Marx, revolucionario

Marx quiso ser Hegel y Ricardo a la vez, pero realmente fue un revolucionario: no solo quiso interpretar el mundo sino cambiarlo.
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Marx, que este mes de mayo habría cumplido 200 años y que protagoniza el número de abril de Letras Libres, quiso ser Hegel y Ricardo a un tiempo. Pero no fue un filósofo al uso y tampoco un economista al uso. Ni siquiera fue ambas cosas a la vez. Porque Marx fue un revolucionario. Lo que lo diferenció de cualquier otro pensador fue su voluntad de trascender la interpretación del mundo por medio de la acción.

Siguiendo a Hegel, cuyo pensamiento consideraba la culminación de la filosofía, creía que la historia avanzaba por medio de la superación de contradicciones, bajo una fórmula de tesis, antítesis y síntesis. Para Marx, estas contradicciones tienen que ver con las relaciones de producción de cada momento histórico, esto es, con las relaciones entre el amo y el esclavo en el régimen de esclavitud; las relaciones entre el señor y el siervo durante la servidumbre; y, finalmente, entre el capitalista y el asalariado en el trabajo asalariado.

Es cierto para Marx que el capitalismo representa unas relaciones de producción superiores a las de los regímenes anteriores, alcanzadas gracias a la acción de una burguesía que, en un determinado momento, actuó como una fuerza progresista contra las relaciones de producción antiguas que obstaculizaban el desarrollo de las fuerzas productivas. Sin embargo, también el capitalismo perpetúa una contradicción entre capitalistas y trabajadores, una que, además, tenderá a crecer hasta que la nueva clase progresista capaz de propiciar un cambio, el proletariado, protagonice la revolución que traiga el socialismo.

Marx teorizó sobre el fin del capitalismo, que marcaría el final de la prehistoria. Su obra, a un tiempo accesible y oscura, reveladora y ambigua, ha sido para millones de personas una doctrina de vida y una esperanza. Ninguna figura entregada a la escritura ha tenido un impacto comparable en nuestra historia contemporánea. Pero lo cierto es que sus tesis están, todavía hoy, por confirmar.

Para que la teoría se confirme deben cumplirse las dos condiciones que constituyen su formulación. Por un lado, el capitalismo debe evolucionar como Marx predijo, esto es, como un sistema económico que conduce necesariamente a una contradicción insalvable entre las fuerzas de producción y las relaciones de producción. Por el otro, el proletariado ha de tomar conciencia de su situación y actuar para revertirla. Se trata, pues, de una dialéctica histórica por la que el capitalismo empuja al proletariado a la acción y el proletariado, por su parte, actúa como se espera de él desde una óptica racional.

Si el capitalismo no conduce a la polarización y la pauperización esperadas, el proletariado puede aún actuar como se espera que lo haga o aguardar una coyuntura económica más propicia para la revolución. Es aquí donde se establece la brecha entre socialdemócratas y bolcheviques, que dominarán la Segunda y la Tercera Internacional respectivamente.

¿Se cumplieron los vaticinios económicos de Marx? A la luz del aumento del nivel de vida, de los avances en la salud y del progreso material que han experimentado los trabajadores en los últimos dos siglos, parece difícil de justificar. No obstante, es innegable que se ha producido un aumento de las desigualdades dentro de las sociedades capitalistas. Y puede decirse que se han cumplido los pronósticos de Marx relativos al desarrollo tecnológico: la aplicación de nueva maquinaria amenaza con destruir un gran número de empleos, incrementando así lo que el alemán llamó “ejército industrial de reserva”, compuesto por una población remanente o sobrante de trabajadores.

De hecho, estos retos están en el origen de propuestas políticas actuales como los complementos salariales o la renta básica. Además, en los últimos años, al tiempo que veíamos crecer grandes emporios económicos globales que soslayan con gran facilidad los sistemas impositivos de los viejos estados-nación, hemos contemplado la emergencia de una clase de trabajadores precarios al calor de la economía digital y colaborativa.

¿Nos acerca esta polarización a la revolución socialista ambicionada por Marx? Tampoco parece probable, y vale la pena volver a los debates mantenidos por tres notables marxistas para entenderlo. Karl Kautsky, Eduard Bernstein y Lenin ya anticiparon la posibilidad de que las circunstancias económicas no fueran propicias a la revolución. Kautsky teorizó que, aunque en el presente no se dieran las condiciones para ella, la revolución era necesaria en un sentido determinista. Como su advenimiento solo dependía de la historia, la misión del partido obrero, mientras tanto, habría de ser la de impulsar reformas que mejoraran incrementalmente la vida de los trabajadores.

Bernstein compartía el ánimo reformista de Kautsky, pero no su confianza en el devenir revolucionario de la historia. Al contrario, pensaba que elegir la vía reformista anulaba las posibilidades de un episodio revolucionario, y que era deseable que así fuera: en último término, esa acción reformista alcanzaría las dimensiones de una verdadera revolución. Esa es una opinión que acabará calando en el ánimo de los partidos socialdemócratas en Europa. En España, Alfonso Guerra lo expresaría así hace unos años: “Con el tiempo me di cuenta de que lo verdaderamente revolucionario es el reformismo”.

Lenin, por su parte, era muy consciente del poder seductor del reformismo. Lo explicó muy bien Raymond Aron: “El proletariado no sueña con una revolución desquiciante; lo que quiere es mejorar su suerte hic et nunc”. Por esta razón, Lenin aseguraba que el partido de la clase obrera debía predominar sobre la clase misma para guiar una revolución de otro modo incierta. Esta interpretación condujo a la celebración de la Tercera Internacional, donde el bolchevismo romperá con la socialdemocracia y sentará las bases del “despotismo oriental”, por decirlo con Karl Wittfogel, que caracterizará la URSS de Stalin.

¿Cómo encaja la vía soviética con la teoría marxista? Para Marx, la revolución necesita que las fuerzas de producción se hayan desarrollado plenamente bajo el régimen capitalista. En este sentido, Rusia era un candidato improbable para albergarla: la industrialización era muy débil allí a comienzos del siglo XX y la clase obrera exigua. El país estaba compuesto en su mayor parte por campesinos, a los que Marx no considera una auténtica clase social por no compartir un proyecto, tanto menos en un país vastísimo y de población dispersa. Del mismo modo, Marx piensa que no se pueden alcanzar “relaciones de producción nuevas y superiores antes de que las condiciones de existencia de las mismas hayan sido incubadas en el seno de la propia antigua sociedad”. Esta es la razón por la que pensaba que “la humanidad siempre se plantea solo tareas que puede resolver”.

Desde el punto de vista de la teoría marxiana de las clases, era difícil pensar que Rusia pudiera resolver la tarea revolucionaria. Por otro lado, Marx no piensa que el esquema de clases sea universal, y señala que el “modo de producción asiático” es una excepción al modelo capitalista. Si en el capitalismo la clase dominante extrae recursos del proletariado, en el modo de producción asiático se produce la explotación de la sociedad entera por el Estado. El riesgo que entraña la socialización de los medios de producción, pues, es que no conduzca a la utopía socialista, sino a la instauración del modo de producción asiático.

Esto es lo que sucedió en la Rusia soviética y es tal vez algo que Marx había temido. Por eso insistió tanto en que el objetivo último de la revolución debía ser la supresión del Estado, adoptando la tesis saintsimoniana de que “en el régimen del futuro, el gobierno de las personas dará paso a la administración de las cosas”. Una aspiración que entronca casi con el anarcocapitalismo libertario y que evoca algunos de los dilemas actuales sobre tecnocracia y participación.

La destrucción del Estado es necesaria para poner fin a las alienaciones, cuya raíz Marx sitúa en la alienación del trabajo. Marx habla de las especialización del trabajo y de cómo la industria aboca a los obreros a realizar de forma mecánica una tarea de por vida, sin posibilidad de decidir su destino y sin opción de apropiarse de su trabajo. La revolución socialista, nos anuncia, pondrá fin a esa alienación para permitir una formación politécnica que ha quedado para siempre simplificada en la célebre cita de Marx: bajo el socialismo, el hombre podrá ser “cazador por la mañana, pescador a mediodía y agricultor por la tarde”.

Paradójicamente, el devenir del capitalismo ha dado lugar al crecimiento de unas clases medias que han visto aumentar notablemente su capacidad de decisión sobre aspectos de formación y orientación profesional. El capitalismo también ha dejado atrás el mundo industrial y agrario para el que fue formulada la teoría marxiana, y el desarrollo tecnológico, con su promesa robótica, no solo ha desatado las alarmas sobre el potencial aumento del ejército industrial de reserva, también ha permitido elucubrar hipótesis sobre la abolición del trabajo y su alienación.

Así, irónicamente, la evolución del capitalismo podría acercarnos a la utopía socialista de Marx, no por contradicción, sino por convergencia. No obstante, es previsible que el desarrollo técnico siga siendo origen de desigualdades crecientes que podrán explicarse en base a la propiedad de la tecnología, razón por la que ya se han inaugurado debates en torno a la pregunta de si deberían pagar impuestos los robots.

Marx no pudo conocer la evolución económica del capitalismo y tampoco la plasmación política que sus herederos intelectuales acometieron. Es imposible aventurar qué pensaría hoy, pero a buen seguro se sentiría ajeno a las ideas que ha enarbolado buena parte del marxismo autoproclamado en los siglos XX y XXI, bien por su manifestación despótica, bien por su estetización y conformismo teóricos.

Cabe preguntarse qué clase social señalaría hoy Marx como motor para un cambio en las relaciones de producción. Con una clase obrera industrial en retirada y una progresiva fragmentación de los colectivos de trabajadores, a los que la especialización ha hecho cada vez más heterogéneos, quizá quepa buscar la naturaleza de la movilización social en un elemento de identificación distinto del desempeño profesional. El pegamento nacionalista predomina hoy sobre las causas materiales en el Occidente posmoderno, la revolución ya no vive más que en un cierto estilo discursivo y en una estética, y los perdedores del sistema, trabajadores precarios, temporales y parados, en su mayoría jóvenes, como los obreros de ayer, no quieren una revolución desquiciante: solo sueñan con mejorar su suerte aquí y ahora.

La posmodernidad ha dejado atrás el materialismo marxista, pero no su dialéctica hegeliana. En la estrategia del populismo emergente resuenan, desprovistas de conciencia obrera, las palabras de Marx: “Para que una clase represente a toda la sociedad, se requiere, en cambio, que todos los vicios de esa sociedad estén concentrados en otra clase”.

Muchos de los postulados de Marx han sido desmentidos por la historia, pero otros continúan teniendo validez. Cuando se cumplen doscientos años de su nacimiento, y lejos ya de la caída del Muro de Berlín, tal vez sea el momento de poder valorar su pensamiento y su obra con la serenidad y el desapasionamiento para los que tantos marxistas y antimarxistas (vienen a ser lo mismo: los segundos suelen ser antiguos marxistas arrepentidos que tratan de expiar sus pecados de juventud) se han revelado incapaces. Ninguna filia, ninguna fobia debería impedirnos juzgar al alemán como un genio.

Una vez le preguntaron a Marx: “¿Cuál es el defecto que más detesta?”, a lo cual respondió: “El servilismo”. En efecto, Marx pensaba que los hombres son, por naturaleza, prácticamente iguales, pero que hay relaciones sociales que se imponen a los individuos y que determinan sus condiciones de vida. Es, como dijo Aron, una idea humanista y republicana que sigue siendo válida, y que también es compatible con el hecho de que Marx fuera, en lo personal, un hombre insoportable y mezquino. Sirva como epitafio del barbudo de Tréveris esta otra apreciación de Aron, que sin haber sido marxista (o precisamente por ello) fue, quizá, el intelectual que más respeto mostró por su obra y su figura: “Vivió para sus ideas, vivió para la revolución, con una indiferencia total hacia el confort de la existencia y el éxito práctico”.

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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