de amenazas: en los últimos años ha perdido millones de votantes y algún día tendrá que afrontar una renovación que le permita frenar el progresivo envejecimiento de su electorado. Sin embargo, la derecha española es robusta y resiliente, cuenta con varios candidatos viables para tomar el relevo de Mariano Rajoy, y ha sabido rentabilizar la balcanización de la izquierda.

La fragmentación del espacio que tradicionalmente ha ocupado la socialdemocracia no es un fenómeno exclusivo de España. Se trata de una deriva que lleva años observándose en Europa. Hace unos días cayó en mis manos un artículo académico de la LSE cuya tesis era que la política es demasiado compleja para ser entendida en términos de izquierda y derecha. Para demostrarlo aportaba un gráfico en el que se dibujaba la posición de los votantes de los partidos de Reino Unido con respecto a dos dimensiones: una cultural y otra económica. Lo más llamativo en él, no obstante, era comprobar hasta qué punto las posturas del electorado laborista se superponían con las de liberaldemócratas y verdes, e incluso eran coincidentes con las del UKIP en el aspecto económico. Mientras tanto, el nicho de votantes conservadores aparecía nítido y bien delimitado, y apenas coincidía en un breve espacio con el de los Libdems.

El problema del PSOE es el mismo que el de la mayoría de las formaciones de centro-izquierda en Europa: la dificultad para competir en un entorno crecientemente complejo, fracturado y competitivo, agravado, además, por las particularidades de nuestro país. En España, la crisis económica fue especialmente virulenta porque, combinada con el estallido de la burbuja inmobiliaria y añadida a los problemas estructurales de la economía, se comportó como una bomba sucia que dañó seriamente a los socialistas. Sus efectos electorales, además, corren el riesgo de volverse crónicos, pues la recesión actuó como catalizador de clivajes generacionales y territoriales que han hecho emerger los ejes nuevo-viejo y centro-periferia, dividiendo, sobre todo, el espacio de la izquierda.

Los problemas que atraviesa el PSOE, por tanto, no son culpa de Pedro Sánchez. Sin embargo, como líder del partido él es el responsable último de los resultados obtenidos por su formación y de las decisiones que toma su ejecutiva. La tragedia del socialismo es que, a diferencia de lo que sucede en el PP, en sus filas no se vislumbra ningún candidato capaz de remontar la situación que atraviesa el partido. Pero ni el electorado del PSOE ni los españoles premiarán a los socialistas si su líder resuelve llevar al país a unas terceras elecciones, mucho menos si lo hace por tratar de salvar un pellejo que el pasado 20 de diciembre ya aparecía exangüe. Pedro Sánchez es responsable, pero no es culpable. Esperemos no tener que decir, dentro de unas semanas, que el candidato del PSOE es culpable e irresponsable. 

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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