La otra constitución

  Desde la Independencia hasta hoy, quienes han llegado al poder en México se han sentido constituyentes: dueños de hacer y de rehacer la Constitución. No la ven hacia arriba, como algo superior a lo que deben someterse, sino hacia abajo.
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Desde la Independencia hasta hoy, quienes han llegado al poder en México se han sentido constituyentes: dueños de hacer y de rehacer la Constitución. No la ven hacia arriba, como algo superior a lo que deben someterse, sino hacia abajo: sometiéndola a cambios interminables desde afuera. Y afuera rigen leyes no escritas que, en la práctica, han pesado más que las otras.

El primer artículo de la constitución no escrita es: "El que puede manda". En su versión más primitiva (la guerra de todos contra todos), no hacen falta otros artículos. Cada capo es dueño de vidas y haciendas, mientras puede. Esta terrible inseguridad afecta incluso a los capos, que, para reducirla, pueden hacer pactos mafiosos: crear una constitución menos primitiva, aunque todavía inestable, porque nada garantiza el cumplimiento.

La primera constitución no escrita estable fue un triunfo del general Porfirio Díaz, que impuso artículos como "Pan o palo" y "Mátalos en caliente". La Constitución de 1857 le concedía esto y aquello, pero no era suficiente para sofocar el aspirantismo. Lentamente (más lentamente de lo que se ha llegado a creer -dice Daniel Cosío Villegas) fue tomando el control del país por la fuerza legítima o ilegítima. Y estaba en la cúspide del control cuando Madero tuvo la mala idea (según Díaz) de aprovechar la paz lograda trabajosamente para agitar a la sociedad con aspiraciones democráticas. El tigre del aspirantismo escapó de la jaula, supuestamente para secundar a Madero, aunque lo devoró.

El reparto geográfico del poder (que fue el punto de partida porfiriano para su constitución no escrita) es llamado cártel en el mundo económico: no competir ruinosamente por el mercado total, sino repartírselo por zonas, dentro de las cuales cada empresa es un monopolio exclusivo. De igual manera, Díaz permitió que los caciques locales hicieran de las suyas en zonas delimitadas, siempre y cuando no se extralimitaran. Fue un cártel organizado desde la presidencia.

La solución fue estable porque su gran constituyente logró imponerse como Supremo Árbitro. A costa de los capos locales, fue centralizando recursos suficientes para sofocar a cualquier ambicioso que se extralimitara. Pero no suficientes para sofocar el desafío de todos juntos. Cuando vio que se extendía la falta de respeto al Supremo Árbitro, prefirió abandonar el país. No creía que los aspirantes fueran capaces de ponerse de acuerdo para construir un nuevo cártel sin Supremo Árbitro, menos aún que aceptaran la Constitución de 1857 como Supremo Árbitro (impersonal). Venustiano Carranza creyó que la solución estaba en una nueva Constitución escrita (la de 1917), pero acabó como Madero.

Muy lentamente, Calles, Cárdenas, Ávila Camacho y Alemán fueron imponiendo una nueva constitución no escrita, más o menos impersonal: el presidente en turno es el Supremo Árbitro. Nadie llega al poder para quedarse. Los aspirantes renuncian a las armas y el asesinato político. Se llega al poder desde abajo, no desde afuera. Todos pueden participar, haciendo cola mansamente y aceptando que subirán hasta donde el Supremo Árbitro lo permita. Al terminar su turno, se retirarán tranquilamente sin crear problemas ni ser perseguidos por lo que se robaron. La impunidad es total frente a la ley escrita, no ante el Supremo Árbitro.

Se creía que este pacto constitucional era de una sabiduría infinita y prevalecería eternamente. Había logrado nuevamente la paz, sustituyendo el cártel en el espacio geopolítico por un sistema de turnos en el tiempo que daba cauce al aspirantismo. El poder temporal creaba un equilibrio dinámico, no estático como el porfiriano. No tenía tapón en la cúspide (don Porfirio, el hombre "necesario"), y eso favorecía la capilaridad política: la oportunidad para todos de subir haciendo méritos (ante el voto de arriba, no el de abajo, ni el de afuera).

Fue un sistema que algunos gobernadores han restaurado en sus dominios, pero no más allá; aunque sueñen en restaurarlo a escala nacional, incongruentemente, porque si volviera la presidencia absoluta, desaparecerían las gubernaturas absolutas. No tiene reparación, porque ni la sociedad civil ni la clase política aceptan ahora una presidencia absoluta, aunque sobran los que se creen capaces de ocupar la vacante. Los capos de los negocios criminales tampoco la aceptan. Por eso, como no se había visto en medio siglo, reapareció el asesinato político desde 1993 (Posadas, Colosio, Ruiz Massieu), y hay una tendencia de regreso a la guerra de todos contra todos.

Es obvio que la situación actual no es la mejor para los capos, y que les convendría pactar una nueva constitución no escrita, para repartirse el mercado. Es obvio que, para lograrlo, no necesitan al Estado. Basta con que se pongan de acuerdo en no enfrentarse entre sí, sino contra el Estado, obligándolo a claudicar. ¿Por qué no lo hacen? Porque las ambiciones son las ambiciones, aunque no sean realistas. Limitarse a una zona es renunciar a todas las demás.

Lentamente, la sociedad civil avanza un poco aquí y otro allá. La lista de pequeños avances va creciendo, aunque parezcan poco. Gracias a lo cual se lograron la autonomía del IFE y las leyes de transparencia. Como parecían inocuas, consiguieron el consenso de todos los partidos que hoy las quieren frenar o desvirtuar. De igual manera, las marchas que exigen seguridad desde 1997 han sido subestimadas, aunque han hecho camino al andar hacia la única solución: un país que no tolera la impunidad.

La tarea histórica hoy es lograr lo que no lograron la Independencia, la Reforma ni la Revolución: el imperio de la ley escrita como Supremo Árbitro impersonal, por encima de todos los poderes legítimos e ilegítimos. Y esto no se puede esperar de los gobernantes, a menos que la sociedad civil los ponga a trabajar. Lo cual requiere que se multipliquen los ciudadanos responsables y exigentes.

Eduardo Gallo, Pedro Tamez Fernández, Isabel Miranda, Nelson Vargas, Alejandro Martí, Marisela Escobedo, Otilio Cantú, Javier Sicilia y muchos otros que han perdido a sus hijos están cambiando este país con acciones ciudadanas que dan una salida cívica a su tragedia. Julián Le Barón, abanderado de la marcha que organizó Sicilia, lo dijo certeramente: No sé qué vaya a cambiar con esta marcha, pero por lo pronto me está cambiando a mí.

Las democracias que funcionan mejor no tienen políticos mejores que los nuestros. Lo que pasa es que allá no los dejan hacer de las suyas.

 

Reforma, 26 de junio 2011.

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(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.


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