Foto: Daniela Tarazona Velutini

Semanario simiesco #4: nuestra extinción

La última entrega de la serie sobre la historia y la vida cotidiana de Toto, el orangután del zoológico de Chapultepec.
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Sábado 17 de marzo. 13:00 horas. El zoológico está concurrido. Voy a visitar a Toto por última vez para la entrega final de esta serie.

Toto está junto a la puerta de acero que tiene una pequeña abertura con barrotes. Se inclina para deslizar un montón de paja –el suelo de este habitáculo, en cuya oscuridad se sumerge el orangután, se encuentra hoy cubierto por ella–. Regresa hacia la puerta. No alcanzo a ver lo que hace allí, al fondo. Gira en redondo y viene hacia el cristal a saludarme, ya no me cabe duda. Se queda frente a mí y nos miramos a los ojos. Le saco algunas fotografías que salen mal por los reflejos del cristal. En la imagen aparezco más yo que el rostro de Toto. 

Regresa a la tarea que lo tenía ocupado, lleva la paja hacia el otro extremo: bajo la tarima. Hace una suerte de cama y se acuesta sobre ella. Permanece un tiempo ahí. Se incorpora. Va hacia la puerta de acero en perpendicular a la que lleva hacia el habitáculo con los árboles de cemento. Se para bajo el umbral de la puerta abierta y se asoma al otro lado. Le saco una fotografía en actitud de guardián de sí mismo.

Luego, vuelve a la zona oscura y se acuesta en la esquina del fondo, junto a la cama de paja. Y duerme o dormita, porque de cuando en cuando mueve los brazos y sus dedos se ven desde acá, una inmensa mano humana cubierta de pelo. Escucho: “Es del planeta de los changos” y “debería llamarse harangután porque nada más está de haragán.”

–¿Está muerto? –Pregunta un niño. 
–No. Está echando la hueva –le responde el padre.

 

Se sabe que los primates se encuentran en peligro de extinción. Como puede escucharse en esta entrevista, si perdiéramos la existencia de la especie, extraviaríamos una parte considerable de lo que somos, porque ellos son nuestros parientes. Hay gran cantidad de información acerca de los estudios referidos, como la que registró el año pasado The New York Times aquí.

Tras haber visitado a Toto a lo largo de un mes y conocer su historia, encuentro que se trata de una vida ejemplar. Al igual que la de otros primates en el mundo, la cotidianidad de Toto se ha visto determinada por la actividad humana. Sus particularidades quizá sean su cautiverio en un zoológico urbano y su crianza a cargo de María Elena Hoyo, quien lo alimentó con calostro recibido mediante donaciones voluntarias, entre otros increíbles sucesos.

Si los primates pueden llegar a extinguirse en cincuenta años, es posible que Toto sea uno de los últimos orangutanes que veremos quienes asistamos al zoológico de Chapultepec. Nuestra civilización dará cuenta de lo que existió antes. Es factible que se hable de los primates al mismo tiempo que de los restos de plástico que se extenderán en mayores proporciones por los océanos.

 

Las investigaciones recientes que informan de la situación de la especie en el planeta plantean la oportunidad de detenerse y pensar en opciones que impidan la devastación, aunque la dificultad de que se lleven a cabo es alta.

 

Ahora mismo, imagino a Toto bajo la tarima. Es lunes, un día festivo en el calendario. Me adentro en su pensamiento y formulo ficciones: él sueña con la selva. No sabe qué es ese lugar, pero imagina un horizonte tupido de árboles. Sueña, también, con encaramarse a la copa de uno y observar desde allí las chimeneas de la ciudad cercana. Se trata de un sueño futurista, pero no lejano en el tiempo. La potencia de las industrias creadas por el hombre trastoca sin remedio las imágenes que Toto sueña.

A sus 27 años de edad, Toto, el orangután que se crió entre humanos, el que quizá tendría sexo recreativo si existiera la oportunidad, y que estuvo antes de la jaula habitando una casa con su madre no biológica y su hermano Jambi, vigila su circunstancia desde las espesas aguas del aburrimiento y la soledad, bajo la condena de ser conservado en el resguardo que requieren los de su estirpe. Nos parecemos demasiado a él.

 

Desde su descanso, el inmenso cuerpo de Toto no deja de representar una llamada de atención. No es él quien salvará a otros orangutantes y es su vida presente la que otorga a los visitantes del zoológico un espejo cóncavo en donde tienen cabida la voracidad de la civilización humana y la tantas veces absurda cotidianidad de la ciudad en la que estamos cautivos y cuyo alto octanaje nos subyuga. Para sobrevivir en el futuro quizá tengamos que abandonar el planeta que hemos destruido e irnos a otro, como decía Stephen Hawking.

Al terminar esta entrega, la noticia más reciente acerca de la situación de un orangután proviene de Indonesia. En ella se reporta que el animal está fumando dentro del zoológico. En las imágenes, el orangután expulsa el humo por las narinas y la boca.

 

¿Qué pensará Toto de quienes lo han alimentado? ¿Cuáles han sido los sueños que ha tenido durante el último mes? ¿Qué mirará en mis ojos cuando se han encontrado con los suyos? ¿Qué recordará de su pasado?

 

Si Toto hubiera sido un animal libre, la selva no estaría en riesgo y viceversa. Sus ojos son como los nuestros y miran una espiral descendente en la que estamos atrapados a la par de él. Vamos hacia abajo, Toto. Vamos juntos.

 

 

 

 

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(Ciudad de México, 1975) es autora, entre otros, de El animal sobre la piedra (Almadía, 2000) y El beso de la liebre (Alfaguara, 2012). En 2022 obtuvo el Premio de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz por su novela más reciente, Isla partida (Almadía, 2021).


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