Marcha de la Guardia National de París a Versalles, 1789. Biblioteca Nacional de Francia.

Feminismo explícito: La Revolución francesa como ejemplo

Desde la Revolución francesa hasta el presente, las mujeres han tenido que pelear en dos frentes contradictorios: al lado de los hombres, para conseguir una mejor sociedad, y en contra de ellos, que suelen negarles acceso a ella.
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“Qué necias las feministas. Parece que no se cansan de señalar –a cada paso, en cada tema– la fastidiosa perspectiva de género. ¿Que no se dan cuenta de que en la palabra “hombre” se sobreentiende a la mujer y que cuando hablamos de ciudadanos también pensamos en ciudadanas? ¿Por qué su afán de precisar, una y otra vez, el género de las palabras? Mejor: si es cierto que buscan la igualdad entre los sexos, ¿por qué su movimiento se llama feminismo, y no igualitarismo, liberalismo o –mejor– humanismo?”

Desde que se popularizó el feminismo, muchos –más de los que quisiéramos– se formulan este tipo de preguntas –rechinando los dientes o como duda sincera. Esta vez quiero hablar del periodo que va de 1789 a 1793 para demostrar que ni el liberalismo ni la democracia bastan y que la igualdad política no siempre considera a las mujeres. No lo hago porque a mi memoria de mujer le dé por escombrar el pasado en busca de un error inocente que pueda restregar en las narices de los hombres, sino porque lejos de ser un momento menor en la historia, la Revolución francesa es un patrimonio que tuvo consecuencias políticas importantísimas en nuestros discursos (escritos y visuales) sobre la igualdad, la libertad y la democracia. ¿Que no estábamos, ya desde entonces, incluidas en la Constitución y sus derechos?

En contra de las narrativas tradicionales, las mujeres participaron activamente en esta revolución. Sé que son pocos los cursos de historia que mencionan algo más que a Rousseau y Robespierre, la toma de la Bastilla, la burguesía y la guillotina; es innegable que todavía se escribe y se divulga la historia de los grandes hombres y que incluso hay  revistas, especializadas y recientes, que aún omiten a las mujeres. Para muchos será una sorpresa encontrarse –por primera vez– con este grabado:

El 5 de octubre de 1789 una mujer interrumpió el ir y venir de uno de los mercados de París; con ayuda de un tambor, convocó a las mujeres que la rodeaban. Pronto, se sumaron cerca de siete mil. Armadas con “picas, garrotes, mosquetas, cuchillos y espadas”,[1] emprendieron la marcha hacia Versalles para exigirle al rey que resolviera el desabasto de pan en la capital y que se apresurara la firma de la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano –amenazaron con usar un cañón para abrir las puertas del palacio (motivo que se repite en varios grabados de la época). Al día siguiente, y con la colaboración de la Guardia Nacional, la marcha consiguió sacar al rey y a su familia de Versalles para llevarlos a París, lo que finalmente les dificultó escapar de Francia y refugiarse de la Revolución en el extranjero.[2] Con todo, hay quien interpreta que las mujeres exigieron pan en su papel de madres y esposas; no está de más recordar que el desabasto de alimentos ha sido el gatillo de incontables levantamientos y motines, en los que suelen participar hombres pero que, en este caso, inició gracias a las mujeres.

 

Esta imagen no es curiosidad histórica ni una excepción graciosa. La Biblioteca Nacional de Francia resguarda varias copias y decenas de registros visuales de la marcha de las mujeres, así como de su participación política en los años posteriores. Uno de estos grabados da cuenta de la manera en que las mujeres tomaron la Asamblea Legislativa por la fuerza; en franco desafío, una de ellas ocupó el lugar del presidente de la Cámara. La participación de las mujeres era tan común que incluso los caricaturistas de Inglaterra las representaban en sus sátiras de la Revolución.

Aunque muchos sigan caracterizándolas de confundidas e inexpertas amas de casa,[3] las mujeres estaban politizadas: tanto las que eran pobres como las letradas. Darline Gay Levy y Harriet B. Applewhite, por ejemplo, han insistido en que Pauline Léon y Camile Lacombe fundaron la Sociedad de Mujeres por la República Revolucionaria para exigir cargos públicos (que ocuparían como magistradas, militares y legisladoras) y el derecho a levantarse en armas. En una formidable inversión de los roles de género tradicionales, Léon aseguró que era imposible velar por el bienestar de sus hijos sin que, a su vez, ellas mismas defendieran a la nación de sus enemigos internos. “Las mujeres también son ciudadanos”, dijo Léon, “a menos de que se pretenda que Declaración de Derechos solo aplique a los hombres”.[4]

Fue justo lo que sucedió. La Constitución francesa de 1793 terminó por negar sus derechos. Les prohibió reunirse en asociaciones políticas, llevar armas y hablar ante el poder legislativo. En vista de ello, no por necedad Olympe de Gouges redactó, en 1791, los derechos de la mujer. También vale la pena anotar que si bien la alegoría de la República se representa por medio de una figura femenina, este símbolo no se tradujo en mejorías para las mujeres. Francia, la Nación y la Libertad pueden pintarse con cuerpo de mujer al tiempo que las mujeres carecen de derechos políticos y civiles tan básicos como el de divorciarse.[5]

Para las historiadoras feministas, la Revolución francesa no solo nos trajo la declaración de derechos; también contribuyó a la división de lo público y lo privado en términos de género: las mujeres debían contentarse con alimentar y cuidar a los ciudadanos. La virtud republicana era masculina y la fraternidad solo era hermandad entre hombres –de ahí que la sororidad, otra de esas odiosas palabras feministas, cobre relevancia por su sentido político e histórico. El liberalismo, la revolución y la democracia son entonces patrimonios conflictivos. De ninguna manera puede darse por sentado –ni antes ni ahora– que  incluyan a las mujeres –un problema similar separó a las feministas negras de las organizaciones afroamericanas de la segunda mitad del siglo XX. Para Sarah E. Melzer y Leslie W. Rabine, por ejemplo, las mujeres de todos los levantamientos sociales –desde la Revolución francesa hasta el presente– han tenido que pelear en dos frentes contradictorios: al lado de los hombres, para conseguir una mejor sociedad, y en contra de ellos, que suelen negarles acceso a ella. Por eso se necesitan movimientos, instituciones, academias, imágenes, términos y discursos explícitamente feministas. Si algo hemos aprendido es que las palabras que se sobreentienden en realidad desaparecen; que lo implícito no existe; que lo que no se enuncia y estipula, termina por excluirse. Tengo para mí que los hombres, ciudadanos e intelectuales, deben hacerse cargo de las omisiones de su patrimonio político; no basta con decirse liberal o democrático: hay que decirse feminista, con todas sus letras y de manera explícita.

 

[1] Darline Gay Levy y Harriet B. Applewhite, “Women and Militant Citizenship in Revolutionary Paris”, en Sara E. Melzer y Leslie W. Rabine, Rebel Daughters. Women and the French Revolution, Oxford University Press, Oxford-Nueva York, 1992, p. 83.

[2] La noche del 20 de junio de 1792, Louis XVI y María Antonieta intentaron huir de Francia. Fueron descubiertos en Varennes y conducidos de regreso a París. Sin embargo, no está de más pensar que la huida habría sido más fácil si hubieran permanecido en Versalles, y no en la agitada capital francesa.

[3] Es el caso de Mike Duncan, quien escribe y le da voz a Revolutions, uno de los podcast de historia más escuchados y exitosos.

[4] Op. cit, p. 88.

[5] Op. cit., p. 5

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(Ciudad de México, 1986) estudió la licenciatura en ciencia política en el ITAM. Es editora.


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