Portada de "¿Por qué el capitalismo puede soñar y nosotros no? Breve manual de las ideas de izquierda para pensar el futuro"

La izquierda acelerada

Los partidos progresistas hoy confunden innovación con neoliberalismo, progreso con desigualdad y se encuentran siempre a la defensiva.
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Hasta hace algunos años, la intelectualidad de izquierda parecía estar viva, pero su debate recordaba al mundo de los muertos. Parte de ella lanzaba su consigna: “el momento populista”. Mientras tanto, atacaba a un buen número de intelectuales (igualmente progresistas) por haber sido “colonizados por la subjetividad neoliberal” y haber cedido a la “individualización del pensamiento”. Otra porción de la intelectualidad de izquierda, en cambio, se mostraba cómoda con la realidad: una socialdemocracia de carácter excesivamente liberal pensaba una suerte de “neoliberalismo con justicia”, en pos de un realismo que se imponía a sí misma como límite.

Cuando algunos de esos intelectuales socializaron su pensamiento, los costurones salieron a la luz: en su lucha contra el neoliberalismo o en su justificación, hacían dos movimientos: tiraban al hijo de la desigualdad con la bañera de la innovación, o conservaban la innovación y tiraban parcialmente las banderas de la igualdad. Para algunos (no para todos) el camino no era hacia adelante.

Era, por el contrario, o el puro presente o el sendero restitutivo. Se trataba de desechar el falso capitalismo especulativo para reemplazarlo por el capitalismo real o de justificar el capitalismo real como la única realidad posible. La comodidad del viejo mundo o la falta desafíos del presente. Populistas y socioliberales tenían algo en común: se les escapaba el futuro. A unos por extremadamente nostálgicos, a otros por extremadamente realistas.

Personajes como Gilbert Hottois o Ray Brassier ni siquiera aparecían en los debates de estos intelectuales. Pensadores como Nick Srnicek eran apenas citados como una nota al pie para referirse a la “renta básica”. Teóricas como Mercedes Bunz –la principal analista del llamado “internet de las cosas”– podía ser confundida con la automotriz Mercedes Benz en el caso de ser mencionada en un texto.

Quizás uno de los pocos que gozó de prestigio fue Paul Mason, aunque más por su participación en debates políticos coyunturales que por sus análisis sobre el poscapitalismo. No se trataba de que la izquierda no pudiera (o incluso no pueda hoy) discutir buena parte de las teorías de estos nuevos pensadores. Se trataba de que sentía que no le eran propias. De izquierda, pensaban los clásicos intelectuales, son la distribución, el trabajo, la seguridad social. El capital, la innovación, la tecnología…son parte del neoliberalismo. Curioso: la izquierda quiere distribuir la riqueza, pero se pone límites para pensarla.

Un paneo del pensamiento exótico

El historiador y analista argentino Alejandro Galliano se ha propuesto retomar la senda de ese “nuevo pensamiento” que aglutina a “aceleracionistas” y “transhumanistas” frente a los “decrecionistas” (aunque no se oponga a ellos de modo absoluto e incluso reclame parte de su ideario). Su libro ¿Por qué el capitalismo puede soñar y nosotros no? Breve manual de las ideas de izquierda para pensar el futuropublicado por Siglo XXI Editores y Revista Crisis, presenta un doble objetivo: por un lado, desarrollar un mapeo de las principales tendencias teóricas de ese pensamiento que, todavía, es percibido como lateral y, por otro, abordar un paradigma de salida a la crisis presente.

El mapa de la realidad que presenta el libro de Galliano tiene, por las características propias de su análisis, diferencias con otros mapeos de la actualidad. Si bien coincide en su análisis sobre la crisis de la década de 1970 y los comienzos del thatcherismo en la década de 1980 –y también, aunque parcialmente en la ampliación de jugadores en el capitalismo de la década de 1990–, se distingue por presentar una realidad diferente desde los últimos 90 y los 2000.

Analiza la creación de las nuevas burbujas (los fondos de riesgo, las puntocom, las contemporáneas startups) combinadas con el llamado capitalismo 4.0 (al que considera una extensión del 3.0, nacido a fines de la década de 1960). Muestra un mundo que, a medida que avanza en la coexistencia entre plataformas (Facebook, Google, Spotify, Uber, Rappi, Airbnb), algoritmos, digitalización y pobreza, pierde a la izquierda utópica. Es la izquierda que describía la múltiplemente atribuida frase de Fredric Jameson: “Hoy es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”.

Ante un mundo más complejo que aquel que la izquierda había conocido y contribuido a formar, todo parece perplejidad. Lejos del Estado de bienestar, de la Guerra Fría, de los servicios sociales garantizados, de la fábrica y la familia, la izquierda encuentra un mundo que reúne Uber y trabajadores precarizados, coworking y naturaleza destruida, freelancers y trabajadores asiáticos a jornada completa (de bastante más de ocho horas).

Nace, entonces, el defensismo. Tal como plantea en su libro, “el realismo político y la necesidad de resistir fueron arrinconando a la izquierda y los movimientos populares en formas de movilización y organización esencialmente defensivas, locales e incapaces de ir más lejos que la mera reproducción de las condiciones de vida ya precarias de los grupos en lucha. Granjas cooperativas, fábricas recuperadas, comedores comunitarios, centros de estudiantes y otras formas emergentes demostraron creatividad y eficacia para detener o moderar el impacto de políticas impopulares, pero pocas veces estas estrategias lograron avanzar más allá de los grupos directamente involucrados y proyectar un futuro alternativo para el conjunto de la sociedad.”

El problema de la izquierda no es solo de proyección, sino de proyecto. Una actitud defensiva se plantea, sobre todo, como respuesta a la ofensiva de su contracara. Se intentan salvaguardar “derechos adquiridos”. Pero, entre atónita y perpleja, parece incapaz de modelar un nuevo contrato. En buena medida, desprecia la innovación, aun cuando haga usufructo de lo mejor de ella. Neoludditas de redes sociales, ultranostálgicos del Estado de bienestar (que ansían más el viejo Estado que el viejo y buen bienestar) y decrecionistas que pretenden distribuir riqueza: un mundo de paradojas en los que el defensismo se combina con la escasez de utopías y con el llanto por la pérdida de ellas. Según Galliano, ahí reside justamente el problema. “El error de llorar el fin de las utopías consiste en seguir buscándolas en la política, cuando ahora nacen en el mercado”, asegura.

¿Neoliberalismo comunista?

Lejos de una perspectiva demonizada del mercado (quizás un aspecto en el que se distancia de una parte de la tradición marxista que se posiciona moralmente sobre él), la interpretación de ¿Por qué el capitalismo puede soñar y nosotros no? es que hay que ir exactamente ahí a buscar la utopía. Mientras el mundo político cabalga de distopía en distopía –algo que confirma el ascenso de los Bolsonaro, los Orbán, los Trump– la izquierda puede hacer suyo el sueño distributivo de algo que el mercado innovador produce. Una izquierda que se anime, según el autor, a acelerar estas transformaciones tecnológicas y la automatización.

El sendero por el que camina, sin embargo, es resbaloso. ¿Cómo podemos estar seguros de que esa aceleración producirá un modelo de sociedad de distribución del trabajo, ampliación de la riqueza que permitirá establecer salarios sociales o rentas básicas y no un capitalismo de hipervigilancia como el que manejan diversos países de Asia, incluyendo a la China de Xi Jinping? Torcer la “aceleración” hacia la izquierda debería ser, en todo caso, un desafío político.

El “aceleracionismo de izquierdas”, la “utopía realista”, a la que apunta el libro de Galliano, parte de un profundo escepticismo respecto de lo humano: somos imperfectos, pero merecemos algo (más) perfecto. Ya no se trata, como en la vieja utopía marxista de matriz leninista, de un conflicto de clases último que derivará necesariamente –aunque empujado por el deseo y la voluntad– en la resolución de los principales conflictos humanos.

Se trata, por el contrario, de la combinación de la innovación utópica (y a la vez realista) del capitalismo, de la racionalidad del límite y de la apuesta por la socialización. El rumor de olas que se escucha atrás del mar bibliográfico y analítico de ¿Por qué el capitalismo puede soñar y nosotros no? es este: “nuestra capacidad es la de producir los medios que generen un horizonte de liberación, pero no de generarlo nosotros mismos”.

Somos víctimas y victimarios de nuestra propia imperfección. “Realismo”, en este ensayo, no significa solo, como en las diversas tradiciones economicistas, el reconocimiento de los límites materiales, sino la asunción de los límites mentales de nuestras aspiraciones. El reconocimiento de la materialidad es indispensable: pero la utopía puede promover otra materialidad posible.

Zona peligrosa

El ensayo de Galliano trabaja desde una zona de peligro para las izquierdas: intenta responder a un problema de carácter ético y político (el de la distribución y hasta el de la “plenitud”) a través de una mirada escéptica respecto del ser humano y ligeramente benigna respecto de sus productos tecnológicos. El ser humano ya no se salva a sí mismo gracias a él, sino a pesar de él. Solo si es capaz de llevar la automatización hasta el límite, podría conseguir un futuro.

En el fondo, hay una voluntad leninista sin hombre nuevo. Un “¿Qué hacer?” pero con lo hecho. No se trata tanto de torcer la realidad y darla vuelta, sino de “usarla a nuestro favor”. Es la muerte del Marx “humanista” de los Manuscritos y la vida del Marx de la innovación despiadada. Un comunismo que se produce gracias al producto del hombre, pero contra él. Un “humanismo” producido por los objetos del hombre, pero contra lo actualmente humano.

Aunque discutible desde perspectivas liberales y progresistas clásicas, ese es un punto fuerte del ensayo. Porque se lanza, en realidad, contra aquellos intelectuales que confundieron cualquier innovación con “neoliberalismo”, acaso sin pensar que de lo que se trataba era –planteado esto incluso en términos marxistas clásicos– de socializar los beneficios de una innovación que, en el presente, produce desigualdades concretas, medibles e inmediatas.

El viejo fundamento del socialismo consistía, como lo expresa hoy Branko Milanovic, en “salvar al capitalismo de sí mismo”. En definitiva, en ser capaces de aprovechar las innovaciones, morigerando –y si es posible desterrando– sus desigualdades. Un pensamiento de este tipo no se lleva bien con el llamado “solucionismo tecnológico” –una confianza absoluta en la técnica como motor de respuesta a la conflictividad social– pero tampoco con la confusión propia de quienes consideran que resulta imposible escindir la esfera de la innovación con la de la igualdad.

Sin embargo, el enemigo de Galliano es fundamentalmente otro: una visión que considera lejana no solo a los deseos, sino también a las posibilidades reales de un proyecto futuro: una idea de comunidad de pobres pero iguales, un proyecto de retorno a la naturaleza, una utopía más bien distópica de una “economía social” sin riqueza. Su reclamo es, justamente, el contrario: ampliar la riqueza para combinar lo mejor de la innovación con lo mejor de la resistencia a ella. Una economía social para el hedonismo y la creatividad. Si de algo sirve la proyección de la resistente “economía popular” no es, justamente, para la resistencia, sino más bien para la oferta de otra realidad posible. Pero es necesario crear riqueza.

Frente a un capitalismo especulativo que parte de la izquierda sigue denunciando como “irreal”, Galliano pretende demostrar que esa especulación es, como experiencia, una realidad. Las plataformas digitales son reales. Uber es real. Softbank es real. Mercadolibre es real. La burbuja financiera es tan real como el Covid-19.

¿Por qué no es real un proyecto de izquierda para distribuir el trabajo, mientras se hacen cada vez más reales los procesos de automatización? ¿Por qué no es real un sindicalismo más atravesado por las plataformas que por los empleos manuales en declive? Aceptar la realidad despreciada como requisito para hacer la utopía de una izquierda “hacia adelante”. La polémica está servida.

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Mariano Schuster es periodista. Es editor en la revista Nueva Sociedad (Fundación Friedrich Ebert), en el periódico argentino La Vanguardia y en Panamá Revista. Ha colaborado en Le Monde Diplomatique, Open Democracy e International Politics and Society, entre otras publicaciones.


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