El fin del (anti)trumpismo

El fin de Trump será una gran noticia para Estados Unidos por razones obvias; también será una buena noticia el fin del antitrumpismo, una rama del progresismo basada en la histeria, la hipérbole, la terapia grupal, la gesticulación vacía y una épica de la resistencia artificial.
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Trump ha sido un presidente nefasto. No solo por una cuestión de carácter y actitud, algo que preocupa mucho (casi más que otras cuestiones) a los progresistas estadounidenses: su mala educación, sus incumplimientos de protocolo, su lenguaje soez y su desprecio por las formas tradicionales de la política. También ha sido nefasto en aspectos más trascendentales.

Como dice el último número de The Economist, en el que la publicación británica apoya al candidato Biden, “sus reducciones de impuestos han sido regresivas. Algunas de sus desregulaciones han sido dañinas, especialmente para el medio ambiente. El intento de reformar el sector sanitario ha provocado una debacle […] En cuestiones difíciles –Corea del Norte e Irán, la paz en Oriente Medio– Trump no lo ha hecho mejor que el establishment de Washington al que le encanta ridiculizar”.

Ha sido un presidente especialmente corrupto. Como sigue The Economist, “es un presidente que pide que encarcelen a sus oponentes, que usa el Ministerio de Justicia para ejercer vendettas, que indulta a partidarios suyos que han cometido graves crímenes, que da a sus familiares trabajos florero en la Casa Blanca y que ofrece a gobiernos extranjeros protección a cambio de información comprometedora sobre un rival.”

Durante su campaña, en 2015 y 2016, Trump fue poco ambiguo. Quien lo apoyaba sabía lo que apoyaba. Era racista, nacionalista y maleducado. Sin embargo, existía el beneficio de la duda; quizá se moderaría, las instituciones lo moldearían, solo era la campaña. En 2020, en cambio, existen pocas dudas. Hoy, el partidario de Trump sabe quién es. Quizá, realmente, no sea trumpista, solo republicano: quiere ley y orden, impuestos bajos, desregulaciones y jueces conservadores en el Tribunal Supremo. Y Trump se lo ha proporcionado. Quizá también, hay trumpistas que son más antiprogresistas que otra cosa. En un país tan polarizado, la política es esencialmente adversativa; muchos no se definen ideológicamente por lo que apoyan sino por lo que rechazan.

Pero el estadounidense que lo vote porque quiere impuestos bajos, está en contra del aborto o simplemente no soporta la superioridad moral de la izquierda ya sabe (o debería saber) cuál es el coste: la erosión de las instituciones, la corrupción, el descrédito internacional, la polarización, el clientelismo y la hipocresía.

El fin de Trump será una gran noticia para Estados Unidos por razones obvias. También será una buena noticia el fin del antitrumpismo, una rama del progresismo y liberalismo biempensante (y muy ocasionalmente del conservadurismo) basada en la histeria, la hipérbole, la terapia grupal, la gesticulación vacía, una unanimidad asfixiante (la unanimidad, incluso en cuestiones positivas, puede ser muy dañina), una épica de la resistencia artificial.

En estos cuatro años, los miembros de la élite liberal y progresista, que son más provincianos y de mente más estrecha de lo que podríamos pensar, leyeron fragmentos y resúmenes de Los orígenes del totalitarismo de Hannah Arendt (se convirtió en uno de los bestsellers del año junto a 1984 de George Orwell) y se construyeron una imagen de perseguidos políticos.

El antitrumpismo se volvió una forma de narcisismo colectivo: todo pasaba por Trump o terminaba en él. Las novelas, las películas, las series eran metáforas de la situación política. Un libro sobre la Mesopotamia antigua era, de alguna manera, una reflexión sobre la política estadounidense en 2018. Las secciones de gastronomía de los medios progresistas publicaban recetas para calmar los ánimos y el estrés que provocaba la política.

La política progresista estadounidense se convirtió en un lamento lleno de impotencia. This is not normal, se decía melancólicamente, una y otra vez, hasta provocar una especie de entumecimiento de los sentidos. La ineptitud e incluso maldad de Trump eran algo obvio, transparente. El presidente fue explícito en su desprecio por las instituciones desde el principio. ¿Quién podía dudar de ello? Sin embargo, esto que casi todos daban por hecho se recordaba constantemente. Al final la sobreactuación e histeria decían más sobre la oposición progresista a Trump que sobre el propio Trump.

Los medios progresistas, que ya antes de la victoria de Trump funcionaban en cámaras de eco, saturaron la conversación pública con innumerables variaciones sobre lo mismo. En Hate. Inc, el periodista Matt Taibi dice algo obvio e interesante al mismo tiempo: los medios estadounidenses hoy se dedican más al “targeting demográfico” o el framing de la audiencia que a dar información. Según un estudio reciente de Pew, un 93% de los espectadores que dicen que Fox es su canal principal de noticias son republicanos. En el caso de MSNBC, un 95% son demócratas. The New York Times, un 91%. NPR, la cadena pública, un 87%. Trump, además, ha hecho de oro a los medios de comunicación.

Como dice Taibbi,

Trump era el producto mediático perfecto. En la era de la posobjetividad, las compañías de medios aprendieron que existe una manera consistente y fiable de ganar dinero. Primero, identifica una audiencia. Luego, aliméntala incansablemente con chorros de historias que validan su sistema de creencias. El método más sencillo es publicar historias que presentan de manera negativa a gente que tu audiencia desprecia. Fox hizo esto con terroristas, criminales, feministas, progresistas, los franceses, los “nuevos panteras negras” y otros miles de monstruos. […] Con Trump este efecto se ha conseguido fácilmente con las audiencias “progresistas”. Las empresas de medios se han dado cuenta de que todo lo que tenían que hacer para garantizar altas audiencias era sacar a Trump todo el rato. Esto coincidió con un aumento enorme de los beneficios: los ingresos de los canales de televisión por cable han subido un 38% desde que Trump anunció su campaña en 2015.

Ese chorro constante de noticias sobre Trump ha colocado a la izquierda en un estado febril estos cuatro años. Hay quienes dicen hoy que hay que echar a Trump aunque sea solo para recuperar un poco la cordura, para olvidarse un poco de la política y dejar de ver obsesivamente CNN y Twitter en busca de motivos para la indignación y la depresión. Cuando gane Biden, al menos el cargo más importante del país lo ocupará un tipo educado, carismático y con una sonrisa brillante. Para muchos, esto es lo más importante. Y es importante: Biden puede comenzar a “curar heridas”, por usar el lenguaje terapéutico de la izquierda estadounidense.

Pero no es suficiente. Hay muchos votantes que creen que solo hace falta volver cuatro años atrás, hacer como si Trump no hubiera existido, como si los Estados Unidos de la poscrisis hubieran sido ideales; no lo fueron, y muchos no vieron esta realidad simplemente porque gobernaba Obama, un presidente que parecía decente. Pero como se ha recordado durante años, el problema más importante no es Trump sino las causas y el contexto que llevaron a Trump a la presidencia. 

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Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).


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