Daniel Gascón

Amanda Gorman: la única lectora

“Hacer un café” y “hacer un café” no significa lo mismo para unos y otros, y si alguien tiene alguna duda, pensemos en “hacer la cama”. Hago la cama: parece sencillo. Pero es una trampa mortal.
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Frente a la mesa relee sus poemas y reflexiona seriamente sobre quién podría traducirlos. No lo había pensado antes, hace poco no se le había pasado por la cabeza esa posibilidad, no había dedicado mucha atención al asunto cuando leía un libro traducido. Pero tras la polémica le parece una evidencia que no está al alcance de cualquier traductor transmitir el significado de esas palabras. Al leer sus versos -“nos preguntamos dónde podemos encontrar una luz en esta sombra interminable”, por ejemplo- no es que le gusten particularmente, todavía duda, es inevitable, se da cuenta de que no son palabras o imágenes muy personales, singulares, originales. Nadie nos mira, podemos decir la verdad, es más bien anodino. Hay bastantes clichés. Pero a la vez, hay una visión del mundo, algo deliciosamente íntimo en la cadencia: es indescriptible, en cierto modo, y es ella. “Es porque ser estadounidenses es más que un orgullo que heredamos” es un verso que parece simple. Pero ¿puede traducirlo cualquiera? ¿Se puede traducir por medio de una combinación de palabras y ritmos, de significantes y significados y ambigüedades, de una simple artesanía de comprensión lectora y habilidad técnica? Tiene que haber algo más.

Esa sensación, ese trato particular con las palabras, solo lo puede tener una mujer. “Hacer un café” y “hacer un café” no significa lo mismo para unos y otros, y si alguien tiene alguna duda, pensemos en “hacer la cama”. Para uno “hacer la cama” es una tarea; para otro, un servicio que recibe. Para uno la cama es un espacio de descanso; para el otro, de labor. Para uno, una conquista; para otro, un asedio. Hago la cama: parece sencillo. Pero es una trampa mortal.

Pues ahora imagínalo con la raza. Y admitamos que el orden ha sido aleatorio. Podría ser al revés. Debería, de hecho, ser al revés. No quiere ahora entrar en una jerarquía, bastantes hay -no todas son tan malas: a fin de cuentas la llamaron para leer el poema en la inauguración y además sacó matrícula en la universidad. Pero ¿puede ser el mismo sol el que sale a las 8 para el opresor que para el oprimido, para el amo que para el esclavo?

Evidentemente, esto no siempre es así, se dice. En algunos casos puede ser una ecuación levemente distinta. Eso no simplifica las cosas: las hace más enrevesadas. ¿Una persona que venga de uno de esos contextos diferentes podría acceder a lo que ella está diciendo? ¿Podría entender toda la carga que llevan las palabras que escribió un poco a la ligera pero que ahora, al releerlas, le parecen graves, ineludibles?

¿Cómo trasladar esos versos, aunque carezcan de un contenido explícitamente comprometido y sean más bien generales, sin tener una trayectoria de activismo? Pero, no lo olvidemos, podría ser el compromiso cívico equivocado. No es como la raza, que es un constructo y a la vez un absoluto. No vale con cualquiera que haya tenido un pasado en el activismo y la política porque a menudo las pequeñas diferencias de matiz conducen a rupturas totales. Una leve desviación basta para generar una alteración inconmensurable. Hay que andarse con cuidado, lo más cercano podría ser precisamente lo más lejano. Puede ser incluso peor. Un traductor ignorante, que no conozca las sutilezas de la semántica del activismo, podría reemplazar una palabra por un equivalente algo arbitrario. Pero uno que conozca el asunto puede introducir una leve distorsión, llevarse el agua a su molino, el ascua a su sardina.

No es necesario repasar la tradición cismática de la izquierda o atender al número cada vez mayor de sexos y géneros frente el imperativo represor de acotar la infinita diversidad de la realidad en un esquema binario, nadie es totalmente inmune a él, se dice, acabo yo de caer también. Pero es una barrera infranqueable, igual que escoger a alguien de más o menos edad, o es que acaso el amor era para ella lo mismo que para su madre. Se trataba de dos emociones distintas, intransitivas, incomunicables.

En el poema habla de una negra flaca. La terminología recuerda inevitablemente al instituto. Ahora bien, ahí se abre un mundo de contradicciones. ¿Acaso es lo mismo esa palabra, esa lectura y un equivalente, si quien lo transmite era una chica popular o marginada de la clase? ¿Alta y delgada o la típica gordita que se escaquea en educación física? ¿Una mención a la infancia significa lo mismo para quien lo traduce si, por ejemplo, ha tenido una infancia feliz o una infancia desgraciada? ¿Es comprensible o cuando menos comunicable la palabra “infancia”? Seamos serios: no. Si ella dice padre y una traductora que pone father o père viene de una familia feliz o desdichada, ¿acaso no cambia la imagen? ¡Cambia por completo! Una vida templada y apacible en una familia tradicional te aporta una solidez, unas referencias, pero otras veces en un matrimonio mal avenido es precisamente lo contrario, esas condiciones para la duración son las condiciones de la infelicidad, para la creación y mantenimiento de un infierno. ¿Cómo podría alguien que no conozca el encanto de los deportes de equipo traducir una novela protagonizada por un deportista, o una metáfora atlética? ¿La experiencia de un deporte y otro es transmisible, de una categoría y otra no? Obviamente no.

Leyó en algún sitio que muchas de las mejores páginas de la historia de la literatura se habían escrito con resaca. ¿Hay que traducirlas, se pregunta, con resaca? Nadie en su sano juicio admitiría nunca que una virgen tradujera a Simenon, un seductor a Pessoa, o un abstemio Bajo el volcán. ¿Se podría traducir el Quijote sin haber pasado un tiempo secuestrado, o al menos un fin de semana de temporal con la familia política? Sería totalmente aberrante, se dice, y cuando se da cuenta de que las palabras en otras lenguas pueden llevar otras connotaciones adicionales, connotaciones en las que no había pensado, la comunicación le parece una empresa imposible.

La inquieta un momento la conclusión a la que ha llegado, intenta no verla, como una obligación que puedes postergar. Nadie puede llevar su poema a otra lengua porque únicamente alguien con su misma identidad y sus mismas experiencias podría hacerlo. Solo ella podría traducirse, pero no tendría sentido traducirse a otra lengua, con otro sistema gramatical y vocabulario y red cultural de alusiones y ambigüedades y cargas mortales en las palabras. No solo ella es la única traductora posible de su poema: solo puede traducirse a su propia lengua. Y en puridad solo ella podría leerse. Solo ella puede entender lo que dice: es en el fondo su única lectora. Cualquier otra cosa es distraer, tergiversar el mensaje original, ese elemento único e intransferible que es la base del poema, no hay nada, no hay otra cosa, solo ella, y entonces descubre con horror que a fin de cuentas ni siquiera ella es la misma que escribió el poema ya, las palabras son otras porque, incluso sin contar con todas las ramificaciones de la recepción, han incorporado otras cosas, su propia experiencia, la evolución de su identidad. Una traducción que consistiera en copiar el poema de nuevo abajo ya no resultaría válida: han pasado demasiadas cosas. Ni ella es la misma. Es imposible contar lo que siente ahora, se percibe totalmente original, nueva, piensa en el tiempo y en que nadie se baña dos veces en el mismo río y revisa los poemas y piensa que yo es otro, y que nadie ha sentido eso antes y nadie podría entenderla.

 

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Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).


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