La mesa puesta

Espacios y dislocaciones

El texto también es un espacio en el que unos mínimos movimientos están permitidos. También el texto es un espacio en el que están permitidos unos mínimos movimientos.
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A veces pienso que mi obsesión con cómo están colocados los elementos en una frase tiene que ver con mi necesidad de que los espacios que me rodean estén en orden. También disfruto modificando la disposición de los objetos de casa, del mismo modo que puedo cambiar un adverbio o quitar o añadir una coma que no sea imperativa. Poner el bote con el cepillo de dientes a la derecha del lavabo en lugar de a la izquierda, o mover la maceta con la orquídea unos centímetros, me reconforta. (Esas comas después de “izquierda” y “centímetros” las he eliminado y vuelto a poner varias veces.) Redibujar los espacios me da la sensación de estrenarlos de nuevo. Una vez rediseñados, tienen que estar siempre igual, o casi. Eso me da la sensación de control. Los calcetines los tiendo ya emparejados, aunque eso tiene más que ver con ahorrar tiempo que con la obsesión por el orden.

Esta manía que podría considerarse un trastorno obsesivo compulsivo también tiene algo de herencia familiar. A mi abuela, una perfeccionista a la hora de poner la mesa, para chincharla le movíamos de sitio las cosas cuando había alguna celebración familiar: la servilleta debajo del vaso, el cuchillo a la izquierda del plato. Tal vez incluso yo le esté inculcando a mi hijo esta chifladura, pues con poco más de un año puede pasarse largos ratos trasladando cosas de un lado a otro para luego devolver todo a su sitio original, dentro de sus limitaciones. Abre una caja de latón llena de rotuladores y los va sacando uno a uno para colocarlos encima de una silla; si está muy contento, simplemente chilla y los tira por los aires. Luego los vuelve a meter en la caja. Alguno aparece al día siguiente en el cesto de la ropa sucia o debajo de la alfombra. Va cogiendo libros de la estantería y hace pilas con ellos. Después los devuelve a la balda, a menudo con el lomo hacia dentro. Si le mueves o quitas alguno de los elementos que amontona, te mira, te lo arranca de las manos y dice “nononono”.

Para algunos oficios es útil ser obsesivo. Por ejemplo, el mío: correctora y editora. Aunque en ocasiones hay que moverse en terrenos fronterizos en los que las “licencias de autor” pueden salir caras o las discusiones sobre el punto y coma ser demasiado tediosas. Muchas veces tengo que repetirme, con cadencia de rezo: el texto no es tuyo. Saber claudicar a tiempo conlleva un aprendizaje (vale, adorna sus textos con mayúsculas iniciales como quien se disfraza para cantar una chirigota; esta palabra debe de gustarle mucho, porque la repite sin cesar). Y no hacerlo, también (no significan lo mismo ibidem e idem a la hora de citar; tampoco es lo mismo una subordinada adjetiva especificativa que una explicativa). A veces en la ortotipografía se celebran combates de ego irrisorios (“decreto ley” se escribe sin guion en medio, estimado jurista, y el BOE no se considera argumento de autoridad).

El texto también es un espacio en el que unos mínimos movimientos están permitidos. También el texto es un espacio en el que están permitidos unos mínimos movimientos. Y la página, otro: un espacio de discusión entre diseñadores y editores, cada uno supedita la labor del otro a la propia. Esas negociaciones: ponme un poco más grande la imagen; añádeme un par de líneas para que cuadre el texto. Al final, las obsesiones confluyen hacia un mismo objetivo.

Pero, en fin, a veces una dislocación, algo fuera de lugar, rompe la monotonía, te depara una sorpresa y una sonrisa. Esta mañana me he encontrado una cuchara dentro de la zapatilla. Ayer, una calle (blancos verticales que se forman cuando los espacios entre palabras coinciden unos encima de otros, en líneas consecutivas) en curva en una página. En las revisiones de maqueta de esta revista, los “culos” que quedan a inicio de línea al partir palabras como “artículo” o “espectáculo” se cotizan bien. Y hace un par de semanas, cuando fui a regar las plantas, había un globo desinflado en una de las macetas. “Quizá es que tu hijo no podía devolverlo al aire, donde debía estar cuando estaba inflado”, me dijo Bárbara Mingo. En el aire, el orden es otro.

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Es editora y miembro de la redacción de Letras Libres.


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