Aurora Nacarino-Brabo

Irse al pueblo

Una política contra la despoblación que quiera ser realista y exitosa dejará de contemplar la demografía como un juego de suma cero donde las poblaciones son estáticas y estancas.
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La nieve caía con apremio sobre el desfiladero del río Mataviejas, que, pese a su afrentoso nombre, discurre hermosamente por un cañón angosto y claro, animoso en invierno, casi un regato en verano, desde un alto de la peña de Carazo hasta verterse en el Arlanza llegando a Puentedura. Sobre los calizos riscos que encajonan el caudal se atisbaban, blancos, los tejados de Ura, apenas un puñado, que me apresuré a capturar en fotografías. Los cortados tienden allí a formar covachas, cuya entrada fortifican estos días carámbanos como espadas plateadas.

Papá y yo habíamos caminado desde Retuerta, con las perras y alguna compañía más, azarosa. Volaban bajo la nevada dos decenas de buitres leonados y otros, apostados en las peñas, almacenaban nieve en la cabeza. Nuestra presencia puso en fuga a un jabalí solitario, que hozaba el manto helado a la busca de bellotas y raíces tiernas: animal tímido y timorato, no hubo manera de retratarlo.

Emprendíamos ya nuestro regreso cuando aparecieron en la estrecha vereda que culebrea entre las sabinas, entre las encimas, dos personas, un adulto y un adolescente, que nos saludaron como deben de saludar los náufragos a otros náufragos encontrados en un atolón remoto e improbable:

– ¿De dónde venís? -quiso saber el padre, que sonreía bajo el nevado atuendo con cierta emoción e indisimulable sorpresa.

– De Retuerta -le respondí con otra sonrisa de vuelta.

– Claro, de Retuerta. Nosotros somos de Ura -aclaró, y el anorak se le infló a la altura del pecho, delatando una punzada de orgullo local.

Enseguida nos despedimos. La nieve continuaba cayendo y Lía, perra de patas cortas, ya lucía candelizos prendidos en la barriga y en los desplomados belfos. También a Lana se le acumulaba el hielo en la cola de plumero. Era hora de volver a casa.

Aquel fue un encuentro digno de reseña, pues en Ura son casi más esquivas las personas que las bestias. El invierno anterior lo pasaron allí tres vecinos. Lo sé porque me lo contó Ernesto, un carnicero de Covarrubias que cubría cada semana la ruta hasta Ura para llevar en su camioneta carne a una sola clienta. Era una mujer mayor que no tenía otra forma de hacer la compra. El trayecto no le salía rentable, pero recuerdo que me dijo: “Si no vengo yo, ¿quién atenderá a esta señora?”. Ahora Ernesto está enfermo y me pregunto si habrá alguien que lleve carne hasta Ura.

Ura es uno de esos pueblos a los que la despoblación ha puesto al borde de la extinción. Como al cercano Castroceniza, al que se llega remontando el Mataviejas a pie, por la garganta que talla el agua. Ura y Castroceniza, qué eufónicas toponimias, son dos museos de arquitectura castellana ruinosa. Tejados destejados, vigas vencidas, muros desmurados, ventanas sin vidrios, adobes desterronados. En algunas viviendas se ha derrumbado una de las fachadas, quedando a la vista todas sus estancias, como en una casa de muñecas. Es inevitable percibir esa desnudez involuntaria como una violencia que muestra a los ojos la intimidad que les habría de ser negada. Allí siguen las camas en los dormitorios y las sillas en las salitas, pero hace mucho que no vive nadie, a excepción de algún gato.

Con todo, son lugares de extraordinaria belleza que en las vacaciones vuelven a poblarse de moradores de temporada. Y otra vez corren en la plaza los niños con sus bicicletas, y asan chuletas los mayores, en la era y en la calle juegan a las cartas los viejos, bajo una sombrilla con publicidad de cerveza. El resto del año despiertan en alguna ciudad: Burgos, Madrid, Bilbao o Valladolid. Aquel padre y su hijo que encontramos bajo la nieve habrían regresado a Ura para pasar la Navidad y volverán el próximo verano, con permiso de la pandemia. No viven allí, a buen seguro, aunque allí nacieran ellos o sus abuelos. No podrían vivir allí. No querrían vivir allí.

Admirada desde los cortados elevados, quizá Ura pueda parecer un islote de tejas en mitad de un océano de bosque y piedra. Sin embargo, no está sola. Su caso se replica como un seísmo por toda Europa. Los pueblos se vacían de la Sierra de Cazorla a las llanuras de Polonia. La globalización ha mancomunado la suerte de los vecinos de Ura con los del interior de Sicilia y con los de la Laponia finlandesa. Y no hay tecnología o reconversión industrial que lo remedien. El 5G no llenará las escuelas rurales, el teletrabajo no hará de una aldea una oficina y mejorar las comunicaciones solo logrará que los mismos pocos de siempre lleguen antes. O se vayan definitivamente. Por eso hay quienes, con vocación carcelaria, maldicen las infraestructuras, sabedores de que las carreteras y los trenes no servirán para traer más gente, sino, acaso, para acelerar el vaciado.

No me malinterpreten: en modo alguno quisiera yo desalentar las inversiones en estas poblaciones. Pero dichas empresas se han de acometer sin albergar falsas esperanzas (y sin promocionarlas) sobre el trueque de los flujos demográficos. Desde la irrupción de la modernidad, las personas quieren vivir unas junto a otras allí donde hay más trabajo, más oportunidades, más ocio y más comercio. Y en todas partes han ido, desde hace siglos, del campo al pueblo, del pueblo a la ciudad y de la ciudad a la capital.

¿Por qué habrían de realizarse entonces estas reformas, incurrir en tales gastos? En primer lugar, por el deber que obliga al Estado con sus ciudadanos. La del patriotismo es una filosofía que se proclama, en lo jurídico, desde la igualdad de derechos: el derecho a recibir enseñanza, el derecho a la prestación sanitaria o el acceso a los servicios públicos para los habitantes de todos los rincones de España. Es también una filosofía que no transige en la tacañería, porque no se regatea con la ciudadanía, que es la nación.

No obstante, no debiéramos asumir de antemano que estos desembolsos serán a la fuerza costes hundidos, irrecuperables. Hay una oportunidad para los pueblos. De la despoblación emerge una verdad sólida: las personas quieren vivir en las ciudades. Pero no hay en esa elección ofensa ni rechazo al campo. Al contrario, el turismo rural vive sus días más felices, los colegios envían a los alumnos de las capitales a conocer granjas, los urbanitas abrazan el senderismo y el piragüismo y hasta hacen cursillos para aprender a identificar níscalos.

A la gente le encantan los pueblos. El campo ejerce un embrujo romántico. Los contornos de la comunidad son allí más pequeños, y por eso se perciben también más estrechos sus lazos. Todo el mundo se conoce y se saluda y se pregunta por la familia. La vida transcurre sin prisas, sin cláxones, sin humos ni tráfico. La belleza de los paisajes acrecienta el embeleso, y el pastoreo de un rebaño de ovejas y un asado en un horno de leña y una chimenea cuando está lloviendo afuera. Se celebra la comunión con la naturaleza, en la que uno puede recogerse y encontrarse. Las estrellas se contemplan, y las galaxias, con el vértigo con que se miran los coches desde un rascacielos. Y hay animales, animales salvajes: corzos, zorros, tejones, lobos, jabalíes, águilas reales.

La fascinación persiste porque la estancia es siempre pasajera, de modo que los aspectos menos amables del mundo rural resultan invisibles. El hechizo encuentra así, en un régimen de visitas intermitentes, su virtuoso equilibrio: los visitantes han de regresar a la ciudad cuando acaba el fin de semana, el domingo de Pascua o el mes de agosto, para que quieran volver, mejor si más temprano.

La pandemia no ha hecho sino exacerbar la querencia por los pueblos. Apostados en una ventana oscura con vistas a un patio interior, los moradores de la ciudades pasaron un confinamiento imaginando mejores horizontes más allá de las azoteas: verdes prados, frondosos bosques, playas soleadas y montañas formidables. Además, el coronavirus nos ha puesto al día con el teletrabajo, que es un gran invento, bien entendido. Pensar que muchas empresas desmantelarán sus oficinas para mandar a sus empleados a trabajar a casa, en pantuflas, es una entelequia. En la historia de los derechos laborales hay dos hitos tempranos, la invención del reloj que señala el comienzo y el fin de la jornada, y la separación de los espacios de vida familiar y trabajo.

Pero, entre el presencialismo absoluto y el teletrabajo total, se adivina un buen balance en la flexibilidad que proporcione a empleadores y empleados una mejor adaptación a sus necesidades. Fijar un día a la semana, o dos, para el teletrabajo, o poder acogerse a él de forma esporádica, puede ser satisfactorio para trabajadores y empresas, y es una decisión que inaugura nuevas posibilidades para el medio rural.

Quienes dispongan de una segunda residencia o una casa familiar en un pueblo encontrarán en el teletrabajo un incentivo para instalarse allí una parte de la semana: y qué armonía para el espíritu, la de vivir con un pie en el asfalto y otro en el campo. Los pueblos no necesitan ver cómo las gentes se establecen allí en masa, les basta con recibir un flujo más o menos constante de personas que pasan allí algún tiempo, que compran en sus comercios, se abastecen de gas o leña, se reúnen en sus bares y comen en sus restaurantes. Hay vida más allá del padrón municipal.

Un pueblo vivo será también un anhelado destino para los que conquistan la jubilación: la oportunidad de regresar al punto de partida. Pero hay otros para los que el pueblo solo puede ser punto de llegada, porque nacieron lejos de allí, en la gran ciudad. La urbanización imparable ha hecho que las nuevas generaciones crezcan sin pueblo. En la ciudad han nacido los niños y sus padres y hasta sus abuelos. ¡Qué cosa triste es no tener pueblo!

El pueblo es el lugar en el que se traban amistades que despedimos en septiembre y abrazamos de nuevo en julio como si solo hubiera pasado un rato. Es el escenario de los primeros amores, los baños en el río, las excursiones con bocadillo, el paseo para llevar pan duro y zanahorias a los burros, las noches de hoguera, las de borrachera, las fiestas con orquesta, con chamizo y con peña. El pueblo es el lugar donde son felices los hijos, y si no los tienen les diré que también es el lugar donde son felices los perros, a los que la ciudad condena a la estabulación, la abulia y la correa.

Alguien debería añadir, en la declaración de derechos del niño, el derecho a tener un pueblo. Pero, si la vida no les dio uno, no se apuren: pueden elegirlo. Y se me antoja una tarea emocionante la de coger un mapa, tomar una carretera, llegar a un sitio, sentirse en casa y pensar para uno: este será mi pueblo.

Una política contra la despoblación que quiera ser realista y exitosa dejará de contemplar la demografía como un juego de suma cero donde las poblaciones son estáticas y estancas. ¿Por qué escoger la ciudad debe obligarnos a renunciar al pueblo? No se trata de intentar que las personas abandonen la ciudad para instalarse en los entornos rurales. ¡Menuda quimera! En lugar de eso, una buena política contra la despoblación hará las inversiones oportunas para garantizar los servicios públicos y las infraestructuras a quienes ya viven allí, y favorecerá de forma decidida la adquisición y rehabilitación de viviendas para que los habitantes de las ciudades hagan de ellos su segundo hogar. Uno puede sentirse vecino de un pueblo aunque solo gaste allí sus fines de semana o sus vacaciones, como aquel padre al que se le inflaba el anorak cuando decía: “Nosotros somos de Ura”.

Y las grandes ciudades no han de ser ajenas a esta causa. Señaladas a menudo como aspiradoras de población que desvertebran el país, tienen la ocasión de redimirse poniendo sus marquesinas, sus autobuses y sus vallas publicitarias al servicio de una campaña institucional que inunde sus bulliciosas calles de la belleza serena de nuestras villas: ‘Queremos ser tu pueblo’.

La ciudad y el campo no son enemigos. No escuchen a los guardianes de esencias, los patriotas solemnes, esos chamanes de la identidad, vendedores de crecepelo nacional: como en el bolero, usted puede amar a dos lugares a la vez y no estar loco. Sé de lo que hablo, pues juré amor eterno a la Gran Vía, una tarde de mayo, y también al recodo que describe el río Arlanza, junto al monasterio de San Pedro, justo bajo la ermita de San Pelayo.

PS: Metáforas de la globalización, aquel padre encontrado bajo la nevada dio conmigo después en las redes sociales. Era Jesús Silverio, Silberius, oriundo de Ura y vecino de Covarrubias. La aldea resultó ser global.

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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