La realidad construida: relativismo político y genealogía moral

El líder de Podemos, Pablo Iglesias, vive de forma muy intensa un rencor que utiliza como combustible político.
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Estos días circula por Internet un video en el que aparece Pablo Iglesias presentando un libro. En él, el líder de Podemos habla abiertamente del “rencor como combustible político”, y nos presenta su caso: hijo de una abogada y un inspector de trabajo al que criaron dos obreras, su abuela y su tía abuela, hijas, a su vez, de “un paleto de Soria” que vino a buscar una vida mejor a Madrid. Él lo resumirá así: “Mi abuela servía a señoritos y hoy su nieto está en el parlamento cagándose en sus muertos”. Los de los señoritos, se entiende.

Más allá de la épica que Iglesias le pone, lo que tenemos es a un miembro de la clase política que ha llegado al Congreso de los Diputados después de constituirse como élite universitaria. Sus padres ya cursaron estudios superiores antes que él, en un momento en el que no muchos podían en nuestro país. Su bisabuelo emigró a la ciudad, como tantos de los nuestros, y la historia de su abuela es la de millones de mujeres en la España de posguerra. Pablo Iglesias no proviene de una familia singular y, además, la vida le ha tratado bastante bien.

Sin embargo, el líder de Podemos vive de forma muy intensa un rencor que utiliza como combustible político. Un rencor construido sobre una ficción que lo legitima para aproximar la política como una venganza. No es casualidad que los referentes intelectuales de Podemos provengan de un posestructuralismo que, desde Lacan, Barthes y Derrida, y siguiendo a Saussure, proclama que el lenguaje no guarda relación alguna con la realidad, que todo en él es forma y nada hay de sustancia. Esta concepción del lenguaje abre la puerta a un nuevo universo de posibilidades políticas.  Al liberarse del corsé materialista, el discurso partidista puede superar la dialéctica marxista para construir, por medio de las palabras, su propio mundo, que opera bajo las reglas contenidas en los nuevos significantes.

Puede redefinir las fronteras del obrerismo y de las élites, legitimar a las clases medias para el rencor de los humildes, reescribir la democracia. Puede, en definitiva, construir aquello que percibimos como la realidad. Así pues, las categorías absolutas dejan de ser relevantes: esta es la era de la posverdad. Y el resultado es un relativismo que es definitorio de nuestro tiempo y que no está exento de problemas.

Según Paul Johnson ese momento quedó inaugurado el día que se divulgó la teoría de la relatividad de Einstein. El público lego entendió la relatividad como relativismo y concluyó que, si no había categorías absolutas que aplicaran a la ciencia, tampoco tendría por qué haberlas en ninguna otra parte. El tiempo y el espacio, el bien y el mal, el conocimiento, el valor, serían relativos. Esa interpretación horrorizó a Einstein. Al fin y al cabo, él reconocía a un dios, creía apasionadamente en estándares absolutos sobre lo que era correcto y lo que no, y había consagrado su vida a la búsqueda de certidumbres.

Para Johnson, aquello inauguró el relativismo moral que definiría el periodo que va desde los locos años 20 hasta la década de los 90. Un relativismo moral que encontramos en el auge del comunismo y la construcción de los fascismos, y que alcanzará su cénit en la Segunda Guerra mundial. Después, durante algún tiempo, la caída del muro de Berlín pareció haber remansado las aguas. Unas aguas que han vuelto a agitarse con bravura recientemente, desatadas por la incertidumbre que la globalización, la crisis económica y el cambio tecnológico han propiciado.

La nueva alteración parece haber roto el consenso liberal, cuestionando todas las categorías y valores que dábamos por sentados. Así, hemos visto alzarse a Donald Trump, un candidato caracterizado por sus maneras autoritarias y su desprecio a las instituciones y los procedimientos democráticos. El racismo ha sido legitimado por las élites políticas como combustible electoral también en Reino Unido y en la Europa continental. Despedimos con emoción a un dictador gastado, mientras negamos un último minuto de silencio a una senadora con cuentas pendientes. Puede que Cuba sea una dictadura, ¿pero acaso no lo es también este régimen al que llaman democracia?

Hace unos días, el autor de un libro reciente sobre la figura de Buenaventura Durruti concluía, al ser preguntado sobre la legitimidad moral del anarquista: “Sí, atracar bancos a punta de pistola es un acto violento, pero yo pienso que la violencia tiene muchas formas. También es violencia que un banco desahucie a una familia de su hogar”. El bien y el mal son relativos en un mundo dominado por discursos que no se sienten obligados por una realidad material. Y ese tipo de discursos adquiere dos formas fundamentales: la del populismo y la del nacionalismo.

El primero ha emergido de forma reciente en Occidente, pero el segundo es un viejo conocido. El relativismo moral inherente al lenguaje nacionalista se observa en los partidos vascos que se niegan a condenar el terrorismo de ETA porque “hay muchas formas de violencia”. Y, en Cataluña, los independentistas han roto el consenso liberal que proclamaba el imperio de la ley: ahora es la “voluntad” la que debe imperar sobre el derecho.

Así, el socavamiento de los valores liberales y del principio representativo de la democracia tiene mucho que ver con una nueva genealogía de la moral alumbrada por el retorno del relativismo. Un relativismo que se presenta como contestatario del establishment y de sus verdades. Por supuesto, es conveniente que el sistema esté sujeto a la crítica y sea objeto de reformas. Sin embargo, las opciones alternativas, desde la alt right hasta la izquierda altermundista, no han sido capaces, hasta el momento, de proponer una opción moralmente superior al liberalismo.

Como aquella generación que se presentó en Bandung como alternativa al mundo bipolar de la guerra fría, con una colección de autócratas y líderes estrafalarios, los movimientos antiestablishment actuales parecen también abocados a incurrir en el autoritarismo y la extravagancia política.

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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