Educación: conciertos y desconciertos

La nueva ley de educación pretende ser progresista en sus ideas y expresión, pero cae a menudo en lo opuesto.
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Si uno hace el esfuerzo de leer la última ley de educación concebida para nuestro país, se encuentra como primer inconveniente la prosa con que está redactada. Pretendiendo ser progresista en sus ideas y expresión, cae a menudo en lo opuesto. Puede parecer una cuestión menor, o ya superada, pero que la forma “los alumnos”, como genérico, sea sustituida por un sistemático “los alumnos y las alumnas”, me hace pensar a cada rato de lectura en colegios con dos puertas, o en piscinas separadas por sexos, o cosas similares. Esto me ha resultado paradójico, siendo así que esta ley considera discriminatorios los colegios que no sean mixtos, y deja de este modo de subvencionarlos. Como es sabido, la forma “los alumnos”, en su uso neutro, no pertenece más a un género que a otro, ni da prioridad. Yo me sumo a los que creen que la igualdad que se pretende en esta materia no se logra haciendo explícitamente visible lo femenino en cada caso, oponiéndolo a lo masculino, sino haciendo visibles las injusticias.

De la educación hay que esperar mucho, como de la política, pero no más de lo debido. Quiero decir que, del mismo modo que Manuel Arias Maldonado explicaba en Nostalgia del soberano que buena parte de nuestros males se debe a un exceso de expectativas en la política, cuando esta se convierte en una ideología que da sentido a todo, incluso a nuestras propias vidas, algo equiparable sucede con la educación. La política consiste en ir resolviendo problemas, en conciliar intereses y tratar de resolverlos del modo más justo, mientras que la educación consiste primeramente en educar a niños y a jóvenes, y no en ponerse al servicio de una doctrina o fórmula que pretenda acabar de una manera definitiva con la injusticia. La educación, si es buena, despertará en las personas el deseo de justicia social, lo que no es lo mismo que decir que la educación se haya de subordinar a un proyecto de justicia social, o que quede limitado a ella. De esto escribió Jean-François Revel en su texto La traición de los profes. A partir de esta distinción se puede entender, a mi parecer, el fondo desviado de la presente ley educativa.

En la medida en que esos proyectos políticos, con su trasfondo utópico, aspiran a hacer tabla rasa, no reconocen como válidos los esfuerzos previos o lo que se remonta a otras épocas. Cualquier escuela que no proceda de aquel afán homogeneizador es vista por quienes piensan así como algo que solo provisionalmente se mantiene y porque no queda otro remedio. La cuestión es que un país, cualquier país, tiene que enfrentarse al enorme reto de educar a una población, a la vez que procurar que se den unas razonables condiciones de justicia y de igualdad de oportunidades. Yo estoy con quienes creen que a ese reto de educar se puede sumar quien quiera, entendiendo esta suma como una aportación, y no como algo sobre lo que haya que recelar a priori. La fórmula de los colegios de particulares que reciben ayuda pública es una de entre las diferentes posibles, y posiblemente una de las más eficaces. Y están los colegios públicos y los privados, claro. Respecto a los públicos, la idea debería ser que es tarea del Estado garantizar la educación para todos, lo que no equivale a que sea él quien obligatoriamente tenga que impartirla. Cabe pensar entonces que lo público no tiene necesariamente por qué ocupar la centralidad, como se pretende con esta ley. Y respecto a los colegios plenamente privados diría también que no por serlo quedan libres de cualquier responsabilidad o compromiso con el resto de la sociedad, en este esfuerzo común de educación y de justicia.

En España la mayor parte de los colegios concertados siguen siendo religiosos, y esto desvirtúa lo que debería ser el debate entre la enseñanza pública y la que no lo es, que se convierte en una discusión entre los defensores o detractores de la educación religiosa. Diré aquí que aplaudo que con esta ley se ponga fin a una anomalía que en nuestra democracia había con la ley anterior, que es la de mantener la asignatura de religión dentro del programa oficial y como algo evaluable –con consecuencias en becas y en expedientes académicos–. Era una irregularidad que forzaba a que hubiese una “alternativa a la religión”, como si pudiese haberla. Podría ser otra religión, en todo caso. Hace ya tiempo que Fernando Savater hizo pedagogía en nuestro país de por qué la ética no sirve de alternativa a la religión, en cuanto que la ética afecta a todos y es el ámbito de lo público, al margen de las creencias particulares de cada cual o de su familia. Es como si en una discusión sobre el aborto, o sobre cualquier materia, alguien empieza por reconocerse como miembro de tal o cual iglesia, lo que no viene al caso. En fin, son cosas sabidas en las que se hace preciso seguir insistiendo. El respeto a la religión no es un respeto específico, sino que está dentro del respeto de la privacidad de cada persona y de sus motivaciones, sea esta persona religiosa o no. No veo ningún inconveniente en que haya centros de enseñanza que tengan su origen en una motivación religiosa –en buena medida las propias universidades podrían entrar históricamente en este grupo–, pero sí en que incluyan la religión en el horario oficial. Todos tenemos, al fin y al cabo, alguna clase de motivación.

Se suele considerar progresista aquello de no desear la caridad sino la justicia. Pero se ha de pensar que el hecho de que el Estado tenga sus programas de justicia, o destinados a atender a quienes tienen más necesidades, no excluye la posibilidad, o incluso la necesidad, de que las personas, de modo individual, dediquen parte de su tiempo o de sus recursos a colaborar con alguna iniciativa que consideren beneficiosa para la sociedad. Esto, además, hace a las personas más felices. Es propio de una visión totalitaria ver todos estos impulsos de personas particulares, y de las asociaciones a las que dan lugar, como algo que a regañadientes hay que consentir, por considerar que quitan espacio a lo que debería ser una actividad gubernamental. Y esto creo que es igualmente aplicable en lo que toca a la educación y a la polémica que está habiendo con su última ley.

Otra paradoja del progresismo en España, que de una manera u otra está también en esta ley, es concebir el respeto a las culturas y sus manifestaciones diversas como algo necesariamente bueno, cuando lo cierto es que en ocasiones nada tienen de respetable. Mientras en Francia el presidente defiende el derecho de un profesor a mostrar una caricatura de Mahoma, nuestros gobernantes se muestran tibios y en su concepción del respeto coinciden con la Iglesia, como a menudo sucede en nuestro entorno progresista.

Dejo estas reflexiones aquí. Podría hablar de la reducción de los derechos de los hablantes que trae la ley en algunas partes del Estado, o de la posibilidad de elegir según los cursos las asignaturas que uno puede suspender. No parece que esto último vaya a mejorar las cosas en ningún caso, si es lo que se pretendía.

 

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(Huesca, 1968) es escritor. Su libro más reciente es La flecha en el aire. Diario de la clase de filosofía (Debate, 2011).


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