Coser Ciudadanos

Superar la cacofonía de la guerra cultural e identitaria va a ser fundamental en los próximos años, y Ciudadanos es el partido mejor posicionado para impulsar y capitalizar ese cambio.
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Hubo un tiempo en que la política española se contagió de un ánimo de superación de las divisiones ideológicas tradicionales. El sistema de partidos se fragmentó en 2015 y, desde entonces, PP y PSOE tuvieron que coexistir y competir con Podemos y Ciudadanos. La formación morada puso en circulación la idea de “transversalidad”, renunciando incluso a las etiquetas de izquierda y derecha: el nuevo binomio político lo formarían el “pueblo” y la “casta”. Ciudadanos, por su parte, echó un ancla en el centro para evitar la disyuntiva clásica y proclamó la caducidad de la vieja política con el famoso “ni rojos ni azules”.

En Podemos, la transversalidad no sobrevivió seis meses: Iglesias se impuso a Errejón y fió a un pacto con IU la estrategia de adelantamiento al PSOE para lograr la hegemonía en la izquierda. En Ciudadanos, la ansiedad llegó más tarde y lo hizo por el costado derecho. La tentación de superar en escaños al PP para erigirse como alternativa a un gobierno de Pedro Sánchez desplazó de su eje a la formación naranja.

En su descargo cabe decir que nadie dijo que ser de centro fuera fácil. El centro es, por definición, un punto entre dos mitades, la cumbre que separa dos laderas, el alambre precario de un funambulista, la latitud cero que divide dos hemisferios. Un espacio exiguo e improbable sobre el que gravita una gran masa de votantes, pero que también actúa como una frontera política difícil de traspasar. Y que salta por los aires cuando la polarización arrecia, pues en todos los centristas late una inclinación íntima a la derecha o a la izquierda. La polarización es enemiga de la transversalidad.

La Gran Recesión de 2008 y sus consiguientes crisis política y social trajeron al primer plano de la política las cuestiones materiales: el paro, la precariedad, la corrupción o la vivienda protagonizaron el debate y las movilizaciones de aquellos años, y ello constituyó una oportunidad para que los partidos actuaran con ambición transversal. Al fin y al cabo, se trataba de malestares que recorrían la sociedad sin atender a valores culturales. Fue esta necesidad de dar respuesta a problemas tangibles lo que permitió a Ciudadanos ofrecerse como un paraguas bajo el que cabía una coalición de electores moderadamente heterogénea, engrosada desde el centro-derecha y el centro-izquierda. Y también razonablemente desideologizada, que se prestaba a una cierta tecnocracia.

De hecho, en algún momento dio la impresión de que Ciudadanos perseguía deliberadamente la indefinición ideológica, en parte por no alienarse votantes a un lado o a otro de ese centro virtual, en parte también como seña de identidad que llegó a llevarse a gala: las ideologías eran categorías agotadas propias del siglo XX, y Ciudadanos aspiraba a funcionar como una empresa que satisface necesidades de sus clientes/votantes.

Sin embargo, es probable que la ausencia de un corpus ideológico reconocible fuera, a la postre, un obstáculo para consolidar un sustrato amplio de votantes. Es verdad que había varios elementos muy intuitivos en la voz de Ciudadanos: la oposición constitucionalista al nacionalismo, la vocación de regeneración democrática y un reformismo refrescante que fue perdiendo peso en el discurso conforme las preocupaciones materiales daban paso a la guerra identitaria y cultural. No es menos cierto que la formación hizo promoción de un ideario “liberal-progresista”, finalmente ensombrecido por la hipertrofia de la cuestión catalana, al que tal vez faltó ambición intelectual y que no había terminado de cristalizar en el imaginario de la ciudadanía cuando Cs se vio inmerso en el terremoto electoral que lo llevaría al borde de la extinción.

De Ciudadanos se ha dicho despectivamente que es una formación “veleta”. Es una acusación que, lejos de vivirse con complejo, debería haberse convertido en una fortaleza de la marca: si ser veleta es oponerse al sectarismo, buscar acuerdos con el que piensa distinto, no tener miedo a cambiar de opinión si las circunstancias lo aconsejan, maldecir la intransigencia, huir del dogma, celebrar el pacto… entonces yo habría hecho instalar una veleta gigante en lo alto de la sede naranja del barrio de Ventas.

En todo caso, Ciudadanos no ha cambiado más de estrategia que sus competidores: Sánchez gobierna con con quien dijo que no le dejaría dormir por las noches y Casado cultiva el perfil moderado o el extremista en función de cuánto achuche Vox en las encuestas.

La diferencia es que PP y PSOE son arquetipos ideológicos perfectamente definidos en el juicio de los electores. Más allá de sus virajes estratégicos, las viejas siglas han dejado un poso reconocible a lo largo del tiempo que trasciende lo eventual. Un hilo narrativo que tiene sentido por dispares que sean los candidatos, los relatos o las propuestas del partido en cada momento. Ciudadanos, en cambio, es demasiado joven para generar respuestas heurísticas tan nítidas como las que, en la mente de los votantes, asocian automáticamente PSOE con izquierda, socialdemocracia o derechos sociales, y PP con derecha, orden y ortodoxia económica.

Esas referencias son las que actúan como anclaje de la base electoral, evitando que los bandazos estratégicos se traduzcan en cuantiosas pérdidas de votos. Así, puede decirse que a Ciudadanos le ha faltado tradición, en parte por razones de edad, en parte por haber renunciado de forma consciente a ser un partido ideologizado. Y, desprovistas de una capota ideológica, las formaciones quedan al albur de su estrategia. O, dicho de otro modo: la ideología es la estrategia. Esto constituye un riesgo, especialmente en escenarios de polarización, donde los cambios políticos implican pronunciadas oscilaciones pendulares. Cuando la distancia entre los polos aumenta, los cambios estratégicos se acentúan y, con ellos, la percepción externa de incoherencia.

Un partido de centro tiene un electorado potencial amplio, habida cuenta de cómo se han distribuido tradicionalmente los votantes a lo largo del eje ideológico. Sin embargo, las situaciones de polarización tensionan al electorado, y esto perjudica especialmente a las formaciones de centro. Es algo que Ciudadanos comprendió quizá demasiado tarde, después de haber perdido toda capacidad de tracción en el centro-izquierda y descubriéndose en inferioridad de condiciones para competir con una derecha que siempre puede subirle la apuesta.

Tras la repetición electoral de noviembre, la representación de Ciudadanos ha quedado reducida a diez asientos en el Congreso. La papeleta de Inés Arrimadas es complicada. Sin embargo, también en la dificultad se inauguran oportunidades. La primera es que Arrimadas juega, hasta cierto punto, sin presión. Tomar el relevo al frente de una formación siempre obliga a partir con una mochila, pero, en este caso, la mochila es muy ligera.

Arrimadas tiene el tiempo y la ocasión de comenzar de nuevo. Debería poder sacudirse de encima la obsesión de Ciudadanos por interpretar ante cada dilema las preferencias de sus votantes, una estrategia conservadora que no ha servido, a la postre, para conservar sus apoyos, y que carece de todo sentido si lo que se pretende conservar es un puñado de escaños. Liderar no es ir detrás de las encuestas, sino delante de los españoles.

Así, la pregunta que ha de hacerse Cs no es “qué quieren nuestros votantes” sino “qué votantes queremos tener”. El partido ha de forjar un armazón de ideas sólido, inasequible al cambio táctico, que le permita apelar al voto del centro-derecha y del centro-izquierda. El esfuerzo deberá redoblarse en el caso de este último grupo, pues Ciudadanos tiene que recuperar la credibilidad perdida para interpelar a una parte del electorado de centro-izquierda que se siente huérfano de representación.

Por su vocación centrista, Ciudadanos es el partido que más sufre con la polarización. Prueba de ello es que hoy parece arduo conciliar la diversidad ideológica que el partido albergó en su seno hace unos años, y que permitía convivir, bajo las mismas siglas, a liberales de alma socialdemócrata y liberales de querencia conservadora. Algunas de las bajas que han tenido los naranjas en el último año así lo atestiguan.

Por tanto, el primer reto al que debe hacer frente Ciudadanos es romper el equilibrio polarizador que retroalimenta a gobierno y oposición. No es sencillo, desde luego, pero ya se esboza una oportunidad. En los últimos días ha causado gran alboroto el acuerdo alcanzado entre Arrimadas y Sánchez para prorrogar el estado de alarma a cambio de un compromiso de mayor esfuerzo en materia laboral desvinculado de la situación de excepcionalidad y de una garantía de diálogo con la oposición. El pacto ha servido para dar continuidad a lo que ya se había votado en tres ocasiones anteriores (veleta, ¿quién?) y, sin embargo, ha pillado desprevenidos tanto a la derecha como a los socios separatistas de Sánchez.

Desde Lledoners, Junqueras ha amenazado al presidente con poner fin a la legislatura si decide ahora cambiar de socios. Hubo un tiempo en que Ciudadanos pensó que recogería los frutos de un gobierno de PSOE y Podemos que dependiera, además, de los apoyos nacionalistas. La hipótesis quedó desmentida con el auge de Vox y la fórmula no solo se ha revelado perjudicial para Ciudadanos, sino también para España. Como bien ha señalado Arrimadas, esto no va de acabar con la carrera política de nadie, sino de tratar de servir al interés general.

Superar la cacofonía de la guerra cultural e identitaria va a ser fundamental en los próximos años, y Ciudadanos, que naufraga en la polarización y tiene poco que perder, es el partido mejor posicionado para impulsar y capitalizar ese cambio. La emergencia sanitaria está dando paso ya a una crisis económica cuyas consecuencias serán dramáticas para millones de españoles, y que volverá a poner las preocupaciones materiales en el centro de la conversación pública. Las políticas de la identidad dejarán paso al empleo, la economía, la vivienda, la dependencia, la salud y la protección social. La plurinacionalidad, Franco, la justicia patriarcal y el pin parental tendrán que esperar. Y esa es una buena ocasión para que Ciudadanos recupere aquel programa reformista que presumía de memorias económicas y pulcritud técnica.

El problema es que el partido se ha descapitalizado intelectualmente en el último año. Algunas de las mejores cabezas de Ciudadanos han dejado sus filas. Otras perdieron peso tras ser derrotadas en un debate interno en el que reivindicaron un modelo organizativo que conjugara democracia y mérito y arrumbara el clientelismo. Será también tarea de Arrimadas recuperar el talento, la confianza y la cohesión del grupo.

La polarización política ha dividido España y también el corazón de Ciudadanos. La sutura que ambos necesitan podría, sin embargo, practicarse con el mismo hilo.
 

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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